La expresión «el dato mata relato» se ha vuelto un lugar común. Es el recurso fácil que los actores políticos utilizan para supuestamente ganar una discusión, sostener una verdad o sacar alguna ventaja de credibilidad en los debates públicos. Todo ello en medio de una sociedad inundada de noticias falsas o de evidencias fabricadas por los flujos tecnológicos. Su uso tiene un aire positivista y tecnocrático que se afilia a la idea de reflejar la realidad con base en las «evidencias». Su enorme poder performativo coincide, además, con las visiones hegemónicas en la historia política reciente que le han permitido al capitalismo imponerse sobre sus modelos desafiantes (tildados de utópicos, voluntaristas e irresponsables). El realismo capitalista necesita de «datos y evidencias» para fijar los límites de normalidad, y las fuerzas productivas científicas crean a su modo los parámetros de esa realidad. Esgrimir datos permite los movimientos dentro de un universo de verdad. Los discursos políticos se han ido adaptando a estas nuevas exigencias, y las disputas en el campo de la seguridad, por ejemplo, han incorporado las estadísticas, los estudios especializados y las voces de la ciencia.
Pero esta pretensión convive con otras tanto o más potentes. En una sociedad de mensajes, tramas simbólicas y significados múltiples, producidos por las industrias culturales, por la participación activa de los propios sujetos en las redes de comunicación y por las estrategias de marketing, la explotación infinita de sentimientos y emociones configura un mundo propio. En ese espacio aparece la noción de «relato» como un discurso cargado de referencias interesadas y sesgadas, que siempre cabe achacar a los otros. Así, el relato pasa a ser la visión ajena construida sobre la arbitrariedad y el engaño. En el mismo sentido, además de intencional, el relato es valorado como un momento de falsedad. El problema para nuestras sociedades actuales es que la lucha por imponer relatos se vuelve más decisiva que el trabajoso empeño de persuadir a través de evidencias probadas. Y el recurso cada vez más habitual que los actores políticos utilizan consiste en atribuir a sus rivales la debilidad de los relatos y dejar para sí la identificación sólida con la realidad tal cual es.
Este juego de reproches puede advertirse con facilidad en los intercambios políticos actuales, pero también opera en interacciones menos visibles, incluso en las convicciones más íntimas de los actores que no siempre pueden ser confesadas: esta división del mundo es el mecanismo que encuentra el «narcisismo de la pequeña diferencia» para dirimir conflictos de convivencia y proximidad. Asignar a los otros la pretensión de ideología es moneda corriente. Si la noción de relato alude a una cierta idea de construcción deliberada para justificar sus propios intereses, el concepto de ideología refleja un sentido más estático y profundo, vale decir, todo un mundo incorporado de visiones distorsionadas sobre la realidad.
Más allá de sus usos políticos, las nociones de ideología y relato tienen una relevancia mayor para entender las representaciones sobre el mundo, cuyas implicancias no podemos desarrollar aquí. Sin embargo, queremos afirmar lo siguiente: los propios datos ya están configurados como relatos, son construcciones cosificadas que presuponen un marco interpretativo. Las referencias políticas, sociales, e incluso académicas, a partir de los fenómenos de la violencia y la criminalidad, aportan ejemplos elocuentes en ese sentido. Y lejos de «matar» relatos, las evidencias estandarizadas que atraviesan el campo de la seguridad solidifican las ideologías dominantes. Las confrontaciones políticas en torno al delito, que producen la falsa ilusión de la incompatibilidad, cumplen la función de fortalecer las visiones hegemónicas.
A la hora de elaborar las miradas sobre la seguridad, se identifican tres fuentes esenciales: las estadísticas oficiales (las denuncias de delitos radicadas en la Policía), los testimonios directos o indirectos de las personas (hayan sufrido o no un delito), y la selección de hechos que realizan los medios de comunicación (las noticias policiales). Cualquiera de estas fuentes sirve para definir el tono de gravedad de los fenómenos y los límites de una realidad que se percibe como inmediata. Dependiendo de quién gobierne y tenga la conducción de las políticas, se priorizará una fuente por encima de las otras. En la actualidad, y luego de dos años especiales marcados por la pandemia, el gobierno de coalición ha optado por defender su política de seguridad a partir de los datos de denuncias de delitos. A veces, también apela a otros datos de dudosa procedencia y confiabilidad, tales como la cantidad de procedimientos policiales, los volúmenes de incautaciones de droga o los porcentajes de esclarecimiento de delitos. Un gobierno convencido de sus logros asegura triunfante –aunque no sin cierto dejo irónico de violencia– que esos datos «matan» los relatos.
