En 1987 los «problemas económicos» y «la delincuencia» eran las principales preocupaciones de los montevideanos, según una encuesta de opinión.1 En aquel entonces, fenómenos como la violencia o la pobreza extrema comenzaban a desentonar con la imagen de la sociedad hiperintegrada que el país atesoraba de sí mismo. La ministra de Educación y Cultura Adela Reta –algo así como una vieja medalla de la institucionalidad democrática– amenazaba con renunciar si avanzaban en el Parlamento tres proyectos que proponían bajar la edad de imputabilidad penal; una de las primeras ideas novedosas de la reapertura.
Un curioso «Informe provisional para extranjeros», escrito por Miguel Ángel Campodónico en el semanario Aquí,2 emulaba una guía turística destinada a quienes eligieran vacacionar en Uruguay aquel verano. El periodista advertía irónicamente que «aquí un enfermo que cae en un hospital» tiene que «luchar empecinadamente contra la enfermedad por su sola cuenta»; que los centros de atención psiquiátrica son «depósitos» donde se abandona a personas semidesnudas «entre paredes descascaradas y muros húmedos», y que, mientras contingentes de desalojados «se desplazan sigilosamente por las calles en busca de una construcción abandonada» para armar sus «tolderías», «allá atrás, extramuros, en la trastienda de la ciudad», tienen reservado su lugar todos aquellos que profesen el «sagrado derecho a vivir de lo que se obtiene de los tachos de basura».
El Consejo del Niño era un punto ciego en aquel Uruguay de la redemocratización. Hugo Alfaro –que acababa de fundar Brecha– se mostraba escandalizado, a sus 70 años, al ver cómo, por 40 pesos, los pibes del Consejo inhalaban pegamento «sin necesidad de esconderse».3 A lo sumo, en términos de visibilidad pública, la institución aportaba material para las secciones policiales de los diarios. En febrero de 1987, por ejemplo, un adolescente intentó matarse colgándose de una cucheta, en un lugar llamado Centro de Adolescentes Infractores. El establecimiento se había salido del control, a tal punto que –como registró el sobresaltado Alfaro– los internos «salen de noche, en bandas, seguramente drogados, y se dedican al pillaje y la depredación».
Pero ocurrió ese año un episodio trágico. A principios de agosto se desató un incendio en el Hogar Yaguarón, centro de reclusión femenino, y ocho adolescentes quedaron encerradas en la «sala de seguridad». Según el diario El País,4 el «siniestro» fue «provocado por las internas», que resultaron «víctimas de su propia trampa» al dar fuego a los colchones, no se sabe con qué propósito. En una nota sin firma se leía: «No se descarta la posibilidad de que algunas de las participantes en el lamentable episodio se encontraran bajo los efectos de alucinógenos». También se recordaba que, poco tiempo atrás, en el mismo lugar, varias chicas se habían lanzado al vacío por una baranda interna del edificio. Un funcionario del Consejo admitía: «Lamentablemente venimos muy rezagados en lo que es la solución alternativa a los problemas de la drogadicción, y está yendo mucho más rápido la realidad que las soluciones».
De las ocho, se salvaron cuatro. Algunas de las sobrevivientes dijeron luego que fueron víctimas de una encerrona. Una de ellas aseguró a Mate Amargo: «Nos empezamos a sofocar y nos caímos porque el humo nos ahogaba y nos desmayábamos. Afuera nos decían que nos calláramos la boca».5 Una de las fallecidas tenía 12 años. Su abuela contó al semanario Aquí6 que la niña ya había estado en varios hogares del Consejo, que había terminado en el Yaguarón porque «los de Orden Público» la encontraron en la calle y que cuando se desató el incendio estaba bajo los efectos de la medicación psiquiátrica. El entrevistador hacía un apunte lacónico: «En realidad las cuatro menores –como las que siguen vivas– murieron bastante antes para la sociedad».
