El verano es un bosque. Nos encontramos frente a él sin saber cómo atravesarlo ni qué nos depararán sus luces y sus sombras. ¿Alguien nos ayudará, como en los cuentos de hadas? ¿Qué duende, qué bruja, qué pájaro?
El verano es así. Nos pone a la intemperie. Nos desnuda. Los proyectos se deshacen como castillos de arena. Pintar la casa, ordenar la biblioteca quedan para liquidaciones de otoño o primavera. En el verano acontecen otras cosas. Es la época misteriosa del año.
Sentir que es un bosque empezó, como todo, en la infancia.
Punta Ballena era un bosque.
Era felizmente el mar también. Muy el mar. Pero en la playa estábamos acompañados.
El bosque fue el primer lugar por donde caminé sola, sin rumbo y sin que importara no tenerlo, escuchando ruiditos, zumbidos, la estampida de una liebre. ¿Convenía saltar un charco o ir más allá hasta aquel tronco caído y caminar sobre él para pasarlo? El sol caía desde las ramas altas y desparramaba manchas de luz en las pinochas. Lugar intrincado, tranquilo. Y tan libre.
A mis 9 años yo no sabía que era miope. Pensaba que el mundo era así. Como un cuadro impresionista.
Pero aun así, difuso, el bosque me parecía más confiable y más fácil que mi barrio.
No había casas allí a principios de los años sesenta. No había nadie. Había una especie de misterio amigable, que en vez de dar miedo daba confianza.
Supuse en aquel tiempo que Lussich sería un leñador o un ogro. ¿De quién, si no, podría ser un bosque? Supe después que había sido poeta. Según China Zorrilla, regalaba a sus amigos puestas de sol desde la Ballena. Según Borges, regalaba versos (primeros de la poesía gauchesca) que impulsaron a Hernández a componer los propios. El visionario y magnífico ogro Lussich, como un personaje mitológico, cumplió un destino. Y ayudó a otros a cumplir el suyo.
Función trasnoche
No siempre hay sueños de noches de verano, con amores equívocos, con duendes, hadas, asnos y finales felices. Pero hay noches sin sueño. Pasan por la vereda diálogos disparatados, como cuadritos de historietas de los que no se sabe el principio ni el fin. En alguna ventana lejana un vecino no apagó la luz… ¿qué dolor o qué amor lo tendrá en vela?
Ayer me quedé dormida más temprano que tarde, después de un día de “mormaso”, como les decía mamá. Pero a las dos de la mañana me despertaron tamboriles. Qué raro: ¡sonaban bien! Sólo en Montevideo el ritmo suena así: “pasto seco, pasto verde/ pasto verde, pasto seco…”. En San Telmo se esmeran, pero no le pegan igual. Sin embargo anoche resonaba en el parque Lezama algo muy lindo, como un vientito del otro lado del río, como un recuerdo de carnavales orientales.
Una vez pregunté: “¿Te conocen, papá?”, a babuchas, enredada en serpentinas, encantada con el saludo bamboleante de unos cabezudos que se inclinaban ante nosotros. Papá me cantaba “Negra María”, porque nací en Carnaval. Cantaba con muy linda voz. Como si contara cuentos. Al dejarse llevar por la melodía (eso hacen los que no desafinan) no se daba cuenta de la congoja que me daba escuchar que María había muerto sin ver la luna. Con su vestido blanco. Fue mi primera noción de morir. Qué ocurrencia cantarle algo tan triste a una niña. Pero él no evitaba contarnos “cuentos de llorar”; eran, al final, cuentos felices: ¡pasara lo que pasara, un hada o un burro o un anillo nos ayudarían! La voz de papá contaba tristezas: muchachas del circo, margaritas punzó y obreritas que tosían con cruel presentimiento. No nos ahorraba emociones. Pero también ofrecía antídotos para las pérdidas, las esperas, los misterios: “Mientras no tengas sueño pensá cuentos que te gusten: sé cualquier personaje. O inventá uno divertido”. (Mi herencia es pura imaginación.)
