Cuando la conocí, estaba sentada en el suelo, con todo el peso del torso recargado en los brazos extendidos hacia atrás, y las manos sobre el asfalto sucio de un barrio acomodado. Tenía el pelo largo metido dentro de un gorro de lana, lo que la ocultaba como mujer.
Dudó un poco cuando me acerqué y le pedí intercambiar unas palabras, pero accedió y comenzamos a grabar. Dijo que era hondureña y que tenía 24 años, cumplidos hacía poquitos días, cuando ya estaba en México. Dijo también que había llegado a la capital el sábado 3 de noviembre, con la primera caravana del éxodo centroamericano, y que en el camino la gente los había apoyado, a ella y a las otras 11 personas que viajan juntas en un pequeño grupo.
“Siempre estuvimos atrás, un poco inseguros con Migración, porque escuchábamos que a los que se quedaban los agarraban. Lo que nosotros queremos es avanzar lo más pronto posible”, explicó esta mujer de ojos grises (o tal vez eran verdes) y una nariz que termina en una punta fina, de sonrisa sincera y hablar serio.
“Mucha gente nos está metiendo miedo de Estados Unidos. Si me recibieran sería genial; o igual quedarme en la frontera sería bonito, porque yo vengo huyendo de casi toda mi familia.”
EN PRIMERA PERSONA. “Somos 15 hijos de mi mamá y a todos nos regaló desde muy chiquitos. Ya, conforme el tiempo que crecíamos, queríamos volver con ella. Yo volví con ella como a los 9 años (la voz se le afina como si contuviera esa decisión infantil equivocada), y fue una pésima historia. Hay personas que simplemente no quieren a sus hijos.”
“Con mi mamá yo sufrí mucho, ella me trató muy mal, me quitó el estudio porque tenía que trabajar para ayudarle con los gastos. Ya de último me sometía también con los hombres y me decía que yo era hasta una prostituta, o algo así, estando yo pequeña. Pues ahora sí me da risa, porque yo digo que no era así, sólo yo lo sabía.”
Le pregunto a qué edad se fue de su casa, asumiendo que esa fue la primera huida de su vida. “De 12 años. Estuve viviendo en Guatemala. Hubo personas buenas y personas que querían abusar de mí. Tuve dos niñas. Regresé a Honduras cuando mi hija tenía 1 año, pero mi mamá me la quitó y me hizo devolverla con el papá a Guatemala.”
Asumiendo su maternidad adolescente, le pregunto qué edad tenía cuando nació su primera hija. “Mi hija, ahorita, la más grande, tiene 10 años. Yo tenía como unos 14, y mi mamá me hizo regalar a la niña. De ahí, tal vez con la idea de que no quería ser igual a mi mamá, tuve que regresar a Guatemala a buscar a mi hija.”
Se quedó viviendo en Guatemala y regresaba a Honduras a ver a la abuela que la había criado, la madre de su madre, de quien habla con cariño.
“Siempre he sido yo la que anduve viendo a mi familia allá, a mi abuela. Y ahí supe que ellos se habían metido a algún tipo de mara, incluso mi mamá. Me amenazaban por Facebook, que no tenía que decirle nada a la policía porque si no le iban a hacer daño a mis hijas. Como sabían donde vivía, me amenazaron con eso.”
Dice no explicarse cómo se costearon un viaje a Guatemala a buscarla, que ni siquiera estaba cerca, pero ella piensa que ese dinero sale del crimen. “Toda mi familia es de San Pedro Sula, de la Rivera Hernández. Ese lugar es el peor de todo el mundo.”
DE LA HERNÁNDEZ A ZONA NORTE. Hablamos por teléfono durante el viaje que siguió. Supe que Yesika –que así se llama– se había perdido en el primer trayecto fuera de la Ciudad de México. El camionero que la subió a ella y a otros miembros de la caravana, en vez de llevarlos hasta Querétaro, los dejó en San Luis Potosí, 200 quilómetros más al norte.
Pasaron la noche a la intemperie en un pueblito perdido en una zona peligrosa. “Me dio mucho miedo estar sola, fuera del grupo. Dormimos asustados, con un ojo abierto y otro cerrado. Nos tuvimos que quedar afuera de la presidencia municipal, donde había un poco de techo y estaba la policía.”
Si les tomó 14 días, en el sur del país, recorrer los mil quilómetros que hay entre Tapachula (en Chiapas, junto a la frontera con Guatemala) y Ciudad de México, en la parte norte recorrieron 2.700 hasta Tijuana (Baja California) en cinco días.
En Navojoa perdimos contacto. Imagino que Yesika también vio los atardeceres multicolores del desierto de Sonora, pero cuando volví a verla olvidé preguntárselo.
Para entonces, el éxodo llevaba más de una semana en Tijuana. En cada entrada al albergue que las autoridades locales permitieron a la prensa, la busqué de refilón entre los montones de gente y en los pedacitos de caras que asomaban de las carpas, mientras entrevistaba a otras personas.
