Desde mi propio ombligo - Semanario Brecha

Desde mi propio ombligo

El conflicto no resuelto con nuestros cuerpos.

Ilustración: Dani Scharf

“Una cultura obsesionada con la delgadez femenina no está obsesionada con la belleza de las mujeres, está obsesionada con la obediencia de éstas. La dieta es el sedante político más potente en la historia de las mujeres: una población tranquilamente loca es una población dócil.”

Naomi Wolf

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No se me ocurre peor pesadilla para la comodidad con mi cuerpo que tener que correr en la playa. Que me toque moverme rápido, casi desnuda, con todo mi ser expuesto, sin poder disimular lo que la ropa y los filtros de Instagram me permiten el resto del tiempo.

La exposición de nuestros cuerpos, de los quilos que “nos sobran”, de la celulitis, la flacidez, los pelos, las várices, las estrías o los rastros de la maternidad provoca pánico en muchas mujeres, y digo mujeres porque el mandato de la belleza pesa mucho más cuando lo cargan nuestros hombros.

La deconstrucción que ha germinado gracias al feminismo me ha llevado a dar batallas muy dolorosas; con amigos, compañeros de trabajo, familia y parejas. Es un camino en el que aprendemos a reconocer situaciones de desigualdad, abuso y violencia, que nos obliga incluso a quebrar vínculos de antaño. Un recorrido en el que, al revisarnos, nos duele reconocer cuántas veces nos quisimos poco, muy poco. Pero, a pesar del desgarro que supone este ejercicio, elegimos la tarea como aprendizaje para el presente y blindaje para el futuro. Sin embargo, esto difícilmente se cuela en nuestro vínculo con el espejo.

Me resulta curioso cómo aún nos pesa tanto. Hoy discutimos ser madres o no, estar en pareja o no; nos permitimos construir vidas junto con personas del mismo sexo y tener trabajos y carreras que se definían como “típicamente masculinos”. Más que nunca, levantamos la bandera de que “lo personal es político”, para cuestionar un cúmulo de violencias e inequidades instaladas. Así hemos tirado abajo muchas paredes y empezado a picar otras; sin embargo, aún nos es particularmente difícil reconciliarnos con el monstruo de que nuestro cuerpo es como es. Distinto de los modelos hegemónicos, del de las mujeres de la tele, del de las influencers y del de esa amiga que “tiene suerte”.

No es que no entienda lo absurda que suena esta preocupación o lo insólito de que nos vendan (y compremos) las mil formas de eliminar la celulitis, cuando la excepción es no tenerla. Sin embargo, la racionalidad pierde y se hace difícil zafar. Vivimos en una sociedad que nos inculca desde la más temprana edad la importancia de ser lindas y flacas, en definitiva, de “estar buenas”. En la mayoría de los oídos, “estás más flaca” es un elogio, mientras que engordar es una mala noticia. En un mundo en que los modelos de belleza son homogéneos, nos miramos con culpa y dolor cuando no los alcanzamos, porque además hemos incorporado que es una cuestión de voluntad. Si estás gorda, es porque te alimentás mal, si sos flácida, es por sedentaria y si te quedaron estrías después de un embarazo, es porque no te cuidaste.

El romance entre los parámetros de belleza y el capitalismo es tan sólido que primero nos vende el modelo inalcanzable (las Barbies, las princesas de Disney, las modelos de las marcas de ropa, las actrices y las conductoras de televisión) y luego el paquete para lograrlo: dietas, operaciones, aparatos que te marcan el abdomen mientras mirás la tele sentada, una industria del fitness llena de ejemplos poco creíbles del “antes y después”, y muchos etcéteras. Bajo un paradigma meritocrático, nos convencemos de que, si combinamos algunas de estas variables (y nos esforzamos mucho), lograremos el gran premio. La delgadez es, para nosotras, un imperativo tan fuerte que dos de cada tres personas que sufren trastornos alimenticios son mujeres. Y esta preocupación empieza desde muy chicas: en Estados Unidos, 80 por ciento de las niñas de 10 años ya hizo dieta alguna vez y más de la mitad de las que tienen entre 6 y 10 dice no estar a gusto con su cuerpo.1 Es casi una obviedad decir que la mayoría de los varones de esa edad están a años luz de tener estas preocupaciones.

