Cuentos de tortura, silencio y miedo - Semanario Brecha

Cuentos de tortura, silencio y miedo

Ahora que el discurso oficial arremete contra la violación de los derechos humanos durante el régimen cívico-militar, parece necesario recordar que para una porción de la sociedad, en este caso niños que viven en un hogar del INAU, la dictadura sigue siendo un hecho cotidiano.

Hogar Desafíos del Inau. Foto: Eliana Gilet

El chiquilín llegó al hogar Desafíos, del inau, en una madrugada de enero. Venía del interior del país, enviado por el juez y acompañado por su padre y un funcionario del instituto. Unos meses después salió en libertad y volvió a sus pagos, a vivir con sus abuelos en el campo. Él, que era bastante “indomable”, a veces de tarde, después de trabajar en la chacra, estaba triste. Y empezó a contar lo que había vivido. Indignado, su abuelo decidió denunciar los hechos ante el director del Instituto Técnico de Rehabilitación Juvenil (Interj), Carlos Uriarte, en una carta fechada el 1 de julio de este año.

El miedo ha reclamado que se borren nombres y algunos detalles. Pero la denuncia –cuya versión completa obra en poder de Brecha– da cuenta de una realidad de pesadilla. Lo que sigue es parte del relato escrito por el abuelo. Apenas lo recibieron “es alertado de no quedar con muchas pertenencias por posibles robos. Cuando se retira mi hijo, un funcionario cuyo apodo es P, a quien acompaña una mujer de nombre G, comienza a probarse la ropa de mi nieto”. Luego el joven es ubicado en una celda sin puerta, con otros dos adolescentes. Al día siguiente “le anuncian que debe ir a Dirección porque el director quería hablar con él. En la entrevista, palabras más o menos, el director le dice que ‘él no había sido pedido por el centro y que por lo tanto no se hiciera el vivo porque si complicaba le iban a pegar’”.

Advertido, lo trasladan “a la celda 8 que tiene tranca y sin luz en la noche. Allí si necesitaba ir al baño lo hacía dependiendo de la voluntad del funcionario, quedando muchas veces sin poder hacer las necesidades porque no le abrían la puerta”. Casi un mes después, por su buen comportamiento lo pasan al módulo C donde “están sin funcionarios toda la noche”, pero si “alguien se portaba mal, venía el cuidador de la puerta de la noche, apodado J, con una cachiporra de goma y los esposaba, los colgaba al portón o a las ventanas toda la noche, les daba baldazos de agua y los golpeaba en los dedos de los pies, las rodillas, codos y a veces en la cabeza, todo esto con otro funcionario que tenía una cachiporra de madera cuyo nombre es RP. Este último fue visto muchas veces con armas que exhibía entre los adolescentes allí recluidos. Los descolgaban al llegar el turno de la mañana”.

La denuncia consigna que en una ocasión “dejan de plantón toda la noche a un muchacho, de nombre L, que era desnutrido (tomaba pastillas por esa condición), quien hace una crisis, se descompensa y (los otros chiquilines) deciden plantearle la situación al director luego de hablarlo con la enfermera. El director no los escucha, los corre y amenaza. A esto debo agregarle que a la semana de su llegada (mi nieto) es entrevistado por la psiquiatra del centro y se lo obliga a tomar un medicamento para ‘que aguante’”.

Es la denuncia más reciente realizada sobre este hogar que funciona en un viejo edificio ubicado en la calle Chimborazo, con puertas de metal y rejas, adonde llegan de todo el país varones de entre 12 y 15 años, derivados judicialmente por infringir la ley. Pero no es la primera y quizás tampoco sea la última. A fines del año pasado colectivos barriales del Cerrito y el colectivo Rompesilencios denunciaron que los internos del hogar Desafíos eran sometidos continuamente a maltrato físico y psicológico. Aseguraban que algunos funcionarios golpeaban a los niños con “varas de mimbre, caños de pvc y toallas mojadas” y que los encerraban en calabozos. Advertían que “se vive un clima de tensión permanente” y que muchas veces algunos de los gurises eran “utilizados para castigar a otros” o “los incitan a lastimar a quienes tienen problemas con algún funcionario”.

