La misma adicción que los niños tienen hoy por los videos de sus celulares –o el ebrio por el bar– tuve por el quiosco de Enrique, en la esquina de la plaza Cagancha frente al Sorocabana. ¡Tapizado por tapas de historietas! La pequeña Lulú fue mi primera amiga dibujada.
Las pasiones, me parece, constituyen un eje. Desde allí se ramifican, por sorpresa o por búsqueda. El amor hacia algo se instala en uno y va imantando otros amores o conocimientos que lo enriquecen. Con cada asociación se vuelven más comprensibles, como personas que comparten un lenguaje y van sumando familiaridades, formas de contar el mundo. Así me ha pasado y me pasa con las historietas.
Nadie me saca de la cabeza que Lulú –de quien Quino debió ser fan– fue madre de Mafalda (aunque Mafalda se parece más a Anita, en el matorral de pelos hirsutos). Lulú decía y obraba con sinceridad y contundencia. Atesoré aquellos dibujos: gestos, posturas, detalles… ya no los tengo, pero no me hacen falta para recordarla. Otro parentesco que doy por descontado es el de Bécassine con Tintín (debió ser su abuela campesina).
A Bécassine la conocí en la casa de mis primos: su madre guardaba, de su infancia, unas revistas que se llamaban La Semaine de Suzette. Allí campeaba esa aldeana con cofia de cornetines, parecida a las de las monjas vicentinas, con su redonda carita impasible ante las novedades de vivir en París. El contorno de su activa figura era de línea neta, los colores planos. Su vestido verde y el delantal blanco fueron un primer ejemplo de síntesis gráfica.
Vino después Tintín.
Qué fervor, por cada libro. Haddock, Tornasol, Bianca Castafiore, Dupont y Dupond… Cada página –además del uso de la línea continua y los colores planos– tenía una característica armoniosa: el tono general. Cada una podía mirarse como un solo cuadro aunque abarcara varios, porque prevalecían en cada uno –es decir, en el todo– determinados colores. Así aprendí visualmente un principio de la teoría de la Gestalt: que se percibe mejor, de una ojeada, lo que se muestra como unidad. Josette Baujot era la colorista de Hergé.
Después de adquirir una pasión por algo (sea la carpintería, que puede despertar ganas de conocer la evolución de los muebles o el nombre de los árboles) es fácil ir encontrando ese interés multiplicado por el mundo: mi amiga Lulú siguió trotando ante mis ojos, la he encontrado –sin duda es ella aunque sin tirabuzones– a la grupa de un cavalheiro en los grabados de la literatura de cordel.
La literatura de cordel se llama así (o folhetos, como saben quienes tienen relación con Brasil) porque en ferias o mercados esos libritos que contaban romances o asesinatos se colgaban como banderines, en cordeles. Ilustrados por xilograbados, contaban las aventuras de Lampião, de Antonio das Mortes… Me extendería sobre ellos y les mostraría uno por uno esos dibujos en tacos de madera, que me encantan. Pero hoy sólo puedo mencionarlos. Y aludir también a los azulejos antiguos que, colocados en continuo, cuentan historias de labradores o navegantes. Tal es mi devoción por el relato visual que nombraría como primeros historietistas a los peludos artistas que dibujaban en las cuevas de Altamira.
Como para la música, los instrumentos de los dibujantes son variados. Prevalece, creo, la tinta china (en pincel, plumín, cañitas recortadas), pero pueden incluirse tantos. Yo prefiero la lapicera fuente al lápiz, porque me lleva a un trazo limpio y rápido, sin arrepentimiento. Pero también me gusta mucho dibujar con el mouse: que el dibujo aparezca en el monitor con trazo un poco infantil… y las posibilidades inmediatas de volcar color con el baldecito del Photoshop.
Infinita es la historieta. Y la magnificencia del dibujo que en cuadritos sucesivos –muchas veces sin palabras– cuenta historias, viejo deporte del ser humano.
