Cuatro problemas y una solución - Semanario Brecha
Pensar el futuro en medio de los desastres

Cuatro problemas y una solución

Una estela sigue al cohete SpaceX Falcon 9, que lleva a cuatro ciudadanos en un viaje privado al espacio. AFP, GETTY IMAGES, JOE READLE

Repasemos cuatro noticias de los últimos días: 1) un neonazi intentó matar a la vicepresidenta de Argentina, Cristina Fernández; 2) unas enormes inundaciones cubrieron de agua el 30 por ciento del territorio de Pakistán, las cuales mataron a más de 1.000 personas y arruinaron cientos de miles de hectáreas de cultivos; 3) se están dando los toques finales para que pueda salir a navegar el nuevo megayate de Jeff Bezos, que con 127 metros será el más grande del mundo; 4) un 62 por ciento del electorado chileno rechazó el proyecto de una nueva Constitución.

Vemos ahora lo que hay por debajo de estos cuatro hechos aparentemente inconexos: 1) una red de fascistas armados pulula, consumiendo deseos de violencia y exterminio, atizada por una estructura muy bien financiada y con abundantes vínculos con grandes medios de comunicación, aparatos de seguridad estatales y organizaciones político-intelectuales neoliberales; 2) el cambio climático ya no es algo que puede suceder en el futuro, sino que las energías desbocadas por la quema de combustibles fósiles ya desestabilizaron la atmósfera y los ciclos del agua, los hielos y las corrientes, y debemos esperar cada vez más eventos violentos y difíciles de contener; 3) los ultrarricos son cada vez más poderosos por su creciente dominio de los aparatos productivos, las redes logísticas, la fuerza de trabajo, y se dan todos los gustos, despilfarrando recursos que deberíamos estar usando de formas más racionales; 4) no existen en casi ningún lado mayorías populares dispuestas a embarcarse en proyectos de transformación que lleven hacia más derechos, más capacidades políticas, mayores controles al capital y mayores proyecciones al medioambiente.

Estas cuatro noticias tienen por lo menos una cosa en común: nos dicen que las cosas no están bien. Pero también tienen otra: que son reversibles con acción colectiva.

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La guerra civil es una posibilidad real en cada vez más lugares. También la guerra mundial. La inflación, el hambre, la peste, las crisis de deuda y energética, los problemas de las cadenas logísticas están instalados más o menos en todas partes. La normalidad no va a volver. Vivir la decadencia de un orden imperial no va a ser una experiencia agradable.

Un sistema sin futuro, que sabe que va hacia la descomposición social y el desastre ambiental, y que no tiene ni quiere crear las herramientas políticas para impedirlos, produce síntomas aberrantes. El fascismo, con su irracionalidad y su odio desbocado, es un estertor del capitalismo global. Las milicias fascistas, que en los años setenta hicieron el trabajo sucio de perseguir a las izquierdas para que fuera posible instalar la globalización neoliberal, fueron discretamente desplazadas entre los ochenta y los noventa, cuando la tarea estaba hecha. Pero hoy, cuando el liberalismo se muestra impotente, reaparecen para intentar poner orden.

La reacción que vivimos no se debe a la impotencia de las izquierdas y los movimientos populares. Al contrario. Los populismos y los progresismos latinoamericanos, la explosión feminista y antirracista, la aparición del ecologismo, el renacimiento del socialismo en el Norte, los estallidos sociales, el ascenso de Asia y las nuevas formas de pensar y de vivir aterrorizaron a las elites globales. Desde el principio, estas intentaron todo: cooptar, manipular, boicotear. Pero en algún momento de mediados de la década de 2010 la cosa se puso espesa. Todos los que vivimos ese período podemos recordar la sensación de que en un momento el clima cambió. Los simulacros mediáticos, la violencia política y los quiebres institucionales se hicieron más crudos y más frecuentes. Era el efecto de las acciones de un aparato político-militar-intelectual-mediático diseñado para inhibir y descarrilar nuestra potencia colectiva. La mayor tragedia en esto es que las victorias pírricas de la reacción, al descarrilar esa potencia, amenazan con destruir la única fuerza que realmente podría resolver las crisis en las que estamos. De todos modos, no podemos negar que si estamos donde estamos es porque lo que sea que estuvimos haciendo no funcionó. Produjimos suficiente potencia para generar una reacción, pero no tanta como para derrotarla.