Incluso decían que era habitual el suministro masivo e indiscriminado de medicación psiquiátrica como estrategia de control. Además de que “la dinámica cotidiana presenta un formato carcelario”, los tiempos de privación de libertad son “inciertos”, los niños no tienen prácticamente acceso a abogados defensores y desconocen en general el proceso de su causa.

En aquel entonces los funcionarios del hogar consultados por la prensa negaron todas las denuncias sobre malos tratos y alegaron que la medicación se entregaba por orden médica sólo a quien lo necesitara. Por su parte el presidente del inau, Víctor Giorgi, aseguró que inmediatamente se inició una investigación. Desde el gremio de funcionarios del inau dijeron desconocer tanto la denuncia como el comienzo de una investigación. Aquella indagatoria no arrojó resultados y todo siguió igual.

A la luz de esa nueva queja, Giorgi confirmó a Brecha la existencia “de por lo menos tres denuncias”, y aseguró que se han iniciado investigaciones y peritajes, “pero que aún no se han establecido responsabilidades, ni siquiera la comprobación de los hechos denunciados”. Por otra parte, fuentes del instituto vinculadas a la investigación aseguraron que “existen indicios” que confirman las denuncias, pero que a la hora de poner en negro sobre blanco las irregularidades, se cierra un cerco de silencio, tanto entre los funcionarios como con los internos, que impide la conclusión de las investigaciones. “A la hora de concretar, nadie vio ni sabe nada”, dijeron. De todas formas los funcionarios implicados no han sido trasladados a otros centros, ni separados de sus cargos preventivamente. Siguen en el mismo hogar, trabajando con chiquilines como si tal cosa.

EL LENGUAJE DEL GOLPE. Según pudo saber Brecha, consultando a educadores de distintas ong y a estudiantes que hicieron prácticas en el hogar en cuestión, toda la estructura del centro presenta un deterioro importante: faltan vidrios en las ventanas, hay humedad, cuartos sin luz eléctrica, filtraciones en las paredes y las condiciones higiénicas son deplorables. “No es éste un lugar pensado para desarrollar una propuesta educativa”, aseguran.

Pero lo que más les llamaba la atención, “lo que más te impacta es que los adultos están, pero es como si no existieran. Hay gurises que son violados por otros, que les pegan hasta sangrar, y no hacen nada. Funcionan abiertamente los famosos ‘cinco minutos’ (una suerte de permiso para retar a otro a pelear sin que intervenga nadie). Es una regla no escrita. Puerta cerrada y que se manejen; los funcionarios no se meten. Veías gurises que estaban siendo reventados por otros y le decías al funcionario que reaccionara para separar y nos decían ‘no te metas, dejalos que se den’”, dice una estudiante que también prefiere mantener su nombre en reserva.

Ella cuenta: “éramos testigos del maltrato verbal moderado, pero de a poco se fueron soltando”. Y al tiempo ya no se cuidaban. Muchas veces les pegan a los gurises delante de ellas: “Exhibían cachiporras, o amenazaban con que tenían palos con clavos. Todo el tiempo los están golpeando e insultando. No tienen nombre, son pichis, estúpidos, enfermos, y piña para acá, patada para allá. A veces los gurises dicen ‘otra vez me vas a pegar’”.

Una vez, cuenta, en el Módulo C iban a hacer una lectura colectiva con los chiquilines y la manera de convocarlos que tenía un funcionario era obligarlos a participar pegándoles con un cable. “Al final no la hicimos, porque le dijimos que así no era. Y argumentaba que ahí había que tener esa mano, que los nuevos educadores que entraron por concurso no tienen mano dura y que hace falta más represión, que quieren hacer todo por medio de la palabra y que estos gurises no entienden y hay que darles. Ése era el discurso todo el tiempo”, asegura.

Por lo que cuentan, “no es uno o dos funcionarios, son varios personajes de ese tipo, hombres y mujeres. En el gimnasio, cuando no acatan alguna orden les pegan en la cabeza o les dan patadas en el suelo”.

