La política es una actividad llena de contenidos simbólicos en la cual la palabra es la herramienta principal, y es en este campo donde el diálogo entre concepciones diferentes da sus mejores resultados. Por eso, un debate entre candidatos presidenciales puede parecer un acto político relevante, sin embargo, poco tiene que ver con eso.
Una breve historia. Los “debates presidenciales” son producto de la televisión y no de la democracia. Como buena construcción de los años sesenta, el debate televisivo tiene mucho de “happening”. Es una performance única, nunca completamente previsible ni controlable: consume su potencialidad en su propio desarrollo y su impacto ya no puede ser evaluado cuando se mira una repetición, y menos aun si sólo se escuchan las voces o se lee una transcripción. El debate inaugural Kennedy-Nixon, en 1960, es justamente célebre porque mostró sus potencialidades y también sus riesgos: seguramente, los interlocutores de 1960 se prepararon de la mejor manera posible, pero todos coinciden en que fueron los datos no-argumentales (el aspecto fatigado de Nixon, el aire juvenil y distendido de su contrincante) los que definieron las preferencias de los ciudadanos.
Esta experiencia parece haber desalentado su repetición: hubo que esperar hasta 1976 para que se enfrentaran Gerald Ford y Jimmy Carter. Sin duda, en este nuevo ensayo influyó la peculiar situación de Ford, el único que ha ejercido la presidencia de Estados Unidos sin ser electo. Y tal vez porque este debate no tiene la aureola del anterior, la instancia se repitió en 1980 cuando Carter debatió con el desafiante Ronald Reagan; y así se inició una práctica que todavía se mantiene.
Este repaso es relevante en nuestro caso. Tanto en 1976 como en 1980 el debate presidencial fue visto en directo en Montevideo porque la Alianza Uruguay-Estados Unidos dispuso de una pantalla e invitó a presenciarlo a periodistas y personalidades. El espectáculo de esos adversarios luchando por ocupar el mismo espacio de poder, pero manteniendo una relación personal distendida y hasta cordial, materializó el sueño de la democracia deseable en ese Uruguay que todavía transitaba la dictadura. No es sorprendente que luego del debate Carter-Reagan haya surgido la idea de reunir en un estudio de televisión a defensores y adversarios del proyecto constitucional que se plebiscitaría días después. Así surgió lo que sería el famoso “debate del 80”.
Debates eran los de antes. La tecnología actual nos permite seguir ese debate palabra por palabra (y gesto por gesto) y, de esa manera, apreciar algo de su impacto. Además, con el tiempo transcurrido, podemos reparar en aquellos aspectos que en la época pasaban desapercibidos: el humo que envolvía a los interlocutores al final del debate, lo errático de las argumentaciones, la ausencia casi total de referencias a los contenidos del proyecto político que le daba pretexto. A la distancia, también puede verse la eficacia relativa de algunos recursos “al borde del reglamento”: nadie recuerda que Enrique Viana Reyes, en silencio durante casi todo el debate, dedicó su última intervención –cuando ya no había tiempo para rebatirlo–, a refutar punto por punto los escasos argumentos contrarios al proyecto constitucional que habían llegado a exponer los adversarios. Su argucia no tuvo mayor efecto y desapareció de la memoria popular, en la que sus adversarios instalaron frases aisladas pero categóricas. Este debate, extenso, espontáneo, poco preparado (según comentó Tarigo años después, casi no conocía a Pons y no pudo coordinar nada con él antes de sentarse frente a las cámaras), en su momento resultó contundente. La campaña propagandística del régimen dio un giro, visible en las pautas publicitarias. Los mensajes se volvieron más duros y, en un intento que sonaba casi desesperado, invitaban: “Ciérrele el paso al comunismo. Vote Sí”.
La campaña electoral de 1984 nos entregó otro debate que tuvo su impacto, pero ha sido menos memorable. Luego del Club Naval, el Partido Nacional debió designar una fórmula alternativa para sustituir a Wilson Ferreira y Carlos Julio Pereyra, y de allí salió la fórmula Alberto Zumarán-Gonzalo Aguirre, resultado de complejas transacciones dentro del wilsonismo. El jueves 23 de agosto, los proclamó la Convención, y sólo tres días después Zumarán debió enfrentarse en un debate televisivo con Julio María Sanguinetti, que venía en carrera como candidato desde las internas de 1982. Como en 1980, fue un diálogo mano a mano entre los dos, con escasas intervenciones –no siempre neutrales– de los moderadores Omar de Feo y Ángel María Luna. La versión del diálogo que publicó la prensa mostraba a un Sanguinetti incisivo que desarmó la argumentación de Zumarán al calificar de “provisoriato” el plan político de los blancos para lograr que Ferreira pudiera ser candidato en 1985.
La reducción de riesgos. La radical imprevisibilidad que mostraron estos debates parece explicar la pausa que se produjo hasta 1994, cuando volvieron a realizarse, pero esta vez con un formato completamente diferente. Con la ayuda de un moderador, los candidatos exponían por turno sus propuestas sobre temas ya acordados. En esa oportunidad hubo dos debates de Tabaré Vázquez: con Sanguinetti, primero, y con Juan Andrés Ramírez, después. A pesar del formato “cauteloso”, es recordado cuando Sanguinetti echó mano a argumentos de la Guerra Fría, porque su contrincante –que hacía su primera campaña presidencial– resultó un adversario sorprendentemente duro. ¿Definió ese debate la elección? Es difícil decirlo, pero dejó claro que el combate de las ideas suele quedar a un lado y es la intuición repentina de un participante la que puede terminar moviendo vigorosamente la aguja.