Cruces de poesía 68 - Semanario Brecha

Cruces de poesía 68

DE ADENTRO

SÍLEX. Que la contratapa de un libro la escriba Hugo Mujica, una de las voces más intensas de la poesía argentina actual, es una carta de presentación de doble filo. Por el lado bueno, asegura la atención sobre el contenido. Por el otro, el que puede cortar la mano descuidada, obliga al autor a merecer semejante anfitrión. Sacerdote, con años pasados en voto de silencio y con un presente que irradia un aura de estrella de rock retirada, Hugo Mujica construye un “texto presentación” que es, a su vez, un manifiesto. La palabra, en poesía, es un asunto tan serio que sólo existe cuando se la libera de la domesticación del decir sin decir. “Sílex dice algo de eso: de lo no dicho aún”, postula Mujica sobre el libro de Martín Cerisola que acaba de editar La Coqueta.
“Una escritura liberada de literatura”, pide Cerisola. Porque “las palabras son todas pequeñas ante la mirada de un animal”. El verbo es, entonces, “desenjaular”. En el primer segmento de sus 58 páginas se pregunta sobre la esencia del lenguaje y más que un arte poética construye una batería de interrogantes. Esa problematización es lo que plantea la poesía por detrás de los temas que aborda, en definitiva. Esa complejidad, esa conciencia de los límites de sus herramientas, y la pulsión por forzarlos, es lo que la distingue. Mucho más que el hecho superficial de ser un texto cortado en verso.
En Sílex Cerisola lleva esa voluntad al extremo más arriesgado: la despoja de un tema que la arrope. Es todo esqueleto descarnado.
Como el material que le da título, el poemario apunta a construir instrumentos –sus preguntas– para trabajar el lenguaje. Sacarle lascas. A veces chispas. Ser su punta de flecha. El intento se logra mejor en la primera parte, donde es más desnudo, que en la segunda, en la que esconde un poco las costuras. En la tercera parte ya unió los retazos que estaban separados en el comienzo y encontró, en su forma más articulada, un contenido más inteligible pero, tal vez, menos intenso. Como si lo más significativo –más que la pieza que estaba tallando– fueran las lascas que hizo saltar mientras esculpía.

DE AFUERA

LA ANSIEDAD DEL RUBÍ. A los 88 años Rafael Cadenas, venezolano, acaba de ganar el premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana.
Además de la voluntad de cuestionar el lenguaje, esencia de la poesía, Cadenas logra una reconstrucción armónica a partir de lo que se había dejado expuesto tras el golpe del cincel. Si se repasa su trabajo echando mano, por ejemplo, a la antología publicada por Visor en 1999, parece que esa madurez le hubiera sido dada desde siempre. Que no se trata de un estado alcanzado a fuerza de “madurar”.
“Que cada palabra lleve lo que dice”, pide Cadenas en 1977. “Quiero exactitudes aterradoras”, exige. Eso era en Intemperie. No es fácil. Lo sabe. Por eso en 1992, en Gestiones, reconoce, respecto de los poetas: “me asombra que sigan/ trabajando/ en la casa del idioma”.
Hijo de Rilke, Cadenas traza una genealogía destropicalizada. Se disculpa, en Una isla (1958), por haber cedido a la tentación existencialista (“Si el poema no nace, pero es real tu vida, eres su encarnación”). Luego por no ser parte de ese “pueblo de grandes comedores de serpientes, sensuales, vehementes, silenciosos y aptos para enloquecer de amor”. No es sólo geográfico el exilio de Cuadernos del destierro (1960). Es también el ostracismo que deriva de pertenecer a un linaje de derrumbes. Como la poesía toda, y en particular la poesía particular de la que proviene (la de la “isla” venezolana, como la sitúa Ana Nunho en el prólogo de Antología), Cadenas es “el envés del dado”.
Desde esa intemperie se abre paso con una obra que merecería haber tenido más atención que la tardía –y momentánea– que el Reina Sofía le acerca. Una constante interrogación de un “idioma desintegrado” que puede resumirse en su interrogante de Memorial. “¿Qué lengua traerá los tesoros sin tocarlos?” Paradoja de buscar la esencia de la palabra desbrozándola sin romperla. Lo intenta mientras acepta que el arte es oferta o vanidad y, así, se ofrece a sí mismo en el altar de esa esencialidad. A las “cosas huidizas” –dijo– “yo le entrego un estuche con un rubí ansioso”.

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