Una de las educadoras sociales que estuvo trabajando para una ong con menores internados allí, relata que una vez “hubo una especie de motín y los gurises apretaron a un compañero, no lo lastimaron pero estuvo tres días sin ir a trabajar. Después que se reintegró, los otros funcionarios le dijeron que llevara a los gurises al gimnasio, que ahí las cosas se arreglaban así. Renunció. El disidente del sistema renuncia. Y el que denuncia sabe que también se tiene que ir, porque hay todo un sistema muy sutil de manejo de los chiquilines para que hagan el trabajo sucio. Por ejemplo, el funcionario dice: hoy se pasan toda la tarde sin fumar. Los chiquilines preguntan por qué y el funcionario dice que es culpa de un compañero de ellos que hizo tal o cual cosa o que no quiere obedecer. Al rato están todos los gurises apretando al desobediente. No se precisa decir más nada. Por eso es que vos sentís que pasan cosas, ves a veces los resultados, pero en realidad no podés probar nada”, explica con impotencia. Otro testimonio cuenta: “un gurí tenía la pierna marcada y le preguntamos qué le había pasado. Dijo que era la vara de mimbre. Y el coordinador anda todo el día con la vara. No lo vimos pegarle, pero era obvio”.

CÓDIGOS, VÍNCULOS Y PELUQUERÍA. Después del atardecer la cosa se pone más densa, entra la melancolía, la depresión. Pintan altercados. “A una compañera, un gurí le dijo cualquier ordinariez, la atomizó y ella se fue llorando. Un funcionario se jactaba de que después del episodio ‘le dio hasta dejarlo llorando’ al chiquilín. Me lo contó él, orgulloso de su accionar”.

Los internados están acostumbrados a recibir golpes y la mayoría no se queja. Cuenta otra estudiante que una vez un adolescente decía que no quería que le pegaran más y otro le reprochaba: “Dejalos que te peguen, no seas botón, si no te duele, ¿sos mariquita?”. Está como mal visto, entre ellos, el reclamo de que no les peguen.

Una de las estudiantes tuvo un problema con uno de los internos, que le faltó el respeto. Intentó solucionar el tema conversando y cuenta: “uno de los coordinadores me encerró en un cuarto y me dijo que toda palabra había que acompañarla con un golpe, ‘reventalos, zamarrealos, mirá que en mi turno está todo bien, les podés pegar, no pasa nada’. Nosotros no entendíamos, era como si los gurises fueran propiedad de ellos”.

Otra coordinadora de turno les dijo, luego de que el grupo de estudiantes solicitara su intervención porque estaban “reventando a un gurí”, que él la complicaba “porque no respondía a los golpes como todos los demás”. Cuentan que algunos gurises recurrían al adulto y les respondía que no los iba a defender, que se manejaran.

Según una de las estudiantes, los internados “están acostumbrados y responden a esa lógica. Es muy difícil plantarte desde otro lugar. A nosotros al principio nos costó. Les preguntábamos si los teníamos que tratar horrible para que nos respetaran, ¿me tenés que tener miedo? Con algunos lográbamos otro vínculo”, dice.

Los gurises adquieren códigos carcelarios, formados en la institución: si no peleás sos el gil, los “pesados” tienen otro lugar. “Si un chiquilín pide ayuda a un funcionario, el lugar que le espera es muy jodido. O te acostumbrás y aprendés los códigos o la vas a pasar muy mal. A los que no se defienden, son más débiles o vienen del Interior, los ves que están hechos pelota”, explican.

Por lo que relatan los testimonios, hay un manejo muy perverso de esos códigos, y algunos internos son más “cuidados” que otros. “Al que se atreve a decir que no le pueden pegar porque los va a denunciar, es peor, y le dan la bienvenida al adentro, lo invitan a olvidarse del exterior, bienvenido a la arbitrariedad. Un día el funcionario a cargo decide que se tienen que quedar todos después de comer sentados en la mesa y sin tele. Porque yo digo. Porque se me ocurrió.”

