“Sos linda, inteligente, de buena familia: vos no deberías estar acá.” En una escena de la película Migas de pan –que narra la peripecia carcelaria de las mujeres durante el terrorismo de Estado–, el médico encargado de supervisar la tortura, mientras revisa el cuerpo de la protagonista, le señala que ella está en un lugar que no le corresponde: la cárcel no es un lugar para las lindas (como la rubia protagonista) con capital económico y social, porque a ellas les corresponde un horizonte doméstico que garantice la tranquilidad y la felicidad de los otros. Un horizonte que permite la reproducción de un orden de género blanco, en el que a ciertas mujeres les corresponde ser las guardianas del hogar y el statu quo.
Es que sí, a la cárcel llegó un contingente enorme de no Susanitas, de aquellas que habían desacreditado el espacio doméstico como único destino, jóvenes que querían ser “mujeres distintas”. Aquellas de pelo largo suelto, minifalda o pantalones oxford y suecos rechazaron el mandato virginal, abandonaron el casamiento por Iglesia, inauguraron la toma de la pastilla, se practicaron abortos o fueron madres muy jóvenes sin pasar por el casamiento, se fueron de sus casas a vivir con el compañero, crearon y repartieron volantes clandestinos, salieron de pintadas nocturnas, tiraron molotovs, salieron de la cocina para hacer la revolución, y, claro, sí, entonces fueron castigadas por todo eso.
Las dictaduras no sólo fueron una apuesta para cancelar proyectos revolucionarios orientados a revertir la desigualdad de clase ni meramente iniciativas que mediante el control absoluto crearon las posibilidades para un proyecto económico liberal. También fueron proyectos disciplinadores en términos de género. Las presas políticas representaron el caso extremo de la irreverencia: se las acusó de impulsivas, irracionales, promiscuas, responsables de atentar contra la moral y abandonar su “rol natural”. Todos los días los represores les recordaron a las mujeres que eran mujeres. En cada sesión de tortura y en la vida cotidiana de la cárcel, los militares les hicieron sentir su doble vulnerabilidad, la del enemigo capturado y la de la mujer objeto. Y a la salida de la cárcel, la sociedad las recibió con un mensaje muy claro: “Ahora ya está; casate y tené nenes”.
El ajuste de género se procesó, además, más allá de las fronteras de los centros de detención. La cancelación de la calle como espacio de disputa y encuentro confinó otra vez a las mujeres al hogar. El autoritarismo social canceló todo tipo de desviaciones en un contexto de reinstalación de la figura de la familia nuclear. “Nosotros estamos primero por la familia y luego por la sociedad”, señaló Juan María Bordaberry en ocasión de verse obligado a enviar una delegación oficial a la Primera Conferencia Internacional de la Mujer, en 1975, a la que asistió su señora esposa junto con otras esposas de la familia militar.
La cancelación forzada de la política, y la ilegalización y la proscripción de espacios y dirigencias implicó lógicamente la canalización de las energías para recuperar, entonces, las formas tradicionales de hacer política. La discusión sobre las maneras de hacer política y sobre los criterios de jerarquía, disciplina y sacrificio fue difícil de procesar en un contexto en el que la principal batalla era recuperar el espacio político arrebatado. El terrorismo de Estado fue un particular momento de reconfiguración patriarcal, un período de reinstalación o reaseguramiento social del orden de género que dejó secuelas a distintos niveles y restó posibilidades de impugnar el orden patriarcal.
Algo más que backlash. En las últimas semanas, luego de los resultados de la primera vuelta de la elección nacional, uno de los fenómenos que más han captado la atención es el giro a la derecha del electorado, expresado fundamentalmente en la votación de Cabildo Abierto. Varias intervenciones en la prensa han estado dedicadas a analizar cuán derecha es esta nueva derecha y cuánto coincide con, o replica de, sus antecesoras. En general, se destaca la preocupación por el ajuste económico neoliberal y la política policial militarista de orden y progreso. Y, aunque en las últimas semanas varios referentes han dado muestras suficientes de voluntad para un ajuste del orden de género, esto no ha sido suficientemente atendido o no es considerado en su dimensión más estructural.
Hoy, como ayer, la familia militar llega para imponer el orden familiar, al que se entiende como el aseguramiento de un modelo de familia –tradicional, nuclear, heterosexual– que implica un freno a la impugnación del orden de género, que habilitaron las normas de la conocida como nueva agenda de derechos. Y esta apuesta no es sólo un freno, un alto de Viera. El “se terminó el recreo” tiene consecuencias mucho más profundas, porque luego no se retoma (si se retoma) desde el mismo lugar. Los cambios socioculturales que se requieren para correr los límites del orden de género son absolutamente lentos; el ejemplo de lo que le costó al divorcio instalarse como una práctica aceptada es más que suficiente.
