La resistencia antidictatorial en Myanmar: Después del golpe - Semanario Brecha
La resistencia antidictatorial en Myanmar

Después del golpe

A tres años del golpe de Estado en Myanmar, una amplia alianza protagonizada por los jóvenes, los sindicatos y las minorías étnicas ha construido una poderosa estructura estatal paralela contra la junta militar que gobierna el país. Pero la oposición de los militares a abandonar el poder absoluto del que han gozado durante los últimos 50 años aleja la posibilidad de una salida negociada a la guerra civil.

Miembros de la Fuerzas de Defensa del Pueblo en Mandalay dirigiéndose a la línea de frente. AFP

K Za Win parecía saber cómo iba a terminar su vida. «Antes de que estallara la revolución», escribió en «Calaveras», su último poema, «una bala le voló los sesos». Ocho días después, el 3 de marzo de 2021, las fuerzas de seguridad abrieron fuego contra un grupo de manifestantes en la ciudad de Monywa, en el centro de Myanmar (también llamada Birmania). K Za Win estaba entre ellos. Una bala lo alcanzó detrás de la oreja. «Calaveras» parece profético, pero K Za Win, exmonje y preso político, no estaba escribiendo sobre sí mismo. El 1 de febrero, horas antes de que el parlamento elegido en noviembre de 2020 se reuniera por primera vez, los militares habían lanzado un golpe de Estado y arrestaron a altos miembros de la Liga Nacional para la Democracia –liderada por la premio nobel de la paz y entonces primera ministra Aung San Suu Kyi– y a miembros de los demás partidos que habían ganado una victoria contundente frente al Partido de la Unión, la Solidaridad y el Desarrollo, respaldado por los militares. El presidente Win Myint, Suu Kyi y otras figuras políticas importantes fueron detenidos, junto con sus asistentes, y estallaron protestas en todo el país, incluida, por primera vez, Naypyidaw, la capital fortaleza construida por los militares a mediados de la década del 2000. Mya Thwe Thwe Khine, una trabajadora de supermercado de 19 años, estaba protegiéndose de un camión lanzagua en Naypyidaw cuando un policía le disparó en la cabeza. Murió en el hospital el 19 de febrero y pronto empezaron a aparecer imágenes de su rostro en camisetas y pancartas.

«Calaveras» está incluido en Podar los brotes nuevos no detendrá la primavera, una colección de poesía y ensayos sobre la transformación de Myanmar provocada por el golpe y la resistencia nacional que ha causado. En uno de los ensayos, Suragamika, seudónimo de la escritora y cirujana Ma Thida, escribe sobre la respuesta violenta de los militares. «Muy a menudo, a la persona que se llevaban por la noche había que ir a buscarla al hospital la mañana siguiente, como cadáver.» Estos cadáveres a menudo mostraban signos de tortura. «Las autoridades afirmaron que el detenido había caído diez metros y había muerto mientras intentaba escapar de la custodia», dice Suragamika sobre Zaw Myat Lynn, un popular activista y colaborador de la Liga Nacional para la Democracia. «Y, sin embargo, su cuerpo –los ojos arrancados, la piel de la cara desollada, dientes faltantes, lengua ennegrecida y derretida, órganos internos ausentes– dice mucho sobre las circunstancias de su muerte.» Hasta la fecha, más de 4 mil personas han sido asesinadas por las fuerzas de seguridad y las milicias aliadas a la junta dictatorial. El Ejército ha arrasado aldeas y bombardeado campos de refugiados. Veinte mil personas están detenidas, 1,6 millones han sido desplazadas internamente y decenas de miles han abandonado el país.