Marjorie Henderson inventó a Lulú en 1935. En los años setenta –evolucionadas y neuróticas, ubicadas en el contexto de la izquierda biempensante francesa– aparecieron las mujeres de Claire Bretécher (precursora de Maitena Burundarena), que con su serie Los frustrados, para el semanario Nouvel Observateur, provocó que Roland Barthes la llamara “el mejor sociólogo francés”. Bretécher respondió divertida y simple: “en realidad, sólo tuve la impresión de que dibujaba historietas”.
[notice]En Buenos Aires
Menchi
Borges imaginaba el paraíso bajo la forma de una biblioteca; Hugo Maradei –director del Museo del Humor– lo imaginó formado por dibujos. Y lo concretó. A su costa o con donaciones. Su paraíso en principio fue ambulante: lo llevaba por la república Argentina “para enseñar a mirar”.
Hoy el Museo del Humor ancló en Puerto Madero, donde estuvo la Cervecería Munich, (Avenida de los Italianos 851). Es un lugar alegre y luminoso. En estos días, en la planta principal, expone una retrospectiva de Hermenegildo Sábat. La comento en dos palabras: impre / sionante. No se puede creer que la mancha y la línea resuman con tal acierto situaciones políticas, psicología de personajes, amor por ciertos músicos, audaces críticas mudas. Así dibuja Menchi. Y allí está su historia dibujada, hasta el 19 de noviembre.
En la planta baja del museo hay otro tesoro. El que la pasión de Maradei reunió. Estilos, técnicas, épocas. Todo, allí. Incluso una pequeña sala donde se proyectan audiovisuales (vi uno, genial, de Upa, el panzón personaje de Dante Quinterno que, según algunos, inspiró a Uderzo su Obelix).
—Tenemos –me enumeró Maradei– originales de Eduardo Sojo, José María Cao, Quinterno, Molina Campos, Guillermo Roux, Divito, Quino… Del gran Alberto Breccia (quien nació en Uruguay), que ilustró los textos de Oesterheld, del imprescindible Hugo Pratt con su Corto Maltés. De Caloi y su hijo Tute, de Alfredo Sábat, hijo y bisnieto de dibujantes. De Kalondi (que veneraba la línea de Saúl Steinberg), del querido Negro Fontanarrosa…
—¿Es desacertado llamar caricaturistas a grandes dibujantes?
—Para nada. El dibujo suele relatar una situación, la historieta completa esa posibilidad. Los “cuadritos” son algo que cautivó siempre a grandes dibujantes y pintores. Me han invitado al Centro Nacional de la Imagen de Francia, a una fascinante muestra de bande dessinée o neuvième art: quien allá se precie de persona culta tiene en su biblioteca un sector dedicado a la historieta.
—En Uruguay, Rafael Barradas las hizo. También dibujó un juicio penal, cuadro por cuadro, todo el caso.
—Es una forma de expresión interesantísima. En la librería del Louvre hay todo un sector dedicado a este tema y otro al dibujo satírico del siglo XIX. ¡No sabés todo lo que hay allí! Daumier y otros grandes artistas pintaban, pero el medio de ganarse la vida era ése: avisos, portadas…
—Los afiches de Toulouse-Lautrec, que podían reproducirse.
—¡Claro! Ahora el mundo ha cambiado. Pero hasta hace poco la publicidad gráfica era el medio por excelencia. Daba trabajo a mucha gente.
—En Montevideo hubo unos famosos catálogos (del London París) con vestidos, herramientas, juguetes, ¡todo dibujado!
—Es así, nacemos con cuentos, nos criamos con historietas, guardamos dibujos –de niños, de amigos, de nosotros mismos–; ¡dibujar nos gusta! Lo llevamos en nuestro corazón. Por eso cada vez que hacemos una muestra tenemos llegada a tanta gente, recuerdan momentos de su infancia o adolescencia.
—Hay mucho que ver y dibujar: Nos despedimos como en las historietas: Continuará.
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