Bosco, lo nuevo de Alicia Cano Menoni - Semanario Brecha
Bosco, lo nuevo de Alicia Cano Menoni

Cronografía de lo humano

En su tercer trabajo, la cineasta salteña confirma un estilo documental propio, lleno de experimentación, espíritu lúdico y profundidad conceptual. Filmada a lo largo de 13 años entre Uruguay e Italia, Bosco es otra de las grandes películas nacionales del año.

DIFUSIÓN

Toledo sentado frente a los tartagales

viajaba por la historia de todas las familias vecinas.

Todas sin excepción habían mandado a sus hijos a la escuela.

Todos habían visto deshacerse hábitos, costumbres. […]

—Chacra donde entra la escuela se la lleva el diablo –sentenciaba.

Del cuento «Canario viejo», de Juan José Morosoli

En italiano, la palabra bosco significa ‘bosque’. Pero también es un pequeño pueblo de Italia que está desapareciendo y el título de la tercera película de Alicia Cano. Esa multiplicidad de significados no es caprichosa, ya que estamos frente a un material que, en cada plano, nos invita a una extensa pluralidad de interpretaciones. Poético, nostálgico, celebratorio, experimental, plástico, metalingüístico: difícil encasillar el tono de este ambicioso trabajo, tan rico en matices, temas y formas. En una de las funciones a las que tuve la suerte de asistir, en el espacio de preguntas y respuestas después de la proyección, una señora afirmó, conmocionada por lo que había visto: «No puedo narrar la película, no puedo contar de qué trata. Solo puedo decirle a la gente que venga a verla».

Es que no hay una estructura clásica en el relato, no hay curvas dramáticas en la narrativa de Bosco. O sí, pero esa progresión no está dada por las acciones de los personajes, sino por el tiempo, en un material que entiende que las temporalidades del cine son múltiples (el tiempo real, el cronológico, el de la duración de los planos, el de cada movimiento frente a cámara, el que se traduce en la textura de las imágenes, el de la propia proyección) y juega de forma hiperconsciente con esa pluralidad. Peculiar artefacto de montaje (increíble el trabajo de Guillermo Madeiro, un nombre realmente importante en esta nueva generación de realizadores), la película abandona cualquier sesgo literario o teatral y establece su universo cinemático en diálogo continuo con las artes visuales. Así, la composición de los encuadres, la relación entre fondo y figura, y, particularmente, la utilización expresiva de la luz –y el contraluz– se despliegan para construir una belleza visual que, además, nos remite a algunos grandes de la pintura de paisajes, como Brueghel el viejo, Giorgione, Tiziano, Corot y Luciano Rossi, entre muchos otros. Pero esta obsesión por construir un cine bello nunca se siente vacía, a pesar de que se apoya en un entorno geográfico que parece salido de un cuento de hadas y en detalles de una naturaleza que, para el público de gran parte del mundo, resulta deslumbrante y exótica. Bosco es una película sobre la pérdida, sobre nuestra irremediable acción humana hacia la nada, y la maestría de Cano consiste en hacernos el mimo de la hermosura, en darnos il sapore de quelle caramelle para que podamos tragar lo que hay de terrible en una historia de origen que nos refleja e interpela.

Porque Bosco, el pueblo en el que nacieron los padres de Orlando Menoni, el abuelo de Alicia, está desapareciendo. Solo quedan 13 habitantes. La persona más joven tiene 50 y pico de años. Ya no hay hijos, solo casas, escalones, animales y un bosque que avanza sobre las construcciones nobles pero precarias, que no alcanzan para detener la acción impertérrita de las lluvias, los ríos y los vientos. Las pocas personas que quedan, en su mayoría mujeres, conservan recuerdos de una cultura que ya no existe, de la vida comunitaria, de las niñas y los niños que crecieron allí, de ellos mismos siendo adolescentes ingenuos que no pensaban que sus tradiciones podían terminarse. La producción de alimentos a escala humana, que permite una relación con las plantas y los animales completamente antitética de la que propone el neoliberalismo industrial, y la noción de pertenencia a una herencia familiar que debía honrarse con la perpetuación de hábitos y costumbres han dado paso a la normalización del desarraigo y la ausencia. Los efectos del capitalismo global –otra que piqueta fatal del progreso– no solo transforman las realidades locales en nuestro sur del sur: también destruyen las formas de vida en esas pequeñas y antiguas poblaciones europeas que ya no pueden sostenerse.

