En 2014, cuando en España se percibía que el bipartidismo había tocado fondo, especialmente por la incapacidad de mejorar la vida de los ciudadanos y los incesantes casos de corrupción que salían a la luz casi a diario, sucedió algo inesperado: una fuerza política con unos pocos meses de vida irrumpía con nada menos que cinco diputados al Parlamento Europeo. Esa fuerza política era Podemos. Para algunos era una reacción lógica por el hartazgo ciudadano hacia la política tradicional que no pasaría a mayores. Otros, entre los que me incluyo, sentimos que estábamos frente al inicio de algo grande: el surgimiento de una izquierda fresca, nueva, desafiante del establishment, que conectaba con la gente común, con los jóvenes, con los indignados, con los descreídos, porque decía las cosas claramente y por su nombre. En esos tiempos se empezó a hablar con frecuencia de «asaltar los cielos», frase que poco a poco se convirtió en uno de los mantras de Podemos. En esa frase se fusionaban muchos anhelos, todos los cuales confluían en que había otra manera de hacer política. Había llegado la hora de incomodar al poder, llámense partidos institucionalizados, medios de prensa o grandes corporaciones. Y así Podemos se convirtió en un actor protagónico de la política española.
Pronto integró parlamentos autonómicos, ayuntamientos, Congreso de Diputados, y terminó compartiendo gobierno con el PSOE. Puede que desde Uruguay esto suene un poco lejano, pero en España fue un verdadero terremoto político. Esto fue posible sobre todo por los esfuerzos de un líder carismático y combativo que lideró la fuerza política desde el principio, el profesor universitario Pablo Iglesias. Duro en el debate, con una oratoria brillante y un conocimiento profundo de las técnicas del marketing político, se caracterizó por decir lo que nadie decía. Para muchos fue un referente indiscutible, para otros fue también parte del problema. Con una personalidad arrolladora pronto fue visto como una persona arrogante, que dejaba muy poco espacio a los demás. Un proyecto, para que sea exitoso y durable en el tiempo debe ser colectivo, no personalista. Y tal vez ese sea uno de sus errores: creer que era su proyecto, no el de todas y todos. Para muestra basta con analizar las grietas que empezaron a aparecer, sobre todo a partir del segundo congreso del partido (Vistalegre 3), en 2017: las luchas intestinas por el poder con Iñigo Errejón, que acabaron con su salida del partido; la ruptura con los Anticapitalistas; la alianza con Izquierda Unida que nunca terminó por cuajar, etcétera.
Si bien la entrada en el gobierno de Podemos en 2020 permitió avances concretos como la subida del salario mínimo o el amplio escudo social en la pandemia, también obligó a tragarse varios sapos. Tuve la suerte de ser un espectador privilegiado de ese proceso como cargo público de Podemos, y, más allá de esas batallas que se libraban en la interna del partido, hubo muchísima gente que peleó en los municipios, en los barrios y en las calles para lograr cambios que mejoraran la vida. Hubo también momentos difíciles en los que se vivió frustración, desencuentros y la percepción de que cada vez nos alejábamos más del proyecto original.
Pasada una década desde aquel comienzo desbordante, Podemos está muy lejos de lo que fue. De aquellos cinco millones de votos que llegó a tener, con más de 70 diputados, hoy en día conserva una representación muy exigua. Iglesias abandonó la política en 2021, dejando en Podemos un vacío difícil de llenar. Ha habido intentos de recomponer el espacio con otras siglas -Sumar entre ellas-, pero las divisiones continúan hasta ahora, diluyendo cada vez más el espacio de izquierda. Se ha hablado mucho de construir un Frente Amplio a la española, pero por ahora, la unidad parece más un deseo que una realidad.
Dicho esto, sería un error mirar este proceso solo como un fracaso. Podemos no conquistó los cielos, es cierto, pero movió el suelo. Hizo tambalear estructuras enquistadas, rompió la comodidad del bipartidismo y amplificó voces que venían siendo silenciadas. No es poca cosa. Y para nosotros, que hoy seguimos construyendo desde este rincón del sur, hay lecciones que valen oro. La política puede volver a entusiasmar si se habla claro, si se mira a los ojos, si se conecta con la vida real de la gente. Pero también que, sin organización, sin apertura al disenso, sin proyecto colectivo, todo eso se desvanece. Podemos fue un experimento intenso y valiente, y como toda experiencia humana estuvo lleno de contradicciones. Vivió momentos de auge y de caída. Personalmente, me ha dejado enseñanzas y experiencias. Me enseñó a creer, a dudar, a insistir, pero, sobre todo, a no olvidar que los procesos colectivos no se construyen con líderes iluminados, sino con personas que se animan a caminar juntas, incluso cuando el cielo parece más inaccesible que nunca.
Esteban Tettamanti (Montevideo, 1975) es gestor cultural, comunicador y máster en Comunicación Política. Estuvo radicado en España entre 2011 y 2024. Durante nueve años (2015 – 2024) fue concejal del Ayuntamiento de San Lorenzo de El Escorial (Madrid) por Podemos, donde impulsó políticas de proximidad, participación ciudadana y memoria histórica. En 2021 fue candidato a la Secretaría General de Podemos, encabezando el sector crítico dentro de la izquierda transformadora española. Actualmente reside en Uruguay, donde, dice, «busca contribuir al debate público desde una mirada progresista, municipalista y latinoamericana».