Coronavirus y la necesaria superación del capitalismo - Semanario Brecha

Coronavirus y la necesaria superación del capitalismo

La llegada del coronavirus a Uruguay ha puesto a la población en alerta y ha transformado la cotidianeidad. El llamado a quedarse en casa no puede ser respondido de la misma manera por todas las personas, tanto por la actividad que desempeñan como por las posibilidades reales de hacer frente a situaciones extremas en un marco en el que, por el momento, no se han puesto en práctica suficientes medidas de protección social. Pero lo cierto es que –en línea con lo ocurrido en otros países afectados–, ya sea voluntariamente, por medidas sugeridas por las autoridades o medidas impuestas (con mayor o menor marco democrático), los cambios en la vida cotidiana han sido radicales porque la población percibe que hay un peligro inminente. El virus está en circulación y es real la posibilidad de que las personas enfermen o, en casos graves, mueran. Contener y trasformar la situación exige políticas públicas que den respuestas equitativas y una sociedad informada y activa. Es un problema colectivo que tiene causas (no del todo claras) y consecuencias visibles.

Por lo menos desde la década del 70, cuando se organizó la primera Conferencia de Naciones Unidas sobre el Medio Ambiente y el Desarrollo, la humanidad cuenta con información que establece con absoluta claridad que el modelo dominante de producción y consumo, al igual que el coronavirus, enferma y mata, además de destruir la naturaleza y los diversos ecosistemas, lo que pone en riesgo la vida de las generaciones presentes y futuras. Desde hace 50 años, la respuesta universal ha sido mantener el mismo modelo, encubriéndolo con declaraciones y términos que se van poniendo de moda como estrategia negacionista para seguir alabando el crecimiento económico como condición indispensable para el bienestar de la humanidad. Anualmente se organizan múltiples conferencias y se ponen en marcha programas para que la producción y el consumo sean “sustentables”, se propone que la economía sea “verde”, que la industria y la tecnología desarrollen prácticas “resilientes”, y podría seguir la lista de palabras que buscan maquillar la continuidad de un modelo destructivo, injusto, discriminatorio, excluyente y, fundamentalmente, que pone en riesgo la continuidad de la vida.

El capitalismo ha producido sociedades desiguales, en las que millones de personas mueren a diario por múltiples causas: hambre, enfermedades prevenibles, violencia, contaminación ambiental, destrucción de ecosistemas, etcétera. Además, ha colocado en la centralidad el individualismo, y el consumo casi como una forma de la existencia. En las últimas décadas se han escrito una infinidad de libros y artículos, se organizaron innumerables cursos universitarios y populares, se crearon redes para promover estilos de vida que no sólo ponen en cuestión el modelo capitalista, sino que, fundamentalmente, convocan a reconocer la existencia de otras formas de ser y habitar en nuestro planeta común. Los movimientos feministas y ecologistas, así como los de economías solidarias-comunitarias, vienen planteando de manera sistemática la necesidad de considerar el cuidado, la reciprocidad y la superación del extractivismo como procesos centrales para alcanzar sociedades verdaderamente sustentables, igualitarias y justas.

Cuando la pandemia haya pasado y todas las personas reconozcamos que vivimos en un mundo otro (en el que miles ya no estarán, no sólo las víctimas directas de la pandemia, sino quienes no fueron atendidos por otras enfermedades –a causa de sistemas públicos de salud inexistentes o débiles que colapsaron frente a la crisis–, quienes habrán perdido su sustento porque no contaron con sistemas de protección que garantizaran su derecho a la vida y al bienestar), los modos de ser en el mundo y las políticas públicas que habiliten su desarrollo jugarán un rol central en la prevención de nuevas crisis. Por eso en este momento es importante poner sobre la mesa los conocimientos, las visiones y las prácticas que plantean que el virus no es una anomalía o un monstruo, sino que es un factor que evidencia la monstruosidad del modelo dominante.1

LA CENTRALIDAD DE LA VIDA. En ese mundo otro, los cuidados deberán ser más importantes que las ganancias: el centro deberá colocarse en la vida y no en el dinero. El cuidado es una función intrínseca de lo social, históricamente asociada a lo femenino y a los mandatos de género, y por ello su contribución y su relevancia han sido devaluadas. Es importante incorporar una nueva visión vinculada a la ética del cuidado, que abra la posibilidad de tener la esperanza de un mundo mejor, en el que la dimensión comunitaria se vuelva central, en el que el cuidado sea la base para las conexiones, no sólo entre los seres humanos, sino también con la naturaleza. El cuidado promueve medios de vida más sostenibles en la medida en que la satisfacción de las necesidades no está exclusivamente vinculada a los mercados (y al crecimiento económico), sino, y principalmente, a la reciprocidad y a la solidaridad. El Estado no es ajeno a estos procesos; muy por el contrario, juega un rol central en lo anterior.