El backlash, término que se utiliza en el norte para nominar a la reacción conservadora respecto de las políticas que afectan positivamente a las minorías sexogenéricas, es más que claro. Algunos dirigentes anunciaron su deseo de revisar políticas como la de la interrupción legal del embarazo, propusieron medidas de retorno al hogar para que las mujeres se dediquen exclusivamente a las tareas de crianza y manifestaron su preocupación por los bajos índices de natalidad. Que la tan cuestionada agenda de derechos no parezca del todo amenazada porque aún no se manifestó la intención de derogar leyes no implica, en modo alguno, que no exista un proyecto de disciplinamiento de género a través de la no ampliación de esta agenda y la intervención en prácticas cotidianas y en el despliegue de un discurso social conservador.
Ni durante el terrorismo de Estado ni en el presente esto supone atender el “costado de género” de los proyectos de la derecha como si fueran un componente más, accesorio en el proyecto general. El backlash es una reacción, pero no sólo una reacción por no comulgar con los postulados que llaman a desarmar el patriarcado, sino una reacción también a las amenazas al orden económico liberal.
El liberalismo económico y el conservadurismo social van juntos, no son para nada una contradicción. La significación social de la condición sexuada permite dividir a los sujetos según su capacidad reproductiva, y la significación de esta última permite su domesticación. Estas sujetas son reproductoras de la fuerza de trabajo y guardianas del hogar. El llamado de retorno al hogar no es una casualidad. El ingreso al mercado laboral será sostenido siempre y cuando otras cumplan el trabajo reproductivo; la desregulación laboral permitirá contar con un servicio doméstico aun más económico y desprestigiado que permita no “descuidar la casa” y sostener un régimen de trabajo que rompe cualquier lazo de comunidad no mediada por el consumo o la mercantilización de los cuidados. Un mundo de tareas reproductivas distribuidas igualitariamente y en el que la maternidad no sea la medida de la humanidad de las mujeres no le sirve al neoliberalismo.
Como ayer, hay un llamado de retorno al hogar o a la maternidad para aquellas en las que se depositan las expectativas de la reproducción patriarcal: las lindas (blancas) de buena familia. La derecha tolera lo tolerable; no le preocupa que las no blancas “descuiden” el hogar y dejen de reproducirse, sino más bien al contrario. La reacción no es al feminismo por su masificación, sino porque este termina incorporando a quienes deberían reproducir la promesa de la felicidad, algunas de ellas. Quienes no contribuyan a la significación social de la capacidad reproductiva y, por tanto, a la construcción de un mundo binario, por supuesto, también serán castigados, marginados, olvidados.
A bajar un cambio. El llamado a volver a lavar los platos y ocupar el lugar que nunca debieron abandonar en aras de andar haciendo demasiado lío en el recreo no es lo único que sucede con la nueva derecha. El disciplinamiento patriarcal es mucho más profundo y extensivo: llega a todes y se traduce en un llamado que también implica abandonar la calle y dejar de gritar “harta”. Una convocatoria a que la irreverencia se transforme en buenos modales, a “bajar un cambio”, un llamado que termina haciendo el propio progresismo. La eficaz organización del odio por parte de la derecha se introduce y se expande, y hace responsables justamente a quienes no despliegan las prácticas y los discursos más clasistas, racistas y sexistas.
Un llamado a no “desacumular” ni “distraerse” en “otras cosas” o en “cosas menores”, a canalizar energías en la gran política, a “tragar sapos” y confiar en esos líderes extraordinarios que salen a defender la casa, esos que saben ganar y dar pelea. Una necesidad de certezas, palabras firmes y carismas “únicos” les otorga la legitimidad de la palabra y la acción política. El feminismo ahora no sólo debe continuar administrando la tensión entre acumular para sí y educar a los compañeros, sino que tiene al fascismo dispuesto una vez más a hacer el ajuste de género y a un progresismo que, devorado por esa lógica, contribuye a desandar un camino alternativo para pensar la política. La reacción, entonces, es un reajuste para que el neoliberalismo pueda funcionar sin restricciones y no es sólo un recorte de medidas que afecta a algunes. Sus consecuencias pueden ser mucho más profundas, una mesura de las consignas, las energías congeladas para subvertir el orden y una administración mucho más cautelosa de la utopía. Sin recreo, la lucha podrá ser para recuperar ese interregno donde sólo dentro de ciertos límites se puede jugar. Y, por supuesto, se aleja mucho más la posibilidad de jugar otro juego todo el tiempo.