Alrededor del 21 por ciento de la población mundial afirma no creer en nada. Este porcentaje incluye a quienes se declaran ateos, agnósticos o afirman no tener ninguna creencia religiosa ni espiritual (Global Religion 2023, Ipsos). La mayor parte de la humanidad, cerca del 79 por ciento, afirma creer en algo «superior». Le pregunté a mi programa de inteligencia artificial qué caracteriza a esos dioses que la humanidad venera. Su respuesta: «Todos los dioses tienen en común el ser creaciones humanas para dar sentido al mundo, representar fuerzas superiores, establecer normas y explicar lo que está más allá de la comprensión inmediata».
A veces sospecho que el programita, que me conoce bien, fue a buscar lo que sabe que me gustaría ver, ya que me respondió con una toma de posición afín al 21 por ciento que no creemos en lo sobrenatural.
Hay repertoriadas unas 4.200 religiones activas en el planeta. ¿Existe alguna que le «dé sentido al mundo, represente fuerzas superiores, establezca normas y explique lo que está mas allá de la comprensión inmediata» apoyándose en la ciencia, la razón, en el buen sentido? ¿Que sus promesas de premio y castigo no vengan después de la muerte, sino que sean para aquí, ahora? ¿Una religión que no necesite intermediarios sobrenaturales que a menudo sirven para que burocracias fastuosas vivan de la credulidad de sus semejantes?
II
Pues sí la hay. El problema es que cada vez tiene menos creyentes.
Siendo yo uno de los pocos devotos, dejo aquí mis últimas palabras.
Mi religión es (¿debiera decir fue?) la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Mi Iglesia, a la que dediqué devoción y tiempo, es la Organización de las Naciones Unidas (ONU). La ONU nació hace 80 años sobre la montaña de millones de cadáveres de la Segunda Guerra Mundial. Liderada por los vencedores, lanzó un programa, una organización y un sueño. Intentó darle a la humanidad herida un sentido a su presencia en el mundo, trató de representar fuerzas superiores, no por su poderío, sino por sus valores; quiso crear y aplicar normas que pusieran como prioridad la dignidad, la igualdad de derechos, la satisfacción universal de las necesidades básicas. El sueño fue terminar con las guerras. Quiso explicar lo inexplicable atribuyendo a la concertación, la cooperación y la solidaridad una fuerza capaz de mover montañas. Construyó sus instituciones dándoles poder de veto a las cinco naciones vencedoras de la guerra, el poder de organizar fuerzas militares para interponerse entre facciones en conflicto, el poder de dictar normas vinculantes, que todos deberían cumplir. Y, como en tantas otras religiones, lo que falló no fueron las creencias, fueron las instituciones.
En 1945, 50 países acordaron la Carta de las Naciones Unidas. La primera línea de la Carta dice: «Nosotros los pueblos de las naciones unidas…». Fiel creyente, tardé años en darme cuenta de que los que firmaron no fueron los «pueblos de las naciones unidas», ni siquiera sus representantes legítimos. Entre los 50 suscriptores había dictadores, monarcas, representantes de minorías dominantes en sus países considerados soberanos. Apenas un tercio podían considerarse democracias representativas.
Los pueblos estuvieron ausentes.
La razón, la ciencia, el buen sentido siguieron en las manos de los más poderosos. La Carta quedó como una lista de deseos, firmada hoy por 193 países, muchos de los cuales, antiguas colonias liberadas, oprimen a sus propios pueblos.
A mí me sostenía un verdadero sentido religioso, tenía fe. Es decir, tenía una creencia desprovista de toda necesidad de prueba. Fe en la inteligencia, fe en el progreso, fe en el auténtico deseo de los pueblos de tener paz, de la capacidad mil veces demostrada de que existe la solidaridad y la posibilidad de cooperar. Pero parece ser que a esa religión le falta algo. No tiene una fuerza con el atributo de un poder mágico que todo lo sabe, que todo lo puede, que esté en todos lados. Esa fuerza existe, pero la hemos olvidado. Los que firmaron la Carta reconocieron su existencia, pero no la obedecieron.
Esa fuerza somos nosotros, los pueblos de las naciones unidas. Todos juntos somos todopoderosos. Pero aún no nos dimos cuenta.
Feliz cumpleaños, ONU. Quedarás como testimonio de algo que necesitó una guerra mundial para ver la luz y 80 años para apagarse.