Desde sus primeros pasos el movimiento enarboló la demanda “educación gratuita, pública y de calidad”, entendiendo que el Estado debía hacerse cargo de hacerla realidad. La mayoría continúa en las calles con las mismas demandas y peticiones. Pero otro sector de quienes se movilizaron desde 2011 optó por las instituciones, donde se incrustaron con la propuesta de realizar una reforma educativa para modificar el sistema heredado de la dictadura de Augusto Pinochet.
Ahora se constata que la reforma es tan limitada que no conforma a la mayoría del estudiantado y a gran parte del cuerpo docente. En las últimas movilizaciones fue visible un fuerte debilitamiento del movimiento. El domingo 4 una convocatoria en favor de los “endeudados por estudiar” convocó a apenas 3 mil personas, cuando meses atrás las marchas eran masivas.
El movimiento por la educación se ramificó en tres vertientes. Los que apostaron por ser gobierno –con el Partido Comunista y la diputada Camila Vallejo a la cabeza– sufren un fuerte desgaste. Los grupos “radicales” ganaron los principales centros universitarios, como la Confederación de Estudiantes de Chile (Confech ) y la Asamblea Coordinadora de Estudiantes Secundarios (Aces), y todo lo apuestan a la lucha en la calle para arrancarle promesas al gobierno. Quizás el desgaste que sufren ambos sectores esté indicando que la dinámica estatista es un callejón sin salida. Despunta sin embargo un nuevo actor, que comenzó su andadura también en 2011, cuando estalló el movimiento con cientos de miles en las calles. Son los que apuestan por construir por fuera de las instituciones, pero también huyendo de la dinámica de la petición al Estado. Construir autonomía educativa implica dejar la vida en el intento, dicen, y han puesto en pie experiencias muy diversas, con contradicciones nada sencillas de resolver.
ESCUELA PÚBLICA COMUNITARIA. En una casona del barrio Franklin, en la zona central de Santiago, funciona desde hace tres años la Escuela Pública Comunitaria (Epc), una de las iniciativas más potentes del movimiento por la educación. La cocina, amplia como las campesinas, parece la oficina principal donde se debaten y toman las decisiones. La mitad de la veintena de docentes son mujeres entre los 25 y los 40 años, y resumen las potencialidades y contradicciones de quienes quieren hacer algo por fuera de las instituciones.
La iniciativa parte de un grupo de docentes disconformes con su trabajo y de estudiantes de pedagogía que participaron en el movimiento desde 2011. Crearon el Colectivo Diatriba, que publica una revista del mismo nombre y pregona “una pedagogía militante”. La participación en los liceos autogestionados durante varios meses, por la alianza entre profesores y estudiantes, jugó un papel cohesionador del colectivo.
Se propusieron dos objetivos centrales: “que las comunidades educativas se reapropien de los espacios educativos” y “la formación de sujetos críticos, conscientes y comprometidos” para motorizar los cambios sociales. Aseguran insertarse en una tradición que remite a las escuelas racionalistas de la Federación Obrera Chilena en las primeras décadas del siglo XX, a las experiencias educativas en las tomas de terrenos urbanos en los años sesenta y setenta, y a la “autoeducación” que protagonizaron sectores populares en la historia reciente.
Parir este tipo de educación implica la territorialización del espacio escolar por parte de la comunidad educativa. La referencia ineludible es el brasileño Paulo Freire, así como otros autores de la llamada “pedagogía crítica”, pero también experiencias educativas de movimientos como los sin tierra de Brasil, los zapatistas o los bachilleratos populares de Argentina.
La pregunta del millón es cómo se financia una escuela autogestionada por docentes, estudiantes y vecinos a través de asambleas comunitarias, que elaboran una propuesta propia o “currículo territorializado emergente”. La respuesta que dieron es que debe hacerlo el Estado a través del traspaso directo de recursos que serán administrados por la escuela. Además proponen la creación de unidades cooperativas capaces de generar ingresos en el territorio para sustentar la escuela.
En estos tres años la escuela formó a dos camadas de jóvenes y adultos que completaron sus estudios y rindieron pruebas para obtener sus certificados a partir de los contenidos que el Estado decide. Es el segundo problema, ya que los escasos fondos que reciben provienen de la aprobación de exámenes por los alumnos. Esto los ha llevado a preguntarse si son realmente una escuela autónoma o simples “colaboradores alternativos del Estado”, con una práctica que “está peligrosamente cerca del asistencialismo”, como señala la socióloga Marcela Fernández.