La resistencia al golpe comenzó casi de inmediato. Los médicos y demás trabajadores del Hospital General de Mandalay fueron a la huelga la mañana después del arresto de los parlamentarios. A medida que el Movimiento de Desobediencia Civil crecía, en los meses siguientes, cientos de miles de funcionarios públicos se unieron a la huelga, incluidos los empleados de los ministerios de Defensa, Interior y Asuntos Fronterizos, que habían permanecido bajo control militar durante la apertura democrática de la década anterior. Los policías y los soldados descontentos dimitieron. Los trabajadores de bancos, hospitales, escuelas, fábricas y aeropuertos pararon. Lo mismo hicieron los empleados de las refinerías de petróleo, lo que provocó cortes de energía en las instalaciones militares. Una campaña de vacunación contra la covid-19 fue rechazada en masa, lo que llevó a la jefa de Unicef ​​en el país a escribir que «nunca había visto gente tan hostil a las autoridades como para rechazar la atención médica que necesitaban». El Consejo de Administración del Estado, como se denominó la nueva junta militar, intentó atraer a los funcionarios públicos con promesas de salarios más altos, así como con amenazas de despido y arresto. Pero la huelga siguió extendiéndose, paralizando el sistema administrativo y la economía del país. También hubo boicots a empresas de propiedad militar y una negativa generalizada a pagar impuestos contribuyó a una caída significativa de los ingresos del Estado.

En marzo de 2021, 28 organizaciones (partidos políticos, grupos armados de las minorías étnicas, organizaciones y sindicatos de mujeres y jóvenes) formaron el Consejo Consultivo de Unidad Nacional. El mes siguiente, el organismo anunció el establecimiento de un gobierno paralelo, el Gobierno de Unidad Nacional (GUN), que incluía a parlamentarios de Aung Suu Kyi y de otros partidos, así como a líderes de grupos étnicos minoritarios. El GUN comenzó a actuar como una combinación de grupo de presión y gobierno paralelo, pidiendo a las empresas que le pagaran los impuestos a él en lugar de a la dictadura, ayudando a proporcionar servicios públicos básicos en áreas fuera del control militar y alentando a los países extranjeros a reconocerlo como el gobierno legítimo. La composición del GUN, la mitad de cuyos ministros pertenecían a minorías étnicas y comunidades religiosas, reflejaba lo que parecía estar sucediendo entre los manifestantes. «Fuimos testigos de una solidaridad que nunca pensamos que existiera en la sociedad birmana», escribe Suragamika.

La represión militar también crecía. En un solo día, a finales de marzo de 2021, cerca de un centenar de personas fueron asesinadas en todo el país. La violencia estatal había contribuido a poner fin al último levantamiento nacional, en 2007. Pero esta vez, jóvenes de un amplio sector de la sociedad (estudiantes, trabajadores, banqueros, funcionarios públicos, marineros e incluso soldados) comenzaron a cambiar los pueblos y las ciudades por las regiones rurales de frontera donde las guerrillas de las minorías étnicas opuestas al Estado han estado operando desde hace mucho tiempo. En los campos de entrenamiento de las zonas fronterizas del este y del norte, miembros de la etnia mayoritaria en el país, los bamar, comenzaron a aprender tácticas guerrilleras, junto con los karen, los shan, los kachin y otras minorías; en el oeste, entrenaron con los ejércitos de los rakhine y los chin. En la historia reciente de Myanmar ya se habían producido muestras de unidad interétnica, pero lo de ahora no tenía precedentes: aparecieron cientos de batallones llamados Fuerzas de Defensa del Pueblo (FDP) y otros grupos armados integrados por civiles. Ye Myo Hein, investigador del Instituto de Paz de Estados Unidos, estimó a finales del año pasado que, desde el golpe, casi 100 mil civiles –un número prácticamente igual al de los soldados listos para el combate en el Ejército oficial de Myanmar– se habían unido a un grupo armado.