Las denuncias de delitos tienen una validez relativa y cargan con dificultades metodológicas muy importantes. Pero su problema mayor surge cuando se las utiliza empecinadamente como reflejo casi exacto de los movimientos de la realidad: si la cantidad de denuncias sube o baja en un período determinado, eso se suele explicar porque algo bueno o malo se está haciendo para su control. Lejos de eso, las denuncias de delitos son una pura construcción institucional, sus categorías y sus formas de relevamiento, contabilización e interpretación dependen por entero de las visiones dominantes del campo policial y penal. Por si fuera poco, sus volúmenes cambiantes están sometidos a la voluntad de terceros: cuando los delitos que ocurren no se denuncian, directamente se vuelven inexistentes para las cifras oficiales. Todas estas debilidades son muy básicas y conocidas, y enunciarlas no nos exime de la obviedad. Aun así, sus implicancias son severamente canceladas en el ardor de los debates públicos. La cosificación de los datos sobre delitos alcanza en la actualidad su intensidad máxima.
Las posturas de la oposición política tienden a reproducir esa lógica: si las denuncias de delito suben (mucho o poco, no importa) es porque los que gobiernan no saben, carecen de ideas u ostentan escasa seriedad. En las últimas semanas hemos asistido al intento de impugnar los datos oficiales del gobierno a través de un informe policial elaborado por el Centro de Comando Unificado del Ministerio del Interior. Dicho informe plantea algunas incongruencias, todas ellas atribuibles a criterios de clasificación. Además de entronizar una fuente con más debilidades aún que la del Observatorio de Violencia y Criminalidad, el intento llega al absurdo de discutir si el porcentaje de homicidios atribuible a los «ajustes de cuentas» es el 35 o el 50 por ciento. Para gobierno y oposición, cuanto más suba ese porcentaje (asesinatos que a nadie importan) más blindada de responsabilidades queda la política.
Lejos estamos de sostener una posición relativista en relación con las estadísticas de delitos o una actitud de sospecha generalizada que elimine cualquier referencia objetivante de los procesos. Nunca nos hemos afiliado a eso, ni antes ni ahora. Al contrario, hemos insistido en la necesidad de desarrollar una estrategia sólida de investigación y análisis para fundamentar una política integral en seguridad. Lo que impugnamos, antes y ahora, es el uso abusivo del dato y la ausencia de reflexión básica sobre los límites y alcances de la evidencia disponible. Y esa crítica no solo se traslada a los actores políticos o a los operadores de opinión, sino además a la entraña de cierta jerga científica.
Un estudio reciente, publicado por la Oficina de Planeamiento y Presupuesto,1 pretende demostrar que la disminución de las denuncias de rapiñas durante 2020 y 2021 responde a las mejoras en la eficiencia policial. Para ello, parte de los dos supuestos que sostiene el gobierno: que la baja en las denuncias de rapiñas refleja un descenso real de los robos violentos y que el aumento de la población carcelaria obedece al mejor trabajo de la Policía. Lo que conecta teóricamente ambos supuestos es el argumento subjetivo y psicologizante de las percepciones individuales: cuando los criminales observan que las chances de ser arrestados por la Policía aumentan, sus conductas desviadas disminuyen. Cuando no se reflexiona sobre las fuentes de información y se introducen ficciones cientificistas, la producción de verdad es el relato más engañoso que se pueda imaginar.
La pseudodisputa sobre los datos refuerza los relatos hegemónicos sobre la centralidad de la Policía y la cárcel para contener el problema estructural de las tasas de criminalidad. Unos y otros convergen en torno a una perspectiva semejante, y la atribución de diferencias tiende a licuarse. Cuando estaban en la oposición, los sectores políticos que hoy gobiernan le reprochaban al Frente Amplio prejuicios ideológicos a la hora de ejercer la autoridad y ausencia de empatía y respaldo a la Policía. Hoy, muchos dirigentes de izquierda no salen de esos argumentos, y le señalan al gobierno falta de seriedad y de profesionalismo para conducir a la fuerza policial.
Los problemas de fondo sobre la violencia y la criminalidad parecen tener una interpretación común, o mejor será decir, una renuncia a cualquier interpretación compleja, ya que eso supondría debilidad frente a las demandas ciudadanas inmediatas. Los datos sobre delitos remiten superficialmente a los estilos de conducción política de la seguridad, sin rozar siquiera los enormes desafíos institucionales que plantean las lógicas más profundas del trabajo policial. Si a todo esto le agregamos una forma de hacer oposición en seguridad a partir de la difusión y agregación de noticias sobre hechos violentos, o recuperando las quejas ciudadanas ante la desprotección estatal, tendremos que admitir que estamos hace ya muchos años atrapados en caminos sin salida.
El ruido, los reproches y la furia no solo van erosionando las confianzas y alentando las posturas más autoritarias, sino que consolidan una matriz ideológica que vuelve cada vez más «necesarias» a las instituciones represivas. Si fuéramos más exigentes a la hora de construir evidencias y abandonáramos la idea de que el relato es la «visión equivocada» de los otros, estaríamos en condiciones de plantear otras verdades que nos saquen del atolladero.
1. Véase Edgardo Favaro, «La caída de la criminalidad en 2020-2021: ¿Un fenómeno transitorio o permanente?», Oficina de Planeamiento y Presupuesto, 2022.