Para entender nuestra aldea no podemos dejar de ver el mundo ni de pensar históricamente. Como bien explica José Antonio Sanahuja, la globalización entró en crisis a partir de 2008 y podríamos estar a las puertas de un fin de ciclo histórico; la desigualdad y las crisis de expectativas caracterizan el momento. El sistema capitalista se encuentra en un proceso crítico de transformación. El capital financiero se convierte cada vez más en su elemento central, mientras el mundo asiste al desarrollo de la inteligencia artificial, la deslocalización y la digitalización de la economía, entre otras características. El sistema vive, en el sentido dado por Karl Polanyi, una nueva “gran transformación”,1 que en América Latina mostró sus límites estructurales luego del fin del ciclo de crecimiento asociado a los commodities.
Los perdedores de la globalización, o los autopercibidos como damnificados en diferentes planos, comenzaron a hacerse oír. Movidos por la crisis de expectativas empezaron a cuestionar la globalización, sus valores liberales hegemónicos y, por consiguiente, sus arreglos institucionales regionales y globales. Las críticas al sistema multilateral de Naciones Unidas y a la integración latinoamericana, bajo la acusación de ser “ideológica”, entre otros síntomas, muestran los límites sociales de la globalización en crisis.
Si bien las voces acusadoras también están cargadas de ideología –porque no podemos comprender el mundo sin mapas de ideas–, el discurso se endurece y asocia el pragmatismo alternativo a una especie de ausencia de política, pero ya no para fundamentar la acción tecnocrática, sino para pregonar acciones desde el “sentido común”, que muchas veces se parapeta en preconceptos.
Por varios rincones del planeta decrece la adhesión a la democracia, mientras se cuestiona a las elites nacionales y transnacionales. Las derechas proglobalización, o “derechas Davos”, al decir de Sanahuja, también se ven interpeladas en la región; alcanza con mirar hacia Chile y las protestas contra el gobierno de Piñera, o la desaprobación al gobierno de Macri en Argentina, o la que vivió en su momento Temer en Brasil. La reacción contra las izquierdas también se volvió contra las “derechas Davos”. Brasil es un ejemplo: mientras el Partido de la Social Democracia Brasileña obtiene su peor votación histórica, emerge una figura que enarbola una posición de derecha, conservadora y “neopatriota”. Bolsonaro es parte de la familia de Trump (Estados Unidos), Putin (Rusia), Johnson (Reino Unido), Orbán (Hungría), Erdogan (Turquía) y Kaczynski (Polonia).
Como bien explica Ruth Wodak, estamos ingresando a una “era de la posvergüenza”, en la que todo puede ser dicho a partir de reivindicar la “incorrección política”. En esa ola llegan discursos iliberales,2 se moldean vinculaciones y prácticas políticas populistas, xenófobas, fundamentadas en nacionalismos, que oscilan en varios grados en un espectro de neoautoritarismo. Estos liderazgos recogen el apoyo de elites, clases medias en crisis de expectativas, también de los perdedores de la globalización, de los “cansados”, los descontentos de los sectores populares, los que se sienten dejados de lado.
En América Latina, muchos de estos sectores medios y populares se activaron políticamente durante el giro a la izquierda y hoy perciben frustradas sus expectativas, al menos en parte. Las nuevas derechas logran movilizarlos, polarizan el discurso y construyen una narrativa llena de significantes vacíos, que pueden ser cargados con diversos contenidos y, en consecuencia, son potencialmente poderosos. “Cambio”, “tomar el control”, “lo nuestro primero”, “nuestra patria y Dios por sobre todas las cosas”,y un largo rosario de etcéteras que conducen al retorno a un pasado perfecto que, lejos de ser un tiempo verbal, se constituye en una utopía conservadora.
La crisis de la globalización llegó a América Latina y hoy vivimos uno de sus correlatos: el ascenso de nuevas derechas, conservadoras, neopatriotas (antiglobalistas), con fuertes componentes religiosos y contestatarias de la diversidad social y cultural. Mientras ocurre la reacción, la región es un polvorín en llamas. La desigualdad histórica sigue siendo el asunto clave para comprender los problemas de la región, y las elites son desafiadas en este contexto. México no logra superar la debilidad estatal frente al crimen organizado. Guatemala, Honduras y Nicaragua presentan inestabilidades políticas y déficits democráticos. El Caribe merecería un capítulo aparte. Colombia sufre asesinatos de líderes políticos y activistas sociales. Venezuela no consigue un tránsito pacífico e institucional hacia una democracia que garantice el respeto de los derechos humanos. Perú vive una crisis política con escándalos de corrupción. Paraguay no logra resolver problemas y tensiones de larga data. Argentina, con grandes tensiones políticas, se encuentra en una delicada situación económica y social. Chile muestra los límites sociales de un modelo profundamente desigual. Ecuador vive una crisis tras las políticas de ajuste. El domingo pasado se concretó un golpe de Estado en Bolivia. Y el Brasil de Bolsonaro –con fuertes tensiones domésticas y una agenda conservadora en lo social, y liberal en lo económico (en trazos gruesos)– no logra liderar ni tener un papel articulador en la región. Sin instituciones políticas regionales fuertes, las crisis no logran respuestas. Podemos empezar a sentir nostalgias de la Unasur.
Uruguay no escapa a los factores sistémicos, globales y regionales. La derecha que expresa Cabildo Abierto integra, con sus particularidades locales, la familia de los “neopatriotas” y, también, hunde sus raíces en la historia uruguaya, retomando ideas, discursos y prácticas políticas. En este ciclo electoral el sector liderado por Manini Ríos no se integró a las alas conservadoras de los partidos fundacionales, lo que desde una perspectiva institucionalista podría explicarse desde las reglas electorales instauradas en la reforma de 1996.
El sistema político uruguayo tiene a los partidos como actores centrales y eso ha sido clave para la disputa política. Las preguntas entonces son dos: ¿La partidocracia uruguaya logrará a través de sus partidos fundacionales canalizar a esta nueva derecha? ¿Cuáles son los costos y las oportunidades para los integrantes de una coalición con esta derecha neopatriota? Las respuestas no son fáciles ni obvias, por eso, responderlas de forma tajante es imposible. Sólo puedo pensar que si los partidos fundacionales son lo suficientemente fuertes como para incorporar a estas derechas en sus filas, la partidocracia uruguaya habrá mostrado, otra vez, sus señas de buena salud, y habrá triunfado. Si esto no ocurre y las dinámicas políticas deslegitiman, por diferentes factores, a los partidos fundacionales y a la izquierda, el escenario para la política uruguaya puede ser crítico. La izquierda también tiene el desafío de analizar, comprender y forjar respuestas efectivas para lidiar con este escenario. Por ahora son sólo preguntas. El mundo y la región golpean nuestra puerta. Mirar más allá de Uruguay es imprescindible para interpretar el momento histórico. Tal vez las dinámicas globales y regionales puedan afectar más de lo que esperamos a nuestra partidocracia y a la calidad de nuestra democracia.
- Polanyi, K (1944). La gran transformación (1989, edición en español). Madrid: La Piqueta.
- Existen varios análisis sobre este tema. En términos generales puede decirse que los gobiernos que impulsan formatos iliberales mantienen procesos electorales, pero restringen libertades, derechos o afectan la separación de poderes.