Igual de significativa es la geografía del conflicto. Desde el golpe, los combates han sido más intensos en el centro de Myanmar, en lugares como Monywa, donde fue asesinado K Za Win. Desde la independencia del Imperio británico, en 1948, se han lanzado decenas de insurrecciones, en su mayor parte de etnias minoritarias que buscaban la autodeterminación y más tarde la autonomía dentro de un sistema federal. Hasta ahora, estos conflictos se han limitado en gran medida a los siete «estados étnicos» en las fronteras occidental, norte y este/sureste del país. Ahora las FDP están atacando el corazón de la región de Bamar, que los militares han considerado una zona segura durante mucho tiempo. Los insurgentes están volando los puentes en rutas de suministro clave; han tomado puestos militares en municipios cercanos a Naypyidaw. Los generales habían trasladado allí la capital del país desde Yangón en 2005, precisamente porque su ubicación en las llanuras habitadas por la etnia bamar reducía el riesgo de ataques. Pero el poder del Ejército está disminuyendo. En una operación masiva lanzada en el este de Myanmar a finales de octubre, la Alianza de las Tres Hermandades, apoyada por las FDP y otros grupos rebeldes, tomó más de 150 posiciones militares, así como varias ciudades y cruces fronterizos. En el estado de Rakhine, en el oeste, el Ejército de Arakan, una de las fuerzas rebeldes más grandes de Myanmar, lanzó una serie de ataques en noviembre que, según el International Crisis Group, podrían «abrir un nuevo frente importante», con graves implicaciones para un Ejército ya sobrecargado. Desde que el régimen llegó al poder por primera vez, hace más de medio siglo, para mantener a raya a sus oponentes supo tomar las acciones militares apenas indispensables o hacer las mínimas concesiones posibles. Pero el peligro que plantea la alianza de las FDP y los grupos armados de las minorías es mayor que cualquier amenaza anterior.

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La decisión de Min Aung Hlaing, comandante en jefe del Tatmadaw (las Fuerzas Armadas de Myanmar), de poner fin en febrero de 2021 al experimento de apertura democrática que había comenzado hacía una década desconcertó incluso a quienes creían que entendían algo de la forma en que opera el Ejército birmano. Los intereses políticos de los militares parecían ya estar asegurados. La Constitución de 2008, redactada durante un período anterior de régimen militar absoluto, les otorgaba a los uniformados el 25 por ciento de los escaños parlamentarios, lo suficiente para vetar cualquier cambio constitucional. Aunque poco después del inicio de la transición a un gobierno civil, en 2011, Min Aung Hlaing ordenó ataques contra las minorías en los estados de Kachin, Karen y Shan, de todos modos se las ingenió para convencer a los diplomáticos occidentales –ansiosos por ver una historia de éxito democrático en Myanmar– de levantar las sanciones contra el país y llevar sus empresas a invertir. En 2021 los militares permitieron a la Liga Nacional para la Democracia ingresar al parlamento, donde se convirtió en la oposición formal (la primera desde principios de la década del 60), y luego le permitieron formar un gobierno, en 2016, pero mantuvieron el control de los ministerios clave. Los generales siempre tuvieron la última palabra. En este sentido, el golpe de 2021 no fue una ruptura fundamental.

Pero los militares sí tenían algo de lo que preocuparse. Observadores en Myanmar y en el extranjero habían estado investigando sus finanzas y revelaron no solo que miles de millones de dólares provenientes de intereses comerciales se estaban ocultando al público, sino también que parte de lo ganado a través de las asociaciones con empresas extranjeras se estaba canalizando hacia unidades militares implicadas en varias atrocidades. Si la Liga Nacional para la Democracia hubiera asumido un nuevo gobierno en 2021, habría impulsado reformas destinadas a debilitar el control militar del sector financiero. Sin embargo, los tentáculos de los generales están inmersos tan profundamente en la economía legal y en la ilegal que esto habría tenido un éxito apenas parcial. Quizás el plan siempre fue que la apertura política durara solo lo suficiente para que una inyección de capital extranjero aumentara las reservas del Ejército. O tal vez el verdadero objetivo era la destrucción de Suu Kyi y de toda oposición a los militares. Min Aung Hlaing, elegido para dirigir la junta tras la jubilación de Than Shwe en 2011, se considera el único garante de la unidad y la estabilidad del país. Pero, como ha escrito la profesora de Estudios Internacionales de la Universidad de Washington Mary Callahan, Min Aung Hlaing y Suu Kyi «tienen más cosas en común de lo que parece». Ambos son «conservadores, en lo moral, lo económico, lo religioso y lo social» y ambos «se consideran la encarnación de la nación». El general no pudo aceptar la elección de la premio nobel Suu Kyi por parte de los votantes; ella y su grupo se tenían que ir.

