El dictador militar uruguayo - Semanario Brecha

El dictador militar uruguayo

El caso de Gregorio Álvarez muestra el arduo recorrido que va desde el militar con pretensiones políticas, pasa por el calculado desempeño de cargos cada vez de más responsabilidad hasta alcanzar lo que parecía su máxima aspiración, la Presidencia, y termina recluido en un presidio especial, con una condena que la naturaleza misma no le permitiría redimir de tan extensa.

Foto: Archivo Chele

Tal vez como pocos ejemplos en la historia del país, el caso de Gregorio Álvarez muestra el arduo recorrido que va desde el militar con pretensiones políticas, pasa por el calculado de­sempeño de cargos cada vez de más responsabilidad hasta alcanzar lo que parecía su máxima aspiración, la Presidencia, y termina recluido en un presidio especial, con una condena que la naturaleza misma no le permitiría redimir de tan extensa.

Seguramente su ambición se veía alentada por su idea de que los problemas del país eran de naturaleza sencilla, y que podían resolverse por cualquiera con ideas claras y capacidad de mando. Integrante de una familia de militares, ascendió a general en el último ascenso por concurso, en 1971 (tenía 45 años). Junto con él ascendió, por antigüedad, su rival Esteban Cristi. Álvarez, que se consideraba el más político de los militares, era objeto de desconfianza y recelo de parte de Cristi y de su grupo, los Tenientes de Artigas, que veían un peligro en los políticos. Y si bien estuvieron de acuerdo en exterminar a la “subversión” y al “comunismo” por los medios que fuera, y coin­cidieron en algunos momentos como en el golpe de febrero de 1973 o en la destitución de Bordaberry –ninguno de los dos quiso perderse la foto ingresando al Palacio Legislativo en la mañana del 27 de junio–, los desencuentros entre ambos eran tan notorios como para atravesar el espeso velo de la interna militar.

Su carrera fue rápida. En 1972 se desempeñó como jefe del recién creado Estado Mayor Conjunto; sería allí que dictaría “la primera orden” autorizando la tortura a los prisioneros, un honor que reclamó en julio de 1978 cuando era comandante. Luego fue secretario del Consejo de Seguridad Nacional (Cosena) y comandante de la División de Ejército IV con sede en Minas. Allí se transformó en el “Supremo” de una región donde fomentó todo tipo de excesos con los detenidos (algunos particularmente repugnantes como los que sufrió un grupo de adolescentes de Treinta y Tres). En la permanente pulseada con Cristi, Álvarez debió sacrificar el control de inteligencia (que pasó a sus adversarios desde la destitución del coronel Trabal) pero pudo controlar la Comisión de Asuntos Políticos, la Comaspo, desde la que esperaba establecer un puente con las figuras políticas que pudieran resultarle afines.

En 1976 le pareció que llegaba su momento. Bordaberry resultaba un socio molesto para los uniformados, y la necesidad de definir la agenda electoral podía ser una buena posibilidad para seducir a algunos políticos e intentar una “apertura”: Alejandro Végh Villegas viajó a Buenos Aires para conversar con Ferreira Aldunate, en mayo de 1976. La movida se cortó brutalmente con los asesinatos de Michelini y Gutiérrez Ruiz, que alejaron la posibilidad de cualquier arreglo “aperturista”. Pero al año siguiente pareció presentarse otra oportunidad: el nuevo presidente estadounidense Carter reclamó a las dictaduras del Sur la formulación de una agenda para el retorno a la normalidad constitucional, y en agosto de 1977 los generales uruguayos anunciaron su primer “plan político”. Los tiempos parecían correr a favor de Álvarez: su rival Cristi pasó a retiro poco después del anuncio, y el cronograma previsto le daba tiempo para desempeñar la comandancia y pasar a retiro con tiempo suficiente para poder realizar actividad política en 1981, año fijado para unas curiosas elecciones con candidato único.