La financiación de la escuela la han completado con actividades como bingos, comidas, bailes y toques en el barrio, organizados entre docentes, estudiantes y vecinos. Han generado recursos pero a costa de un gran desgaste personal, ya que los docentes no reciben salario y deben, además, procurar su subsistencia en otras escuelas, mientras el apoyo del barrio se reduce al compromiso de unas pocas personas. Cada vez tienen más dificultades para realizar actividades de recaudación de fondos, mientras el Estado sigue aportando recursos regularmente.
Las preguntas que recorren las asambleas son tan realistas como despiadadas: “¿Somos simples colaboradores del Estado? ¿Estamos realmente prefigurando en nuestra escuela la sociedad que queremos construir?”. Es evidente que no tienen respuestas, quizá porque, como dicen en un texto interno, la autogestión no puede ser un medio para obtener recursos, sino “una forma de vida”. Saben que estas contradicciones pueden fracturar al equipo docente pero, por ahora, siguen caminando.
EL HIP HOP COMO EDUCACIÓN. San Bernardo es la última comuna santiagueña hacia el sur, allí donde la ciudad empieza a confundirse con el campo. Llegamos hasta una población que llaman Los Areneros, aunque no parece haber acuerdo sobre el nombre ya que algunos la denominan Los del Fondo y otros Los del Campamento. Lo cierto es que la “pobla” comenzó en 1986, luego de la creciente del río Maipo, cuando el municipio decidió trasladar a los afectados hasta este lugar donde se extraía arena del río.
El barrio nació como un asentamiento irregular e informal. Tres décadas después de aquellas inundaciones, predominan las casitas de una planta, construidas por las familias, muchas de madera con un piso superior para albergar a los hijos. Aunque los vecinos remplazaron las viviendas de cartón y chapas por materiales más sólidos y duraderos, la población no esconde su pobreza ni la marginación social y espacial que sufre, a quilómetros del centro de Santiago.
Una casa amplia con frente de madera luce un gran cartel: “Nuestras comunidades asumen el control popular de la educación en sus territorios”. Se trata de una casona tomada por el colectivo Centro de Operaciones Poblacionales Los Areneros (Copla), un grupo de jóvenes que gestiona un jardín para preescolares, una radio comunitaria, un taller gráfico, una biblioteca, una huerta y salones para actividades abiertas al barrio.
El origen del colectivo es bien distinto al de otras agrupaciones del movimiento social. Se organizaron en torno a la música rap y la cultura hip hop. Hacia 2009 colocaban parlantes en la calle para bailar break dance, generando vínculos y participación de los vecinos. Con los años comenzaron a recuperar espacios para la vida comunitaria, canchas, plazas, sedes sociales. En 2012 seguían rapeando en la calle, pero decidieron empezar con talleres educativos al aire libre.
Uno de los raperos cuenta su experiencia en el primer boletín del Copla. Realizó un taller de break dance con 30 alumnos de 2 a 18 años. “Esto permitió sacarlos un poco del ambiente que los rodeaba, mostrando una cultura distinta que se relaciona con la disciplina, el baile, la humildad y un poco de conciencia social trasmitida en las clases.”
Mientras ensayaban bailes, aparecieron valores como el trabajo en equipo y la necesidad de organizarse. La cultura hip hop, dicen, es un modo de educación y, sobre todo, de autoeducación colectiva en las condiciones de un barrio pobre y marginalizado, donde los chicos sufren hacinamiento, violencia y conviven con el tráfico de drogas.
El salto mayor se produjo en 2014, cuando comenzaron talleres de educación popular que fueron derivando en la autoeducación y sumaron un taller de teatro orientado al público infantil. Durante la obra, los niños deciden cómo quieren que siga, lo que se convierte en un proceso pedagógico que busca “resolver situaciones de la manera más participativa posible y no autoritaria, mediante asambleas y votaciones”.