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Pero la tarea no es derrotar a la reacción. Esta solamente importa en la medida en que es un obstáculo para llevar adelante las verdaderas tareas. No hay que prestarle más que la mínima atención para esquivar sus golpes mientras construimos el mundo nuevo. Necesitamos conocerla, en todo caso, para estar prevenidos cuando la derrota, la desilusión y la misantropía nos ponen en riesgo de plegarnos a sus filas. El problema mayor es lo que hay de derecha dentro de nosotros, en nuestros movimientos y nuestros pueblos, y la frustrante tendencia a que las izquierdas se dividan entre las que se subordinan al liberalismo y las que lo hacen al nacionalismo conservador, los dos caminos sin salida de esta época.

La más elemental conciencia política empieza con la comprensión de que la acción colectiva de los seres humanos define el rumbo que tomen las situaciones. Y que eso comprende a todos, incluidos quien escribe y quien lee este texto. El pequeño detalle es que no sabemos qué tipo de acción colectiva, en qué escalas, con qué estrategias, bajo qué ideas. O si sabemos, está manifiesto que todavía no hemos encontrado la forma de hacerlo de manera suficientemente eficaz.

Resolver los problemas colectivos implica ciertas transformaciones individuales. La creación de ciertas disposiciones mentales y emocionales. Cierta mezcla entre generosidad, imaginación, realismo, disciplina, agresividad, paciencia. Cierta capacidad de no ilusionarse, pero sin dejar de desear. De tomarse el tiempo para entender por qué los demás hacen lo que hacen, con sus necesidades, sus miedos, sus ambivalencias. De no sentirse culpables, pero tampoco dejar de interrogar las razones por las que no hacemos lo que tendríamos que (o querríamos) hacer. De no tener miedo ni subestimar los peligros. De dejarse permear por el dolor, pero sin abrumarse. Si el problema es que no sabemos qué queremos ni cómo lograrlo, lo que tenemos que hacer es pensarlo. En detalle. Hasta resolverlo. Con otros. Intentando saber lo que piensan y han pensado en otros tiempos y lugares. Y también acá cerca. Porque por ahí siempre se empieza.

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Va a haber idas y vueltas, y momentos en los que parece que no pasa nada. Y tragedias. Porque lo normal es que las cosas salgan mal. Crear una buena vida para la humanidad no es una tarea fácil, y estamos en eso hace mucho. Pero la desesperanza tampoco es totalmente realista. Los procesos no son lineales. Pequeños grupos pueden encontrarse de repente en posiciones de vanguardia. Ideas hasta entonces marginales pueden hacer una chispa con una situación nueva. Oportunidades únicas pueden aparecer. Porque cuando las cosas pasan, pasan rápido. Pero porque antes hubo procesos largos y difíciles de percibir.

La cuestión ambiental da urgencia a estos problemas. Pero además de generar apuro y angustia (que no solucionan ningún problema), esa urgencia tiene un efecto definitorio: ubica al principio de realidad del lado del anticapitalismo y del socialismo. Cualquier observador honesto entiende que el capitalismo lleva a la autodestrucción colectiva. Quebrar el poder de la industria petrolera y de la clase capitalista global, y desmantelar la institucionalidad neoliberal son precondiciones para que haya un futuro mínimamente vivible.

La escala y la magnitud del poder colectivo necesario para resolver la cuestión ambiental y las crisis económico-sociales que nos amenazan es tal que eso solo puede hacerse de forma socialista. Las capacidades para resolver estos problemas existen, no es cierto que estemos ante problemas que la humanidad no puede enfrentar. Solo tiene que encontrar la forma de entenderlos, de entenderse a sí misma, y como parte de una biósfera. De orientar sus pensamientos y sus fuerzas. Produciendo deseos de transformación radical, no guiados por romanticismos aventureros, sino por elemental responsabilidad y pragmatismo. Porque es necesario, deseable y posible.

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