¿Qué se pierde cuando se pierde un pueblo? ¿Qué se corta al vaciar los lugares de origen? Las causas de la desaparición son múltiples. Algunos han sido abandonados tras sufrir accidentes naturales, otros han sido víctimas de la contaminación o de la construcción de infraestructura (autopistas, represas) que ha destruido la geografía. El exilio hacia las ciudades se hace sentir, y el desarrollismo de la sociedad de consumo se lleva la juventud a otros lugares. Pero la película de Cano no se ocupa de estas cosas en términos informativos: nos deja sentirlas, ver sus consecuencias, pasar por el cuerpo lo que supone convivir con quienes aún sostienen la vida en el pueblo: Rita, Ghemma, Andreína. La cámara parece acariciar sus pieles, sonreír sus sonrisas, abandonarse al placer de dejarse guiar por sus movimientos. La ambigüedad desborda el lente. Esas mujeres aman esos espacios, pero están solas. Viven en continua conexión con el pasado y con la muerte –la escena de las tumbas y las flores o la de las cabras que se van, qué ternura tan grande–. Es evidente que jamás podrán abandonar sus casas, las huellas de su historia. A su vez, notamos que hay algo truncado, un nuevo ciclo que no podrá completarse, imágenes a las que, si no fuera por esta película, ya nadie podría volver. Pero, además, es lógico que en el estado en el que está el mundo esas formas de vida se terminen. Lo terrible es el choque de culturas entre ellas y nosotros, entre lo nuevo y lo viejo. Mirando esta película nos golpea aquello que deberíamos conservar pero no tenemos ni idea de cómo, porque supone un sacrificio inmenso, el abandono de nuestras propias subjetividades capitalistas, la ruptura de nuestra manera actual de definir la realidad.

A pesar de todo, Bosco tampoco se trata de una mera contemplación o sutil denuncia. La dimensión personal carga a la película de otros vectores de sentido y permite una conexión primaria con miles de personas que descienden de inmigrantes, de grandes viajes con orígenes lejanos. Pero la directora tampoco se centra estrictamente en sus vínculos de sangre, sino que utiliza su recorrido afectivo para darle al relato un carácter universal. La pérdida de la casa salteña de los abuelos funciona como analogía de todos esos espacios a los que estamos atados, porque allí se guardan remotas felicidades, aquellas que han moldeado a quienes amamos. Tal vez lo más impresionante es la manera en que los paisajes de Bosco vivían en la cabeza del abuelo: ¿eran sueños, añoranzas?, ¿fantasías, imaginaciones? ¿Qué es más poético –y carcelario– que lo que habita en nosotros y nos define sin que nos demos cuenta? En Bosco, como en todo relato de origen, hay una búsqueda de resignificación, la necesidad de montar los recuerdos desde quienes somos hoy, como se monta una película: seleccionar, combinar, embellecer, resaltar lo que necesitamos que se quede con nosotros, descartar lo que ya no nos sirve, esconder lo que debe mantenerse escondido.

La memoria es la manera de no permitir que el cerebro se sobrecaliente, dice una vieja canción de Liliana Felipe; de que no olvide los nombres propios, luego los comunes y mañana los demás. Con esta película Cano ha logrado ensayar una fábula sobre la memoria del mundo y, aun así, su mirada antisolemne le escapa a lo trascendente o, mejor dicho, logra la trascendencia a partir de las cosas pequeñas, de una silla giratoria, del sonido de un viejo molino, de la ramita de un árbol que se desliza por la tierra, de un canto, de una risa nerviosa. Su manera lúdica de entremezclar los tiempos nos trae una lectura presente que desafía la idea de utopía como horizonte, como futuro. ¿Y si hay ciertas prácticas fundamentales para la utopía que se han quedado en el pasado? ¿Qué relación hay hoy entre crear y recuperar? ¿Qué supone, para los feminismos, la evidencia de que son las mujeres las principales guardianas de estas memorias? Con sus varias capas de significados, Bosco trae más preguntas que respuestas y, a la vez, nos estimula todos los sentidos para dejarnos con ganas de agradecer la vida. No hay mucho más que se le pueda pedir a una obra de arte.

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