Durante las ocho décadas transcurridas desde la fundación del Tatmadaw, sucesivas juntas lo han reducido de una celebrada fuerza anticolonial a una institución interesada únicamente en mantener el dominio político y económico de sus líderes. El general Ne Win, cuyo golpe de 1962 estableció al Ejército como fuerza política dominante en el país, fue una figura clave en la campaña para expulsar a los británicos y siguió siendo popular incluso después de derrocar al primer gobierno civil de Birmania. El país había sido tan conflictivo en los años posteriores a la independencia que el golpe fue visto más como una operación de rescate que como una toma de poder. Pero, como escribió Yoshihiro Nakanishi en Soldados fuertes, revolución fallida: el Estado y el Ejército de Birmania 1962-1988, Ne Win pronto «reinventó el Estado para servir a su dictadura». Durante el siguiente cuarto de siglo dirigió el país hasta llevarlo a la ruina, y el descontento por la mala gestión económica de su régimen desencadenó un levantamiento popular en 1988. Fue derrocado en un golpe de su círculo cercano y el llamado Consejo Estatal para la Restauración de la Ley y el Orden tomó el control. La nueva junta, una generación de oficiales forjada al calor de despiadadas operaciones de contrainsurgencia, colocó la violencia en el centro de la vida política. Dos décadas de saqueo y enriquecimiento de una minoría contribuyeron a que Myanmar se convirtiera en uno de los países menos desarrollados del mundo a finales de la década del 2000. En 2010, el año anterior al inicio del proceso de apertura democrática, la esperanza de vida era de 63 años, en comparación con los 76 de la vecina Tailandia. El gasto anual en atención médica era inferior a un dólar por persona. Miles de activistas políticos estaban en prisión; el Ejército estaba en guerra con más de una docena de grupos armados y había perdido el control de muchas zonas fronterizas.

La crueldad y la negligencia de las sucesivas juntas causaron grandes dificultades, pero también hicieron que los 55 millones de habitantes de Myanmar fueran menos dependientes del Estado. La infraestructura social y económica de la que ahora depende la resistencia fue la que llenó ese vacío. Las organizaciones de la sociedad civil que durante mucho tiempo brindaron servicios públicos vitales ahora vienen trabajando junto con las FDP y otros grupos no militares para brindar atención médica y educación en áreas en las que las escuelas y los hospitales se han convertido en bases militares (desde el golpe, se han registrado más de 90 ocupaciones de instalaciones de salud por las Fuerzas Armadas y, solo en 2023, 320 ataques a hospitales) o carecen de personal suficiente como resultado de las huelgas y de que el personal se unió a las FDP. Mientras tanto, los sistemas informales de remesas que proliferaron durante períodos anteriores de gobierno militar se usan ahora para enviar millones de dólares desde la diáspora birmana a los trabajadores en huelga y a las familias indigentes, así como para comprar las armas de los soldados desertores y del mercado negro. La resistencia se ha esforzado en complementar las remesas con fondos recaudados de una manera que imite el proceder de un Estado. El año pasado, el GUN vendió un contrato de arrendamiento de una mina de gemas a un comprador anónimo por 4 millones de dólares. La mina aún es controlada por el Ejército, pero la idea es que los derechos mineros entren en vigor cuando el Ejército sea derrocado. La resistencia también ha vendido «bonos de la Revolución de la Primavera» sin intereses y acciones de bienes inmuebles de propiedad militar. Según el GUN, los bonos han generado alrededor de 50 millones de dólares en ingresos, mientras que los impuestos a los propietarios de tierras y las empresas en las zonas liberadas han aportado financiación adicional. En junio, el GUN lanzó el Banco de Desarrollo de la Primavera, basado en criptomonedas, eludiendo el control del sector bancario por la dictadura.

