La muerte es obra del egoísmo y el egoísmo es hijo de la muerte. El hombre la inventó, la adora, y le paga pingües tributos, los más onerosos, lo mejor de sí, día a día, minuto a minuto. Es su dios. El único en el que realmente cree sin la más mínima duda.
Así se creyó y se cree vivir muriendo una vida suicidada.
Solamente los niños son libres: no le rinden ninguna pleitesía. Sólo ellos son sabios. No creen en ella. Su único dios es la vida.
Los adultos creen en la muerte y juegan a la vida. Los niños creen en la vida y juegan a la muerte: todos los cowboys de mi barrio resucitábamos.
La peor idea del invento, su aspecto más diabólico, es la locura de lo irreparable. La peor muerte es esa.
El mal es ella. El otro “mal” es el error.
El único infierno es la comprensión cabal de la culpa. ¡Y ...
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