Hablé con Joshua, de 23 años, que llegó a Tijuana desde La Ceiba, en el Caribe hondureño, con la vanguardia del éxodo y que estuvo presente cuando un grupo los atacó en la zona de las playas. Hablé con Pedro Pablo, un trabajador rural flaquísimo de 39 años que mantiene como puede a su familia en La Unión, ese pueblo mágico del departamento de Yoro, en Honduras, donde llueven peces una vez al año, pero no llueve más nada. También con David, de 26 años, que había llegado a México seis meses antes –con la caravana de marzo– y que aprovechó ahora para subir hasta Tijuana a buscar una regularización migratoria en México.
A los 15 días de abierto, el albergue se saturó con 6 mil personas. Sólo una pequeña parte dormía en un gimnasio cerrado, mientras el resto se había instalado en la cancha abierta de béisbol con lo que tenía a mano.
Cuatro duchas al aire libre, sin ningún tipo de cobertura, eran los únicos lugares establecidos para la higiene de todos. Detrás de las duchas, el muro fronterizo se dibujaba cada día a la altura de los ojos. Un muro que grita “¡No pasar!” y a la vez susurra “Trépame”.
Ese día salí del albergue al terminar el tiempo permitido, a la hora en que la Armada repartía la cena. No tardaría en oscurecer, aunque eran las cuatro y media de la tarde. Tijuana está en una orillita del mapa donde el atardecer prematuro hace mutar la percepción de la hora, la luz, el sueño y el cansancio.
Bajé la vista y ahí estaba Yesika, de nuevo sentada en un cordón en la vereda del albergue, con el mismo gorro de lana pero con el pelo suelto. Había perdido su celular, porque lo usó como pago del transporte. Su esposo, que viaja con ella, el padre de su hija menor, estaba trabajando como albañil en una obra pasando Rosarito, 20 quilómetros al sur. “No muy le sirve”, dijo ella, porque cobra 2 mil pesos mexicanos, unos 100 dólares, y tiene que pagar pasaje y comidas fuera.
Ella estaba desolada porque cada vez que hablaba con su hija pequeña, ésta lloraba y le pedía que regresara. En Tijuana había empezado un trámite de residencia en México, que seguramente obtendría, dada la gravedad de su caso. Seguramente también lo obtendría bajo las leyes estadounidenses, y eso ella lo sabía. Lo que quería, en el fondo, era un lugar lo suficientemente alejado de Honduras para que ya no pudieran encontrarla. Vivir en Estados Unidos no era parte de su desvelo, sino hacerlo en cualquier lugar que le permitiera recuperar a sus hijas y un poquito de paz.
CLANDESTINAS. Yesika y su grupito habían dejado el albergue oficial por el asilo que un tijuanense les dio en su casa. Aunque se hospedaban a pocas cuadras y el muro estaba ahí, no había visto todavía la garita donde se solicita el asilo.
Conversamos sobre la rudeza circundante, la gente en la calle, los bares rodeados de mujeres prostituyéndose y los muchos albergues para migrantes que hay junto a la frontera. También nos tomamos fotos como turistas frente al cartel que dice “Tijuana” y que señala la entrada al centro de la ciudad, bajo unos arcos enormes que sirven de referencia para los forasteros, que somos la mayoría.
En los días siguientes, la presión aumentó para todos. Ella no estuvo en la manifestación del 25 de noviembre hacia la frontera, pero entendió claramente la dimensión de la respuesta de la “migra” gringa. Los policías estadounidenses gasearon a la gente por encima del muro para impedir que cruzaran a su país, porque de hacerlo estarían obligados, por ley, a atender las solicitudes de asilo de todos.
Un joven ofreció “tirarlos” al otro lado por 150 dólares cada uno, y a los niños por 50. Les dijo que si conseguían un grupo grande de gente que pagara, tiraba a los niños gratis. Se juntaron 30 personas que pusieron el dinero, pero el “pollero” nunca regresó.
Yesika estaba preocupada porque, además, ese hombre se acercó a decirle que le gustaba y ella lo rechazó. “Hay personas que cuando uno les dice ‘no’ capaz que matan al marido de una, o quieren andar a la fuerza. Sólo le digo a Dios que por qué me hizo bonita, porque puedo tener muchos problemas por eso”, decía.
Las posibilidades de “tirarse” por el muro se instalaron en las conversaciones porque la entrada legal a Estados Unidos no avanzaba. Yesika contó que habían llegado abogados al albergue, ofreciendo a la gente hacerse cargo de las fianzas que tuviera que pagar para ser liberada durante el trámite de asilo.
Esa idea le inundó el pensamiento, hasta que la concretó.
“Hola, aquí te habla el esposo de Yesika, fíjate que ella se tiró ayer. La verdad que ahorita no sé nada. Sólo espero en Dios que todo esté bien”, escribió el marido en un mensaje.
Él no se tiró porque a los hombres que lo intentan los están deportando. Está triste, dice. Pero otro hombre sí lo hizo, con sus cuatro hijos. Los policías fronterizos les “querían disparar con balas de goma, pero como ahí estaban los periodistas, los dejaron pasar”, contó el esposo de Yesika.
Al día siguiente por fin hubo noticias: Yesika había sido detenida y trasladada a Los Ángeles. Pese al encierro, eran buenas noticias. Estaba un pasito más cerca.