Hace unos meses, una prima de 8 años, que tiene un peso normal (y debería estar pensando en jugar y recrearse, como hacen sus pares masculinos), se agarró la panza y me dijo: “Quiero enflacar”. Al escucharla y caer en la cuenta de que siendo tan niña ‒tanto como para desconocer el verbo correcto‒ ya había ingresado al purgatorio de la belleza, se me cayó el alma al piso. Pensé en mí a esa edad: me mordía los cachetes en las fotos de los cumpleaños para que mi cara saliera más flaca.

Tengo un archivo enorme de relatos propios y ajenos que muestran cómo nos vamos reduciendo a un envase mal hecho y sus condicionantes. Amigas que sólo tienen sexo con la luz apagada o se mueren de calor en verano porque la ropa con la que nos mostramos más “no les favorece”. Nos convencieron de que nuestro cuerpo es una unidad de medida de nosotras mismas, de la cual depende nuestro derecho (devenido en privilegio) a ser deseadas y, de alguna manera, a ser amadas. Es una cruz muy pesada. Quizás por eso me parece una revolución jugar un picadito en la playa, corriendo en biquini, sin que me importe nada, dejando que se mueva todo.

Mientras escribo esto, soy consciente de que lo hago desde un cuerpo que no supera el peso esperado para su altura según el índice de masa corporal, y con el atrevimiento que supone identificarse con un cuerpo disidente, cuando no me han negado un trabajo por mi peso, cuando los talles que hacen las marcas me quedan, cuando no vivo otro montón de incomodidades que padecen muchas personas en una sociedad obsesivamente gordofóbica.2 Pero me siento disidente porque la belleza es homogénea y parece inalcanzable.

También hay mujeres envidiadas ‒quizás las menos‒ que sufren por querer engordar y no tener éxito, porque sus carnes no son las suficientes según el mandato de sensualidad que impera. En cualquier caso, en algún lugar, casi todas sufrimos por no aceptarnos como somos, por reducirnos a un envase, que, aunque no queramos, a muchas aún nos importa. Incluso aquellas que vemos en la tele, que dedican horas a sus cuerpos de revista, sufren y cargan sobre sus espaldas la obligación de mantenerse así, de no comer de más ni ejercitarse de menos, para no perder el tesoro que es “estar buenas”, para no morirse de culpa. Pero no todo son cadenas perpetuas. Recientemente han germinado páginas, talleres y diversos espacios de discusión para pensarse en esta clave y romper con el esquema. No son pocas las mujeres que han dado batallas titánicas para deshacerse con éxito de esta cruz, que, por pesada que resulte, no es una condena irrevocable.

Ante todo esto, aparece un antídoto obvio y necesario: la insurrección de quererse y cultivar el amor propio. Ya hace un tiempo se instaló esa idea: la sublevación de amarse, aceptarse y mostrarse, fundamentalmente cuando se tiene un cuerpo que no entra en los estándares de belleza. Pero tengamos cuidado, porque, si bien en este camino el amor propio es indispensable, no alcanza como solución. Sin duda es revolucionario querernos y pasear nuestros cuerpos no hegemónicos delante de todos los ojos que se nos plazca sin sentir nada más que la libertad de querer y poder hacerlo, pero asociar esta pelea sólo al cariño y la seguridad que cada una logre construir es reducirla a una lucha individual, que nos responsabiliza de forma segmentada; es, en definitiva, una concepción que termina por pecar de liberalista. La violencia es estructural: es esencial que la pelea sea colectiva. Hay que visibilizarnos y amarnos como somos, pero sin olvidar que ya existen marcas que nos venden productos para “mujeres reales”.

1.   Que la ciencia te acompañe. A luchar por tus derechos, de Agostina Mileo.

2.             Gordofobia es la discriminación que sufren las personas gordas por el mero hecho de serlo. El concepto sirve para designar un sesgo automático y normalmente inconsciente que lleva a discriminar, objetivizar y minusvalorar a estas personas.

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