Deserciones - Semanario Brecha

Deserciones

Un domingo es una vida de noventa minutos.

El loco por Ombú.

El partido apenas había comenzado. Los vendedores de naranjas iniciaban su recorrido alrededor de la cancha ofreciendo, a seis pesos el quilo, la fruta demasiado madura para un viaje a la capital. Unos cuarenta o cincuenta hinchas recién se amontonaban detrás del arco rival, intercambiando datos y opiniones sobre la formación del equipo. Aún no habían protestado un penal o gritado en un córner “¡lo agarran al John!”, cuando de pronto, desde la base de bombo y redoblante que conformaba el fondo musical del domingo, irrumpía el sonido descollante de una trompeta luminosa que se elevaba sobre la cancha y esparcía por todo el barrio la melodía feliz del “Alacrán tumbando caña”. Entonces la gente sonreía y comentaba: “Otra vez la hizo el Loco”.

¿Cuántas formas existen de fugarse de un cuartel? El Loco las debe haber ensayado todas. Cada domingo, contrariando órdenes y disposiciones, lograba escabullirse sobre la hora del partido y llegar con su trompeta, que era el repique ventoso de aquel batuque. Entre el cuartel y la cancha había cuatro cuadras largas que el Loco recorría una vez al trote y otra caminando, cuando al final del partido, y luego de unos vinos en la puerta de la sede, regresaba resignado a dormir en el calabozo y a otros escarmientos que se iban agregando o intensificando cada vez.

Pero no había castigo ni humillación ni medidas preventivas que pudieran evitar que al domingo siguiente el Loco se fugara de nuevo. Era más fuerte el amor a los colores y el goce de una camaradería en la que lo trataban como el jugador habilidoso de la hinchada. Y porque, además, la fuga tenía otras honduras. En el fragor del partido y al calor de la batucada quedaban lejos la infancia, el accidente de moto de la madre que lo dejó solo antes de cumplir los 10, los mil bardos en el barrio y en el liceo que lo hicieron incontrolable para su hermano, el ingreso a los 12 o 13 años a la banda musical del ejército, el refugio en la trompeta, la vida de mierda en el cuartel. Un domingo es una vida de noventa minutos.

El Loco llegaba a la cancha con el partido ya comenzado. Aparecía escondido en una capucha que, mientras no tocara la trompeta, le bastaba para resguardar su identidad. Se deslizaba invisible entre los habitantes naturales del lugar, absorbiendo todas las piezas del paisaje sonoro que se preparaba a coronar. Pasaba junto al Petiso que avivaba la brasa de su carro de maní. Avanzaba sintiendo la radionovela de suspenso que pintaban los relatores desde sus cabinas al aire libre. Escuchaba el coro bipolar de las hinchadas, las quejas de jugadores y teros adentro de la cancha, los gritos de Juanito, las noticias de goles de otros partidos que llegaban por los parlantes de Ricardo, hasta emerger como por arte de magia entre el bombo y el redoblante con su trompeta en flor entonando “Anunciação”.

Cuando terminaba el primer tiempo la batucada se apagaba como si el pitido del árbitro oficiara de batuta. Entonces el Loco enfundaba la trompeta con gracia de espadachín, y desentumecía sus brazos flacos pegándolos al cuerpo y agitándolos nerviosamente mientras levantaba los hombros. Visto de lejos parecía una marioneta patilarga en plena actividad. Pero para la hinchada el descanso era más breve que los quince minutos que merecían los que corrían adentro de la cancha, persiguiendo desde el pasto esporádico y la tierra dolorosa una pelota la mayoría de las veces voladora. Es que en el entretiempo las hinchadas emprendían un éxodo sincronizado de 180 grados de modo tal de seguir ubicadas detrás del arco rival cuando los equipos cambiaran de cancha para jugar el segundo tiempo. En ese trayecto, el Loco y los suyos pasaban por un galpón con techo de zinc en uno de cuyos lados exteriores se desplegaba, como una pared escalonada, la única tribuna del estadio locatario. El trayecto se iniciaba a paso cansino y en silencio, pero al ingresar al tramo bajo techo explotaba de pronto una algarabía bochinchera que hacía saltar el chaperío y temblar las vigas de la tribuna-galpón. Una detonación sonora que estremecía tanto a los que estaban sentados en la tribuna de pronto movediza, como a los jugadores que recuperaban el aliento en los vestuarios. Si íbamos perdiendo, ese carnaval desaforado templaba los ánimos de nuestros ágiles para salir a dar vuelta la historia. Y la cosa tenía también su efecto intimidatorio en el equipo rival y la terna arbitral, valga la redundancia. Pero por fuera de todo cálculo, aquello era una fiesta y una comunión. Y para el Loco era algo más. Hacía tronar su trompeta de un modo especial, como si descargara a soplidos toda la rabia contenida que puede acumular un soldado. Cerraba los ojos y desaparecía dentro de la capucha. Parecía que se había esfumado y que a la trompeta la tocaba un espectro. ¿Cuántos verdugueos del cuartel y de la vida se exorcizaban en esos minutos que demoraba la hinchada en pasar por debajo de la Tribuna Macció soplando con el alma un “¿por qué a mí?” y un “¿qué hice yo?”. Con los pulmones a punto de reventar, un torrente de lágrimas corriendo por el lado de adentro de los ojos apretados, y la idea de una fuga liberadora y definitiva convertida en viento que una alquimia metálica fusionaba, con bombo y redoblante, en una canción futbolera montada sobre una plena vieja como el amor.

“Este es el año”, nos decíamos al reencontrarnos al inicio de cada nueva temporada, prendidos al alambrado detrás del arco, confiando en por fin romper el maleficio de cinco décadas de sequía. “Este es el año”, nos repetíamos ilusionados cuando el cuadro ganaba y venía bien. En esas oportunidades, bombo, redoblante y trompeta tenían su tercer tiempo en la sede, y el Loco demoraba su regreso al cuartel.

Un domingo de junio el Loco transformó su fuga en Fuga y desertó. Empinó un trago largo de un cortado raspador, pasó la botella y se marchó de la sede sin saludar. Caminó apurado, como cada vez que se alejaba del cuartel. Atravesó la parte vieja del barrio que se había llamado Pueblo Nuevo cuando lo fundaron los trabajadores de unos astilleros que ahora eran taperas. En una de esas, junto al río, entre unos arbustos de otro verde que el olivo, había escondido una chalana. La arrastró al agua, se descalzó, protegió la trompeta y los zapatos con doble bolsa de nailon, y arrancó. Cruzó el río y se perdió en Argentina, unos dijeron que atrás de un amor, otros que para sumarse al hampa entrerriana. Toni Negri dice que hay resistencia en la deserción.

En una chalana se avanza mirando atrás. ¿Qué vio el Loco cuando la luna le dibujó el contorno de los árboles sobre la costa que se alejaba a cada impulso de su cuerpo y de sus brazos, ganando palmo a palmo la libertad? Me parece que lo veo, la noche helada en que se fue, remando y riendo alucinado, con el murmullo del río como percusión, silbando bajito “Moliendo café”.

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