Cuentan las estudiantes: “Una vez una funcionaria se ofreció a cortarles el pelo a los chiquilines. De onda. Les preguntaba ¿cómo querés que te lo corte? Y los chiquilines le decían: rapame acá en los costados, dejame el jopo, y así. Pero apenas elegían, les hacía todo lo contrario. Al que pidió el jopo, fue lo primero que le rapó. Les cortó a todos igualito. Los peló. Y se reía. Como diciendo mirá cómo los jodí”.

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Pastillas

Además de las denuncias por malos tratos, existen algunas situaciones metodoló­ gicamente inconcebibles, como la utilización arbitraria de psicofármacos. “Cuando llegamos nos dijeron que eran pocos los medicados, y en realidad los medican a casi todos”, recuerda una de las estudiantes. Cuenta que los gurises se quedaban dormidos en el piso y no se podían levantar, que no los podían despertar y que después quedan como en otro mundo y no pueden ni hablar. “Hay gurises que se caen literalmente arriba de la mesa de la cantidad de medicación que toman. Andan mutando, engordan, no pueden hablar y los diagnósticos parecen calcados, todos iguales”, dice la educadora. En ese sentido, a pesar de que la responsabilidad de la medicación es atribuida al técnico correspondiente, “algunas veces los gurises les piden a los funcionarios que los mediquen porque están nerviosos, y otras les dan pastillas cuando se les ocurre, a voluntad”.

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Director por tres*

1) “Una vez le planteamos al director qué pasaba con el uso de preservativos y él nos contestó que ahí no tenían relaciones sexuales, que eran todos varones. Pero era obvio, te lo contaban los gurises y los funcionarios también lo saben, que a veces mediante la fuerza y a veces con consentimiento, existe sexo entre los internos. A los que están amenazados de que los van a violar, los encierran en una celda toda la noche, una especie de cucha de aislamiento, que le llaman ‘la pieza para pensar’.

2) “El director se jactaba de que había sacado las rejas, que era un sistema semiabierto, pero si lo analizás, las rejas fueron sustituidas por la medicación, los golpes, el miedo y la imposibilidad de circular dentro del hogar. Pasan el día entero en un cuarto multiuso donde duermen arrollados en el piso, tienen los talleres ahí, comen ahí, se cagan a piñas ahí.”

3) “El director siempre aparece como que no tiene nada que ver. Una vez dijeron que un gurí le había robado a un funcionario. El director fue a hablar, con un discurso de no violencia, de resolver el tema conversando y terminó agarrando al gurí del cuello violentamente y amenazándolo con que lo iba a cagar a patadas. Era una demencia el divorcio entre lo que decía y lo que hacía.”

* Los testimonios corresponden a estudiantes que hicieron su práctica en el hogar y que prefieren mantener sus nombres en el anonimato.

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Con cierto orgullo

Hay un funcionario que cumple doble función en el hogar: en un turno trabaja de educador y en otro de policía. Según dijo Giorgi a Brecha, esa situación responde a que tiene un pase en comisión desde Jefatura y además le otorgan turnos de 222. Según las autoridades del inau, si existe una irregularidad, en todo caso corresponde a la Jefatura de Policía. Lo que no se entiende es por qué en el inau no le asignan al policía, cuando ejerce como tal, otro lugar de trabajo. Según supo este semanario, a esta persona se le inició una investigación por maltrato tras una denuncia que quedó perdida en el silencio. Cuentan las estudiantes que a ese mismo funcionario una vez lo patotearon entre varios gurises y le dieron una paliza. “Después él agarró a uno de ellos. Nosotros no vimos cuándo le pegó, pero al llegar al otro día estaba encerrado y todo lastimado. Le preguntamos qué le había pasado y el gurí nos contó: ‘Me partió un banco de madera en la espalda, me pegó en el estómago y me está matando con la comida’. Le preguntamos al funcionario y nos confirmó todo lo que había hecho. Eso nos llamaba más la atención, te lo decían como con cierto orgullo.”

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