Las personas en situación de calle (eufemismos aparte, los pobres que no tienen un lugar para vivir, así que lo hacen en la calle, a la vista de todos) han sido últimamente un frecuente objeto de cobertura mediática y debate público. El tema se instaló hace por lo menos un año, cuando se supo que en la Facultad de Ciencias Sociales paraban muchas personas que vivían en la calle, y que su presencia había ocasionado varias situaciones de acoso y violencia. El caso le interesó especialmente a El País, que aprovechó para dedicar varios editoriales a argumentar que en Sociales no había sentido del orden ni de la autoridad, que la corrección política no reconocía que había que expulsar a los indigentes, y que este caos no era raro en un foco de marxismo ortodoxo. El asunto se retomó en mayo de este año, cuando el Mides dio a conocer los resultados de un censo en el que se confirmó con números lo que cualquier montevideano puede comprobar en una ida al almacén: hay mucha más gente viviendo en la calle. Y ahora el problema retorna, como cada invierno, porque esos cuerpos a la intemperie son carne de hipotermia y, por tanto, de noticias.
Los noticieros funcionan mediante una lógica cíclica, estacionaria, repetitiva, que surge de la forma rutinaria en que la vida en sociedad organiza los tiempos de las personas, y a la vez la refuerza. En cada época del año se reeditan los temas y problemas de la misma época del año anterior. En ese ciclo repetido, las producciones echan mano a cualquier enfoque o énfasis original que permita transformar en novedosos hechos que de nuevos no tienen nada. Ya lo decía Adorno: la lógica mediática es siempre la producción de la novedad, nunca de lo nuevo.
Así, en enero vemos las coberturas de los embotellamientos en la Interbalnearia, en marzo los centros educativos que todavía no empezaron las clases por edificios en mal estado o conflictos docentes, en primavera los móviles en vivo con la gente haciendo ejercicio en los parques, en diciembre Navidad y los accidentes con los fuegos artificiales. Y ahora, en invierno, el azote del frío, las temperaturas bajo cero, las actualizaciones del estado del tiempo, las alertas meteorológicas y los cuidados necesarios, las pequeñas historias de vecinos anónimos que ofrecen bebida caliente gratis, y las muertes por hipotermia.
Persiguiendo la zanahoria de la novedad, los informativos están dispuestos a cualquier cosa. Hacer el ridículo o bordear el cinismo hasta ejercerlo sin vergüenza están plenamente justificados; desde poner a un movilero a las siete de la mañana a cubrir el frío en la rambla y comentar los abrigos de la gente, hasta hacer salidas nocturnas para entrevistar a hombres que duermen en la calle y preguntarles por los métodos que usan para que el frío no los mate. Cómo hacen para soportar “el desafío de pasar la noche a la intemperie”.
Convertir la miseria humana en un deporte extremo o un acto heroico es la forma más miserable de concebir y mostrar la pobreza, pero la operación es un poco más compleja. Porque al final ese hombre curtido, sucio, que responde con monosílabos la curiosidad morbosa del periodista, es presentado como una víctima. Nunca como una consecuencia de la desigualdad estructural, nunca como un cuerpo sobrante de la carrera del desarrollo y la adaptación a los cambios, sino como víctima de decisiones equivocadas y malos hábitos. Pobre tipo, qué le habrá pasado, mirá dónde terminó.
La presentación de una historia de vida que termina mal no es otra cosa que la responsabilización individual por su situación. No es que está así porque quiere, pero casi: lo está porque no supo cómo no estarlo. Aparecen como fallas individuales de un sistema que funciona bien, rezagados que van quedando tirados en la vereda, cuando son los desechos necesarios del funcionamiento del capitalismo, los mismos que ha producido en sus cuatrocientos años de historia. Para que la aberración de la pobreza en un mundo de abundancia no nos explote en la cara, necesitamos de algunas excusas que nos exculpen: que no tuvieron la capacidad o no se esforzaron lo suficiente, que algunos son una amenaza y no pueden andar sueltos, y que otros, por suerte, mal que bien, se las ingenian. Aunque sea para no morirse de frío.
Pero la gente que vive en la calle (los indi-gentes) no es el prototipo de la “pobreza digna”, ese oxímoron cínico. Están a mitad de camino entre los que no molestan, los que aceptan su condición y laburan 14 horas para sobrevivir, y los delincuentes que salen a robar y a matar. El problema con las personas de la calle es que exponen su miseria a la vista de todos. Tienen el tupé de instalarse en cualquier esquina, de heder a mugre y a meo, de gritarte su locura en la cara. Su presencia interrumpe la canción alegre de la ciudad. Y como la solución suele ser no mirarlos y seguir adelante, y que el Estado los saque de ahí con informes médicos u órdenes judiciales, a veces parece que la preocupación no pasa tanto por cuidar de sus vidas, sino por no enfrentarse a la incomodidad que genera su presencia, que no es otra cosa que la conciencia de que las desigualdades causadas por el capitalismo son humanamente intolerables.