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No todos los que se oponen a los militares están de acuerdo con las tácticas de la resistencia. Ha habido fricciones dentro del movimiento de resistencia por los asesinatos selectivos de colaboradores de los militares. Más de 2 mil no combatientes han muerto en asesinatos y atentados, a pesar de que el código de conducta del GUN prohíbe tales acciones. Algunas de las víctimas no están directamente relacionadas con la dictadura: entre ellos, lectores de medidores que trabajan para compañías eléctricas estatales, por ejemplo. Pero la mayoría de los blancos de estos ataques son informantes militares, conocidos como dalan, personas que frecuentan las tiendas de té y los lugares de trabajo y luego informan a la dictadura las cosas que escuchan. El GUN, que ha creado más de 20 fiscalías en las zonas liberadas, ha enviado a varias personas a la cárcel por matar a estos colaboradores. Pero el número de cadáveres sigue aumentando. Los asesinatos muestran dos cosas que el GUN aún no logra controlar enteramente: primero, su autoridad sobre muchos de sus elementos armados es solo nominal; segundo, no existe un consenso claro sobre qué acciones están justificadas y cuáles no. Algunos miembros de la resistencia, especialmente aquellos de minorías étnicas, celebran que las FDP mantengan su independencia de los organismos nacionales. Pero cualquier gobierno civil que quiera unificar la sociedad de Myanmar enfrentará un enigma: cómo lidiar con los crímenes cometidos por su propio bando sin que los grupos que se han unido para luchar contra la dictadura se enfrenten entre sí.

Otra característica destacada de este período ha sido el papel central desempeñado en la resistencia por grupos marginados –en particular las mujeres jóvenes– y las alianzas forjadas entre comunidades religiosas y étnicas diversas. Pero esta unidad parece frágil. Hace solo seis años, un sector muy amplio de la sociedad respaldó los ataques genocidas del Ejército contra los rohingya, una minoría musulmana del estado de Rakhine, en el oeste del país. Con la ayuda de civiles, el Ejército expulsó a 750 mil rohingya a Bangladesh, quemó más de 350 aldeas y mató a más de 10 mil personas en tan solo unos meses. Esa campaña genocida reveló que muchos que en el pasado se habían opuesto a la brutalidad militar eran capaces de excusarla en determinadas situaciones. Cuando comenzaron los ataques, los miembros de la Liga Nacional para la Democracia comenzaron a repetir las afirmaciones del régimen de que los rohingya eran intrusos venidos de Bangladesh que inventaban historias de atrocidades para ganarse la simpatía internacional. Suu Kyi incluso viajó a La Haya en 2019 para defender al general Min Aung Hlaing y a sus subordinados de las acusaciones de genocidio. Pero desde el golpe la opinión ha cambiado. El GUN emitió una declaración en 2021 en la que declaraba que «todo el pueblo de Birmania simpatiza con la difícil situación de los rohingya, porque ahora todos experimentan las atrocidades y la violencia perpetradas por los militares», y se comprometió a comenzar la repatriación de los refugiados rohingya cuando sea seguro hacerlo. En julio de este año nombró viceministro a un destacado activista rohingya, Aung Kyaw Moe.