“Semillero” es como nombran al jardín comunitario, donde aprenden en torno a una huerta en los fondos de la casona, entre juegos de madera que construyeron, y donde festejan los cumpleaños del barrio. Los padres no pagan por llevar a sus hijos al “semillero”, pero se comprometen en trabajos de apoyo o en buscar donaciones para sostener el comedor y materiales para el jardín. Han creado una red de comerciantes y vecinos que aportan alimentos; otros muestran su apoyo dedicando horas de trabajo al espacio comunitario.
Todo lo que recaudan para sostener el “semillero” y la casa cultural proviene de ventas de alimentos en la calle, de fiestas y bailes. Los fines de semana proyectan cine al aire libre en la “placita de la autogestión”, uno de los escasos espacios comunes de la población, recuperado por los vecinos y rodeado de coloridos murales que pintan escenas cotidianas en el barrio: policías persiguiendo adolescentes.
CUESTIÓN DE CULTURA POLÍTICA. “Ya el gobierno no nos manda”, dice una voz que sale de la cocina. Una mujer mayor y menuda, “tía” Emilia, se dirige a la ronda explicando que el grupo que trabaja en la casa toma todas las decisiones, apoyado por los vecinos del barrio sin depender del Estado y que “a eso se le llama autonomía”. Si la escuela pública depende del apoyo institucional, aquí no les llega un solo peso, pero la precariedad no desaparece, ya que funcionan en una casa tomada y están colgados de los servicios.
El empeño de estos jóvenes en la autoeducación recuerda aquel aserto de un asombrado Cornelius Castoriadis, cuando recordaba que en el siglo XIX “la clase obrera se autoconstituye, se alfabetiza y se forma por sí misma, hace surgir un tipo de individuo que confía en sus fuerzas, piensa por sí mismo y no abandona nunca la reflexión crítica”.
Aquel domingo de fines de agosto en el local de Copla se reunieron decenas de personas de varios colectivos educativos de Santiago y Valparaíso. Los anfitriones armaron grupos que debatieron sobre los problemas que enfrenta una educación autónoma y afincada en territorios de pobreza.
Los miembros del colectivo La Maleza, un grupo de liceales recién graduados de la comuna Maipú, activados en 2011, decidieron salirse del preuniversitario para montar una escuela como la que sueñan, con un proyecto educativo propio anclado en la comunidad barrial. Alguien relata que el mismo año nació la Escuela Artística Comunitaria que cuenta con una comparsa, organiza el Carnaval Víctor Jara y decenas de talleres de formación.
Los chicos de La Maleza se dedican a tejer relaciones entre los diversos colectivos que emprendieron el camino de una educación autogestionada. Aseguran que son una treintena de grupos, entre Santiago y Valparaíso, que trabajan para que “la organización de la educación la asuma la comunidad”. En los últimos diez años, desde la “revolución pingüina” de 2006, “hemos aprendido que no podemos quedarnos solamente en las peticiones y demandas”, afirman.
Los cambios de verdad, dicen, vendrán de esa “otra educación” a la que califican como emancipadora, libre, comunitaria o libertaria, según los gustos y tendencias, y que rehúye el control del Estado y del mercado. Viven en un equilibrio muy inestable. Para ser verdaderamente autónomos necesitarían el milagro de “generar alternativas de vida en el territorio”, en barrios donde los vecinos apenas consiguen sobrevivir.
Cuando se levanta la mirada y se observa el movimiento en su conjunto, las cosas cambian. El historiador Gabriel Salazar, uno de los más destacados intelectuales chilenos, hace una lectura demoledora del camino que ha tomado la mayor parte del movimiento estudiantil. “Partió muy bien”, dice, “pero ahora presenta una falla fundamental: no se está planteando como un movimiento social de nuevo tipo, sino como un movimiento de masas de viejo tipo” (Eldinamo.cl, 13-IX-16).
Salazar apela a una organización de base que no se limite “a pedir, a levantar las banderas de partidos, los retratos de los líderes”. La federación de estudiantes, por ejemplo, tiene un presidente que se elige cada año, “es un mandamás y todos los periodistas lo entrevistan, y sigue después el camino de la clase política y se convierte en diputadito”.
Esta cultura política está muerta en Chile, sostiene el historiador. “Todas las encuestas señalan que el 98 por ciento de la población no cree en los políticos, no confía en ellos ni en el sistema”, apunta. Quizá este sea el principal combustible de quienes hacen educación autónoma: es casi imposible, pero afuera hay un desierto.