Por esos días se conocieron detalles de un caso de torturas contra más de 20 niños en un centro del interior del país. Todo lo cual terminó con una interpelación a la ministra y un llamado a sala a los jerarcas del Consejo. El herrerista Héctor Martín Sturla, que ofició de miembro interpelante, arriesgaba: «Si tuviera que resumirlo en una frase, diría que el Consejo del Niño es una institución destinada a atender situaciones de abandono, que está ella misma en situación de abandono».
Juan Miguel Petit, hoy comisionado parlamentario para las cárceles, entonces era miembro del directorio del Consejo. Veinticinco años después, recuerda el episodio con congoja. «Fuimos al entierro, en el Cementerio del Norte. Había unos ataúdes chiquitos, blancos. A mí me marcó mucho la vida lo que pasó ahí», dice. La investigación no halló responsables, afirma, pese a que, «obviamente, en aquel momento se apuntaba a omisiones del directorio». Agrega: «Era 1987 y el Consejo estaba empezando a transformarse, pero todavía convivía con estructuras que venían de otra época. Por ejemplo, a las chiquilinas que eran víctimas de explotación sexual les aplicaban medidas de seguridad». Respecto al hecho concreto, puntualiza: «Era un cuarto con una puerta de hierro, porque ahí había chiquilinas que estaban justamente con medidas. Los demás cuartos tenían puertas de madera. Las muchachas prendieron fuego los colchones y la puerta estaba muy caliente. La espuma de los colchones saltaba para todos lados y hubo que llamar a los bomberos para abrir. Fue una cosa horripilante». Petit hace énfasis en que la dictadura había dejado a la institución en una situación lamentable.
En 1975 habían sido enviadas al Yaguarón ocho adolescentes pertenecientes a la Unión de la Juventud Comunista (UJC), que previamente fueron torturadas en el Batallón 10 de Infantería de Treinta y Tres. Este episodio es recuperado en detalle por el periodista Mauricio Almada en el libro Crónica de una infamia, publicado en 2015. Allí algunas protagonistas narraron el impacto que significó para ellas haber sido trasladadas a aquel lugar, junto con adolecentes marginales que nada tenían que ver con la militancia. A la vez, a las jóvenes comunistas les costó mucho que el partido denunciara aquel episodio con el mismo empeño con el que reclamaba por sus «presos emblemáticos». La memoria es un campo de disputa.
A diferencia de las chicas de la UJC, la única alusión conocida al incendio de 1987 consta en una sombría canción de Los Estómagos llamada «Cuatro brujas», incluida en el último disco de la banda, lanzado en 1988. «Lo tengo borroso…», responde hoy Gabriel Peluffo –autor de la letra– cuando se le consulta al respecto. El historiador italiano Enzo Traverso llama memoria fuerte al proceso mediante el cual una sociedad logra asegurar el recuerdo de episodios trágicos de su historia. Y llama memoria débil, en cambio, a episodios que no consiguen ese nivel de visibilización. Lo del incendio no es más que un ejemplo en este sentido.
Hoy se sabe que entre 1968 y 1985 hubo más de 100 menores de edad recluidos en el Consejo del Niño por motivos políticos. En un encomiable acto de reparación, este año la Comisión Nacional Honoraria de Sitios de Memoria incluyó al ex Hogar Yaguarón en la nómina de los espacios que recuerdan el oscuro legado de la dictadura. Nadie hubiera prestado atención a ese lugar si no fuera porque un grupo de ex-presos lograron hacerlo objeto de tematización política. Este sábado el viejo edificio de la calle Yaguarón 1617 será señalizado como un «centro de detención de adolescentes mujeres durante el terrorismo de Estado». Una ocasión para tener presente el resto de la historia.
1. Búsqueda, 20-VIII-87.
2. Aquí, 29-XII-87.
3. Brecha, 14-VIII-87.
4. El País, 4-VIII-87.
5. Mate Amargo, agosto de 1987.
6. Aquí, 27-X-87.