Globos de colores con velas encendidas vuelan en la noche de San Juan. En Brasil, a pesar de las cuidadosas prohibiciones, las festas juninas pueblan el cielo de balões de desejos. Los niños corren descalzos por la playa siguiendo con la mirada el globo que lleva su deseo. El azul. El verde. El dorado.
El desdén por posibles incendios testimonia que el deseo siempre es más fuerte que el miedo. Su aliada, la belleza, hace que sea imposible renunciar a él. ¿Cómo podría ser peligroso algo tan lindo, tan poético? Llevados por el viento, los globos de San Juan desafían toda sensatez. Estamos hechos de nuestros sueños.
Los rituales giran por el mundo. A veces durante siglos pertenecen a un grupo. Después, se los apropian otros. Pueden variar de significado. Pero el origen es el mismo. No hay tantos rituales como para que sean novedosos. Resuenan unos en otros. Se continúan. En formas nuevas, lenguajes distintos, aluden a verdades de siempre.
Ver morir y renacer acompaña a la humanidad con sencillez. Tanta sencillez, tan conocida. Cualquier pastito nos alecciona sobre eso.
Sin embargo, nos sorprende siempre. Sufriríamos menos si pudiéramos considerar nuestra propia vida y la de nuestros queridos tan presente en la última chispa de la fogata de invierno como en el primer brote de la primavera.
GRACIAS POR EL FUEGO. En la mitología nórdica el lenguaje de los árboles es expresivo y convincente. Sus ciclos, naturales. Con belleza propia de cada estación, cada árbol cuenta su historia. Robert Graves, en La diosa blanca, consigna el alfabeto de los árboles.
El cristianismo consideró que los símbolos de la mitología nórdica eran útiles; no batalló contra ellos, los incorporó: el madero de Odín, su resurrección después de tres días bajo una cueva de ramas, su regalo: las runas para curar a los hombres.
El pícaro Odín se disfrazaba de mendigo al cruzarse con los caminantes (ellos tenían claro que podía ser el propio dios y lo invitaban con lo que tuvieran). A veces era un mendigo nomás. Pero a veces era Odín. O los dos eran lo mismo, mendigo y dios. ¿Puede haber algo más parecido al jardinero que le pregunta con afecto a la desolada María Magdalena: “¿María, no me conoces?”.
Las hogueras paganas del solsticio de verano se convirtieron en la Edad Media en homenaje a san Juan Bautista. Recordaban el pacto entre Isabel y María: Isabel prendería una hoguera sobre un monte para avisarle a su joven prima que viniera a ayudarla en el parto. Desde entonces las fogatas de San Juan brillan en Europa. En Finlandia, Portugal, España, Estonia…
Además de ser divertido brincar alrededor del fuego, hay algo liberador en echar al fuego lo que no sirve para la etapa que se inicia.
Cuesta, porque este o aquel objeto parece reclamar, todavía, un lugar. Los que más cuesta quemar son los objetos intangibles, ocupan tanto o más lugar que las cosas que se guardan “por si acaso”. ¿Cómo desprenderse de aquel rencor antiguo, de aquellas palabras tan demoradas en ser dichas que ya no hay a quien decirlas, o de aquellas penas a las que nosotros mismos les dimos tanto valor que nos parecería una estafa decidir que no lo tienen? ¿Cómo? No es difícil: ¡a la fogata! Si algo es valioso, no lo quemará el fuego: el oro reaparecerá entre las cenizas aunque hayamos pretendido quemarlo.
TRADICIONES. Aun los que creemos no tenerlas las tenemos. “Todo lo que no es tradición es plagio”, afirmó Eugenio D’Ors cuando, al referirse al arte barroco en Brasil, anotó que era “pagano en las formas, cristiano en las aspiraciones”. (Mezclar palmas y ananás locales con los angelitos y volutas del barroco europeo fueron concesiones a un mundo al que los portugueses querían convencer, unir, sobreponerse. Lo consiguieron bastante.)
