No es la primera vez que Danilo Rolando (San José, 1944) expone en forma individual en el museo de su ciudad natal.1 De hecho, es la tercera vez: anteriores muestras son las de mayo de 2014 y la de julio de 2017, donde exhibía, además de pintura, grabados. Esta inusual justicia plástica –que un pintor exhiba en su museo natal debería extenderse como práctica frecuente– ha permitido observar un proceso de trabajo y consolidación de procedimientos. No conviene hablar de evolución en materia de pintura, pues cada nueva etapa, cada nuevo paso, incluso, es el inicio de otra serie de opciones para bien y para mal… A diferencia del conocimiento tecnológico y científico, que se apoya linealmente en sus conquistas previas, en el campo del arte los hallazgos y los aciertos pueden dar lugar a futuros yerros, y viceversa, los errores y los deslices de la forma –tan necesarios para el aprendizaje– dan lugar a nuevos aciertos y descubrimientos. La dialéctica del arte es complicada, arborescente y, tal vez por ello, maravillosa. Claro que se aprende, al cabo. Claro que se entiende cada vez mejor el medio expresivo, pero eso no es garantía de éxito.
Lo que se advierte en el desarrollo creativo de Rolando, médico psiquiatra de profesión, alumno de Álvaro Amengual, es una seguridad progresiva en el empleo de sus herramientas plásticas, en el tratamiento de la materia, en el manejo del empastado y la espátula, en la creación de atmósferas y veladuras. Al mismo tiempo, continúa en el devaneo temático, sirviéndose de los géneros figurativos tradicionales –desnudos, retratos, paisajes– y buscando también incursionar en la abstracción. Esta dualidad de figuración y abstracción, a priori falsamente opuesta, obliga al artista a elegir el título neutro de Texturas, que no se define por un tema y se enfoca, en todo caso, en el resultado material común a sus trabajos. Ahora bien, es precisamente la sobria construcción de la imagen figurativa –rostros, edificios, cuerpos– y la manera envolvente de sugerirlos, es decir, la insinuación de una atmósfera, lo que mejor define esta obra, y no tanto las texturas resultantes. Los retratos de Sigmund Freud y Pedro Figari de 2017, que guardan cierto parecido también en la vida “real” –o, al menos, en las icónicas fotografías con las que los recordamos–, dan cuenta de una carga expresiva de gran reciedumbre, un poco a la manera de Francis Bacon, pero sin la deformación extrema a la que el pintor anglo‑irlandés sometía a sus retratados. Es decir, un espatulado que oculta ciertas facciones y un control cromático muy ajustado que conduce la mirada del observador a ciertos planos y sectores de la pintura para “construir” mejor la imagen.
Rolando es un pintor reflexivo, que modela sus figuras, no es instantaneísta, no se precipita sobre el motivo. La naturaleza muerta de 2017 es una pintura casi abstracta –apenas se adivinan una jarra y unos cacharros–, pero cuya factura sintética nos proporciona una sensación de espacialidad tangible: la composición se divide en dos mediante un imaginario eje axial y a ambos lados se sugieren movimientos, brillos en paralelo, oscuridades de fondo. En “Ciudades en guerra”, de 2018, así como en otros paisajes edilicios, las arquitecturas son esbozadas en una atmósfera envolvente y densa. Las obras abstractas parecen más simples, más chatas, se elimina la sensación de profundidad, y la luz atmosférica en torno a los cuerpos desaparece para trabajarse más en las texturas y los contrastes de color. El legado informalista se hace presente en estas obras abstractas como una vaga ensoñación, como esas neblinas que por momentos ocultan las formas, pero que de pronto se desvanecen y enseñan la realidad bajo una nueva luz.
1. Texturas, Museo de San José de Mayo, Dr Becerro de Bengoa 493.