Difícil hablar de fútbol sin caer en el pavoroso lugar común. Difícil (o demasiado fácil) hablar de fútbol cuando la selección de Uruguay viene mostrando fortaleza y en estas horas vuelve a disputar su acceso a las semifinales del Mundial, algo impensable décadas atrás. ¿Corresponde racionalizar un fenómeno de masas que, casi estrictamente, va por el carril de la pasión y los sentimientos?
Quien esto escribe no sabe nada de fútbol. No le interesa. Es más, es muy incrédulo, no del deporte en sí, sino de todo aquello que lo rodea. Pertenece, además, a una generación que vivió grandísimas decepciones con la selección, a la par que medraba el negocio, cara nefasta para toda ilusión. Cifras obscenas, partidos sólo para abonados, opinólogos de tribuna con cadenitas de oro colgadas del pescuezo y blandas palabras empuñadas en voz alta, individuos que suelen llamarse periodistas deportivos, pisando ambas márgenes del Plata. Claro que no todos son así, y que incluso algunos pueden ser peores.
Quien esto escribe no sigue los mundiales, ni el fútbol local ni menos el europeo. Ni siquiera tiene televisor, decisión que le ha permitido salir casi indemne de la parafernalia vinculada a este campeonato. No obstante, hay algo que lo vincula a la selección, un halo de respeto, una sensación de ver en ellos un mensaje de mesura, de trabajo, no de camino fácil, conceptos que habitualmente flaquean en su vínculo con el lucro del fútbol y su puesta en escena.
Entonces uno sólo ve el partido que involucra a su país y lo hace en otra parte, sin previas que inyecten nada, ni multitudes que empujen los sentimientos. Miro la cancha y veo con sorpresa que es una más, con las mismas dimensiones, una pelota tan redonda como siempre, las mismas reglas (de acuerdo a todos los que vociferan, parecería que fuera más complejo, casi una enfermedad de la cual hay que hablar siempre). Los miro jugar y resulta interesante, un deporte bien pensado cuyo buen desempeño puede llevar al goce estético. Pero todo es igual a lo habitual, salvo la magnitud del estadio, su ubicación espacial, el rival de turno y, más que nada, el valor simbólico de cada elemento (como en una guerra, se enfrentan países, pero –a diferencia de ésta– ninguna ciudad será bombardeada). El partido dura el mismo tiempo de siempre, son 11 los rivales, pero se está en Rusia disputando un campeonato de alcance mundial, lleno de cámaras que hacen de ello un espectáculo masivo donde –como en un reality show– cada gesto vale y se replicará infinitamente.
Entonces, mientras las cámaras enfocan a los espectadores ansiosos por sacar su cabeza al mundo, me gusta pensar en cada jugador uruguayo. En lo más primigenio, en su dimensión humana, en su soledad, en su geografía étnica, en los sueños sin vallas de la niñez que, por obra del talento, el esfuerzo, la suerte, fueron cumplidos o están cerca de cumplirse (quizás ya fueron superados). Parecen personas cercanas, de bajo perfil, amistosas, en su mayoría jóvenes de familias comunes –algunas muy humildes–, que en poco tiempo vieron sus vidas transformadas para siempre. Tienen todo lo económicamente posible para vivir en la opulencia, y todo a mano para desbarrancar. Pienso en el peso de sentirse en la mira, en su conciencia o no de que hay millones de personas mirándolos, adulándolos, moldeando su algarabía de acuerdo al avance de la contienda. Como un gran periodista que juega su prestigio en cada nota, el jugador echa a rodar en cada partido la aprobación de multitudes que exigen lo máximo pero que muy poco pueden dar a cambio. Si ganás, te adorarán como a un dios, en tiempos que corren izarán una estatua de cemento; si toca perder, querrán enterrarte para siempre, aunque al tiempo podrán darte una nueva oportunidad. La lógica del exitismo se acrecienta a medida que avanzan los resultados, mezclando buenas intenciones, pero también otros sentimientos: complejos de inferioridad, sueños frustrados, hambre de una trascendencia que no surgirá de nuestro esfuerzo. Podemos contentarnos con ganarle a un país del Primer Mundo, pero en lo que realmente vale, probablemente nos estén ganando todos los días. Quizás el fútbol sea nuestro gran consuelo, lo único que nos coloca en el mapa mundial, suponiendo que eso importa.
Sin embargo, nada une a los habitantes de este país como lo hace la selección de fútbol. Pobres, ricos, honestos, delincuentes, beatos, ateos, personas de todas las edades y sexos, familias que estaban distanciadas. El Uruguay del “nomá” y del “nomás” parece compartir (al menos por dos horas) una misma mesa. Sólo unos pocos refunfuñan respecto del carácter estratégico del fútbol como negocio y como peligrosa distracción, y suelen quedar como aguafiestas. En estos días los temas habituales de agenda quedan en segundo plano, las clases que se pierden por las fechas uruguayas no importan tanto como las que se pierden por paros docentes. Todo parece estar en relativa comunión porque las diferencias las estamos encontrando fuera de nosotros, y pocas cosas unen más que un rival en común (alcanza con ver la espontánea alegría de tantos compatriotas por la salida de la selección argentina del campeonato).
Hace unos años un entrenador de un barrio pobre de Bella Unión me habló del problema de los padres y madres en los partidos de baby fútbol, de la presión que ejercen sobre sus hijos, que poco pueden disfrutar por las exigencias del mundo adulto. “Dejá al niño jugar, y que se divierta”, me repitió como frase de cabecera. Hace unos días un integrante de la selección hizo público un texto haciendo alusión al fútbol de su niñez, a la felicidad de lo simple, a la inocencia perdida. Pienso en cuántos de estos jugadores desearían entrar a la cancha llenos de esa candidez sin millones, de esos sueños hiperbólicos ya adheridos a sus músculos, jugar sin las presiones de un mundo adulto que ahora (más que nunca) es todo un país y un aparato mediático, y también lo son ellos mismos, ya maduros o camino a serlo, marcados por sus propios fantasmas. Entonces me dan ganas de desearles eso, que jueguen como ellos más sueñen, que gocen, que sean osados y, de ser posible, hagan felices a los niños, el mejor resultado para todo esto. La gloria es puro cuento –los mayores sin arrogancia lo sabemos–, podemos morderla y estar tristes (“es estrépito y ceniza”, escribe Borges, hablando del gaucho), pero qué lindo es tenerla entre las manos, al menos por un rato, para luego seguir peleando por lo que realmente importa.