A partir de allí, todo pareció ir a pedir de boca: con el camino despejado, en enero de 1978 logró su designación como comandante; pasó a retiro un año más tarde y consiguió que los cuatro ascensos a general de 1979 fueran para gente de su grupo a cambio de apoyar la designación de Juan Vicente Queirolo, número dos en la lista “de derechas”. Así alteraba la correlación de fuerzas para asegurarse un buen número de votos cuando la junta de generales designara al “candidato único”.

Pero también había algunos signos inquietantes: si bien Álvarez era el general más antiguo, en 1978 debió dedicar tres reuniones para convencer a sus colegas. Ya como comandante, hubo dos episodios que muestran las resistencias en la interna. En mayo y junio apareció El Talero, un pasquín dedicado a denunciar las “maniobras” y las “traiciones” del comandante. Éste reaccionó rápidamente y destituyó al jefe de inteligencia, el general Amaury Prantl, y a sus colaboradores en la operación (entre los que se contaba el mayor José Nino Gavazzo); pero no pudo recuperar el control de inteligencia, que pasó al general Iván Paulós. Pocas semanas después, el episodio del “vino envenenado” lo puso nuevamente en evidencia y al parecer anuló otra de sus “operaciones aperturistas”, ya que pocos días después el comando desmentía terminantemente que planeara sustituir al presidente Aparicio Méndez por un triunvirato integrado por el comandante y representantes de los partidos tradicionales. Sería la segunda vez que los asesinatos frustraban sus operaciones políticas.

También hubo una situación inesperada que terminaría actuando en su contra. Cuando designaron a Queirolo como comandante, el desairado general Juan J Méndez, primero de la derecha, pidió su pase a retiro. Quedaba una nueva vacante, y los generales decidieron que ascendiera el coronel Hugo Medina, del grupo adversario. Un triunfo que no parecía importante: de acuerdo con el orden de antigüedad Medina no llegaría a la comandancia.

En 1981, luego de laboriosas reuniones, finalmente Álvarez sería designado presidente, y comenzó a presentarse como una “figura de unidad” para los partidos tradicionales como lo muestra el gesto (bastante pueril) de poner una rosa blanca y una roja en el monumento a Artigas. Pero su presidencia no fue lo que esperaba: confundiendo su astucia para superar rivales con capacidad para ejercer el gobierno, no tuvo reflejos para superar las dificultades económicas ni talento para aprovechar el ejercicio de la presidencia en una etapa de transición. Su obstinación por mantener la “tablita” en plena crisis le hizo perder pie entre sus colegas; y la muerte del general Yamandú Trinidad lo privó de su operador político más confiable, destinado a ocupar la comandancia en 1984 en el momento de las elecciones. Su lugar en el escalafón lo ocupó Hugo Medina, que a la condición de inesperado general sumaría la de imprevisto comandante. Él fue el encargado de negociar con los dirigentes políticos, luego de la torpeza mostrada por el general Rapela en el Parque Hotel y de mostrar su propia habilidad para sortear el asesinato de Vladimir Roslik en un cuartel de su dependencia.

El final de su carrera política fue tan oscuro como su comienzo: abandonó la Presidencia en febrero de 1985 y desde entonces estuvo permanentemente bajo acusación por su responsabilidad en el terrorismo y por algunas maniobras como el Operativo Conserva. Cuando veinte años después llegó la hora de responder ante la justicia, mostró una ridícula arrogancia que alcanzó la cumbre cuando exhibió las esposas a los fotógrafos que lo esperaban en el juzgado. Como última ironía de la suerte, le tocó convivir en Domingo Arena con algunos de sus enemigos más acérrimos de la interna.

Ahora nos llega la noticia de su muerte. A más de 30 años de democracia, mejor recordado por sus crímenes que por sus logros, muere el único dictador militar uruguayo del siglo XX tras purgar escasos años de su condena. Pero la gravedad de sus delitos y la demora de su sentencia judicial hacen de su caso una denuncia de la lentitud de la justicia para saldar las cuentas de la sociedad con la dictadura.

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