El GUN es más representativo de la diversa sociedad birmana que la Liga Nacional para la Democracia, que no ha sido más que un vehículo para la hegemonía de la élite bamar. Pero su declaración sobre los rohingya no es del todo convincente. El texto ignora las verdaderas razones por las que el genocidio rohingya casi no tuvo oposición. Quienes no creyeron en las denuncias de las atrocidades cometidas contra los rohingya no lo hicieron porque pensaran que los militares eran incapaces de tales acciones. Lo hicieron debido a una vieja creencia de que no se puede confiar en nada que digan los rohingya (en especial su afirmación de que han vivido en Myanmar durante siglos), a quienes se cree capaces de decir cualquier cosa para reclamar una ciudadanía que, se dice, no merecen. De ello se dedujo, por tanto, que sus informes sobre masacres y violaciones en grupo tenían que ser falsos. Estas opiniones racistas estaban arraigadas tan profundamente que muchas personas se mostraron incluso dispuestas a apoyar la campaña militar de matanzas y expulsiones en masa. Es posible que estas actitudes hayan cambiado, pero sería precipitado suponer que se trata de un cambio a largo plazo.

En marzo del año pasado, mientras los generales se reunían en Naypyidaw para celebrar el Día de las Fuerzas Armadas, Min Aung Hlaing habló de su intención de «aniquilar» la resistencia. Según la mayoría de los indicadores, la guerra se está intensificando. La ONU informó en agosto que civiles y combatientes de la resistencia bajo custodia militar están siendo asesinados con una frecuencia cada vez mayor. El Ejército también ha destruido más de 75 mil edificaciones de todo tipo en todo el país. Hay informes periódicos de masacres de civiles, lo que sugiere que el castigo colectivo –una vieja práctica militar– es ahora política de Estado. La naturaleza de los combates también ha evolucionado. A medida que los grupos de resistencia son capaces de lanzar más ataques, la junta ha comenzado a llevar a cabo más bombardeos: en 2022 hubo más de 300, el triple que el año anterior. En abril, se lanzó una bomba de vacío (que absorbe oxígeno del aire para provocar una explosión masiva) sobre la aldea de Pazigyi, donde cientos de personas se habían reunido para conmemorar la apertura de una oficina local de las FDP. Decenas de personas murieron en el ataque inicial; luego, un helicóptero artillado ametralló a las que intentaban huir, lo que elevó el número total de muertos a más de 150. Entre ellos se encontraban niños en edad escolar que habían participado en un baile ceremonial. Helicópteros y aviones sobrevolaron el pueblo durante días e impidieron que nadie pudiera recuperar los restos de las víctimas. Nueve días después, el pueblo fue bombardeado de nuevo.

Está claro que no habrá una solución pacífica a la guerra. Cualquier intento de establecer estructuras estatales alternativas se considera ahora un acto de traición, como lo demostró la destrucción de Pazigyi. Mientras tanto, el sorprendente éxito de la operación de la Alianza de las Tres Hermandades revela debilidades operativas que los militares han tratado de ocultar actuando con una violencia cada vez mayor: en el este del país, la campaña de bombardeos aéreos ha dejado 50 mil desplazados y un número desconocido de muertos. Los esfuerzos de las potencias occidentales para socavar la dictadura han sido lentos: el mes pasado, Estados Unidos imitó a la Unión Europea al prohibir las transacciones financieras con la empresa estatal Myanmar Oil and Gas Enterprise. Reino Unido y otros países también han sancionado a personas y empresas que suministran armas a los militares. La primera medida golpea una fuente clave de financiación; la última tendrá un efecto limitado. Desde el golpe, la dictadura ha importado armas y equipos por valor de más de 1.000 millones de dólares, principalmente de Rusia y China. Los vecinos de Myanmar no han querido o no han podido tomar medidas de importancia. La Asociación de Naciones de Asia Sudoriental (ASEAN, por sus siglas en inglés), que tiene la mayor influencia sobre Myanmar, primero le prohibió participar en reuniones de alto nivel, pero luego le permitió copresidir, junto con Rusia, el grupo de trabajo antiterrorista del organismo. Un plan de paz de cinco puntos elaborado por el bloque en 2021 ha sido un rotundo fracaso, y en junio el gobierno tailandés presionó para que la ASEAN volviera a colaborar con los generales. Pero la referencia a la aniquilación hecha por el dictador muestra que su estrategia para poner fin a este conflicto no implica mucho diálogo.

(Publicado originalmente en London Review of Books. Traducción de Brecha).

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