La actual pandemia es un excelente ejemplo de la falacia asociada a la promoción de soluciones individuales y evidencia que la única salida de la crisis es cuidando y cuidándonos. Cada persona que necesita atención está imbricada con su entorno más inmediato, con la comunidad y con el conjunto de la ciudadanía, y el Estado tiene el rol fundamental de proveer los recursos y distribuirlos con un criterio de justicia e igualdad social.

Pero el cuidado va mucho más allá de nosotras, las personas. El modelo de producción capitalista asume que la naturaleza no es más que la fuente de recursos para satisfacer necesidades supuestamente infinitas, y que, por lo tanto, la oferta de bienes y servicios debe ser ilimitada a los efectos de garantizar un crecimiento económico permanente que genere puestos de trabajo, consumo, explotación de la naturaleza, nuevos productos, nuevas fuentes de trabajo, consumo, y sobre todo ganancia permanente. Esta ganancia, invertida en los mercados especulativos, permite el enriquecimiento sin responsabilidad social y sin ofrecer ninguna clase de beneficios o asistencia a la mayoría de la población que, con suerte, hace uso de alguna de esas fuentes de trabajo y del consumo. Ese consumo sigue dependiendo de la explotación de la naturaleza y sigue contribuyendo al enriquecimiento del famoso 1 por ciento que concentra el 44 por ciento de la riqueza mundial.2 Esta es la monstruosidad del sistema que depreda ríos, especies, plantas, suelos, animales; que crea estratos y clases condenando a amplios sectores de población a situaciones de explotación por su condición de sexo, género, orientación sexual, clase, capacidad, lugar, edad, etnicidad; que pone en riesgo la propia continuidad de la vida sin ofrecer bienestar ni cuidados; y que favorece la emergencia de enfermedades que un día nos hacen caer en la cuenta de que todos los bienes acumulados no sirven ni siquiera para empezar a responder al desafío.

NATURALEZA E INTERDEPENDENCIA. Desde una perspectiva feminista y desde una ética del cuidado, es posible afirmar que la visión dominante del capitalismo no reconoce el valor intrínseco de la naturaleza y su interrelación con la diversidad de la vida. Por el contrario, la posiciona como una mera proveedora para los seres humanos, y ello es lo que ha justificado los usos no sustentables y la sobreexplotación, con las consecuencias conocidas en términos de cambio climático, contaminación y otros. El reto es precisamente reconocer la interdependencia, los necesarios límites en su uso, la existencia de necesidades propias de la naturaleza que requiere respeto de ciclos, protección, cuidados y manejos adecuados, así como la reposición y la restauración de determinados procesos. La lógica extractivista que guía la explotación de la naturaleza es opuesta a la lógica del cuidado, y, al igual que ocurre con las personas y las sociedades, no sólo daña al sujeto de esas acciones de explotación (en este caso la naturaleza), sino al sistema interdependiente en su conjunto. Los relatos que llegan de diversas partes del mundo respecto a cielos que vuelven a ser azules, mejoras en la calidad de las aguas y del aire, como resultado de la disminución de la actividad económica, son indicios de que los cambios en el modo de producción impactan muy rápidamente en la naturaleza.

Estos cambios, sin embargo, y como vimos al principio, responden a la emergencia y en gran medida al miedo. Los cambios de largo plazo requieren una nueva mirada sobre el sentido de la vida y el bienestar: pasar de la centralidad de lo económico a la centralidad de la vida; de la autoidentificación como consumidores y consumidoras a ciudadanos y ciudadanas; de nacionales de un país particular a habitantes de un planeta compartido; de receptores de políticas públicas a cohacedores de una realidad que celebra la diversidad y se nutre de conocimientos y saberes plurales.

Habrá quien plantee que se trata de una mirada romántica. Pero es, justamente, en el cuidado recíproco, con Estados que garanticen políticas igualitarias y de protección social, que permitan superar desigualdades y discriminaciones, con prácticas productivas que reconozcan y respeten la interdependencia con la naturaleza, que nos jugamos la superación de esta crisis hoy, hacia adelante.

1.   Bram Ieven y Jan Overwijk, “Este es el orden normal”, De Groene Amsterdammer, 18-III-20: ‹https://www.groene.nl/artikel/dit-is-de-normale-orde›.

2. Global Inequality: ‹https://inequality.org/facts/global-inequalit/≠global-wealth-inequality›.

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