Pero también se impuso –en esa mezcla unificadora– la capacidad de fiesta, alegría y música del extenso país americano que descubrió el portugués Alvares Cabral. Su expedición coincidía con una visión del mundo. Después de Copérnico, ya no podía ser antropocéntrica sino cósmica. Esa conciencia nueva –complicada, continua, infinita– domina el Barroco en Europa. El Brasil la acercó al Río de la Plata.
“¡Ay, cuánto extrañé, cuando vinimos a vivir a Montevideo, las festas juninas de mi infancia en Brasil! –me dijo mi prima Françoise la semana pasada– ¡Eran tan preciosos aquellos globos flotando en la noche de San Juan, con sus lucecitas y nuestros deseos!”
Bueno… en el rodar de los rituales, este año resucitó en Montevideo la Noche de San Juan: ¡fogatas en la plaza Varela! Y baile. Despedida a lo viejo y bienvenida a lo nuevo. Todavía no me han contado cómo fue.
¿Habrán volado balões de desejos sobre la rambla?
¿Habrá sido con tanto barullo como la que cantaba Serrat?
¿O habrán volado las chispas de las hogueras con rioplatense poesía melancólica? Como la de la voz de Goyeneche, ese hombre que cantaba las sílabas como si fueran notas musicales: “Los purretes trajeron la madera, millares de fogatas habrá por la ciudad, surgirá la mañana en plena noche, paloma y papa asada los pibes comerán/ Cantando al capuchín, pebeta de carmín, un viejo distraído chamusca su botín/ Fantasmas de aserrín, la noche tendrá fin…Y el viento hará milongas de cenizas y de hollín”.
LAS LUNAS DE FIGARI. Pedro Figari inventó la forma de pintar sus sueños.
Nació un 29 de junio, como hoy, pero entre los prejuicios de antes.
En una época en que el mérito de lo pintado se reconocía en el brillo de la seda del vestido de la rozagante Carlota o en la postura heroica de los 33, Figari pintó nubes, rocas, paisajes vaporosos bajo la luna, patios musicales, milongas con bailarines envueltos como caramelos en colores alegres: a franjas y lunares… verdes, rosados, amarillos, lilas.
“Podían haber sido pintados por niños”, decía el público, al salir sonriendo de sus muestras, bastante burlonamente. Resultaban raros para ser ocurrencias de un diplomático culto.
“Las cosas de Pedro” estaban guardadas en su casa como después se guardaron los LP, paraditos en hilera uno al lado del otro sobre el suelo. Los cartones de paja prensada que le vendía Colombino daban el buen tono de base: un ocre apagado inigualable. Mi abuela era amiga de la mujer de Figari. Se visitaban a tomar el té. Nunca, según mis tías (que eran bastante graciosas de grandes y debieron serlo más de niñas), nunca, digo –decían ellas–, esa señora se sacaba los guantes. Y empezaba sus frases diciendo: “Pensate, Clara, que…”. Al punto que ellas (aquellas niñas) le pusieron como sobrenombre “María Pensate”.
A veces iba mi abuela con sus cuatro hijas en escalerita a visitar a María Pensate. Cuando se despedían, ella quería regalarles alguno de esos cartones con figuras de bordes imprecisos, que parecían pintadas por un miope, que se apretaban en fila contra la pared. Agregaba al ademán del regalo un cariñoso “Para las nenas…”.
“¡Pero no, María! –decía firmemente mi abuela Clara–. ¡Ni se te ocurra! Son las cosas de Pedro.”
Así rechazados por discreción o por falta de afinidad, aquellos magníficos sueños –relatados con tan entonadas manchas– se quedaron repetidamente en lo de Figari, en las enguantadas y generosas manos de la amable María.
El buen Dios perdone a mi abuelita como yo la perdono. Aunque no me haya dejado en herencia ni una luna ni un ombú ni un aljibe. Me hubiera gustado conocerla. Le pido un deseo. Se lo mandaré al cielo en un globo color naranja, con su velita prendida: que pueda yo pintar alguna vez –con mis ojos miopes y difusos– un cuadro tan impreciso en sus límites pero tan encantador como los de don Pedro.