También le gustaba dibujar como quien cuenta: “¡Cualquier cosa que exista o que no exista!”, y decía que “todos los dibujos están bien. Pueden mejorar, pero van bien, todos tienen alguna gracia”.
Papá, a la vista, nos duró poco. Catorce y diez años. Pero no es raro que vuelva, en tangos, en recuerdos, en los tamboriles del verano.
Funerales en los carnavales de mi corazón
Hay guirnaldas en los tablados,
en los teatros al aire libre.
Hay veredas con sillitas al fresco y vasos de cerveza.
Hay ganas de creer en todo.
En todos los brindis.
Hay luna llena sobre el mar.
Hay luces navegando a la encandilada.
Hay cocuyos.
Hay niños en vacaciones averiguando el mundo.
Hay el amor que pasa.
Y confianza para decirle pase usted.
Es verano…
Es verano.
Hay noches empapadas de calor y de pena.
Noches “contemplando el yeso de los hospitales”.
Noches de las que no se entiende el despertar.
Ni se entiende nada. Todo parece impropio.
Hay fechas que de repente son de despedida.
Y van a serlo desde ahora y para siempre.
No sabemos a dónde van los que dicen adiós.
El misterio de sus viajes –que tal vez nos llenaría de alegría si lo conociéramos– no nos consuela de su ausencia.
No debería haber en la arena huellas de amantes desunidos.
No debería haber cenizas sobre el mar.
El rigor del pihuelo
¿Qué será el destino?
Este mes me lo he preguntado tanto.
Según los huasos chilenos, si al vadear un río el agua llega al pihuelo, el caballo pierde pie, vuelca y los dos se ahogan.
Que llegue la hora del pihuelo para esos arrieros significa que llegó su hora de morir. El pihuelo es la pieza de metal donde giran las rodajas de las espuelas. Una pihuela (correa) se ataba a los pies de los prisioneros para prevenir su huida. Así pues “andar pihuelo” también significa andar con dificultades o andar borracho.
Datos así le encantaban sobremanera a Alfredo Zitarrosa. Aquella cara tan circunspecta que tenía se llenó de alegría ojeando el Corominas que vio en casa la primera vez que fue. Se lo regalamos de inmediato. No a todo el mundo enamora un diccionario; a él sí, plenamente. Esa noche Alfredo se fue feliz abrazado a un amor etimológico. Y qué felices nosotros, al verlo sonreír. ¡La vida de Alfredo tuvo tramos tan arduos!… “Estuve muy carenciado en el exilio. Y esto no es un dato que me distinga del resto, es un dato nomás. Yo no he podido componer, no he podido crear. Eso sí, he aprendido mucho en el exilio, vuelvo a Uruguay con otra fisonomía espiritual. No soy el mismo… como no somos los mismos ninguno de nosotros, ¿verdad?”
Me dijo eso en marzo del 84. Volvía como Ulises a Ítaca. No lo escribí así entonces por no sonar grandilocuente y molestar su modestia. Pero Zitarrosa fue también un héroe mitológico.
No renegó de su destino, aunque le dolió tanto arrancarse de su reino (el país donde todo se le convertía en poemas).
Carenciado –como él decía– hubo de pasar años.
Vivió el exilio sin poder ser poeta.
Aprendió a ser él mismo y otro, a contrapelo.
Hasta que pudo volver a las calles de Montevideo.
Ulises, que era rey en su reino, tuvo que ser Nadie por el camino.
Para los dioses el destino no era un dios como ellos: era algo superior a ellos. ¡Y, si eso admitían los dioses, figúrense que a los griegos de a pie menos que menos les cabía renegar del largo o del color del hilo que les tocaba!
No acordar con el propio destino era soberbia, el único pecado de aquellos buenos tiempos.
La felicidad del viento favorable en las velas o la furia del huracán son cosas que pasan. Lo ejemplar es el viajero.
Lo fue Alfredo Zitarrosa.
Que se fue tiempo arriba, aquel enero.
“Voy tiempo arriba y estoy
conforme con mi destino
de andar solo y peregrino
durmiendo sobre mis garras
y despertando guitarras
a la orilla del camino.”1
- De “Décimas a Jacinto Luna”, de Osiris Rodríguez Castillo.