Hace un tiempo se hizo relativamente viral un recorte de una charla TED del actor Ethan Hawke en la que resaltaba el rol social de la poesía como acompañamiento y archivo de la experiencia humana. Cuando te enamorás, cuando te rompen el corazón o se te muere una persona querida, decía, y encontrás que alguien ya pasó por lo mismo que te pasa, ese es el momento en que entendés para qué existe la poesía y por qué la creatividad humana importa. Con eso en mente, a la sazón de este apocalipsis de IA y posironía en el que vivimos, me encontré con Ya no seremos tapa de disco, poemario ganador del premio Onetti 2023 y segundo libro del poeta y docente Juan Andrés Felártigas (1986).
Los poetas son personas, también y primero que nada. Es una cosa que uno –hago mea culpa– puede tender a obviar cuando aquello a lo que accedemos, sea el libro o el poeta, es el resultado de una industria editorial aceitadísima. Sin embargo, en tiempos y rincones del mundo en los que la poesía no sirve para hacer plata, sino más bien para lo contrario, una persona solo es poeta porque tiene la necesidad impostergable de traducir la experiencia en un contenido concreto a través de una forma.
En esta segunda entrega de Felártigas, es un aire velatorio el que toma la forma del poemario. Ese «Ya no…» que resuena con el de Idea; el epígrafe de Ibero Gutiérrez, poeta trunco; el poema de apertura sobre un abuelo que muere, como hacen en general los abuelos, y vuelve a morir «como nunca se ha muerto/ un martes a la noche»; el epónimo final que se rinde ante el paso del tiempo y el cambio de paradigma. El esquema dominante es el duelo como espacio de claridad y reflexión. Es, aunque el término esté un poco bastardeado, el momento de la anagnórisis.
Otra gran parte del libro se ocupa de repensar, en el espacio del duelo, episodios de uno o varios amores que, como el abuelo, mueren y vuelven a hacerlo. No se encuentran grandes innovaciones en ese sentido: la relación amorosa es, a su vez, literal y figurativa, en una operación ya conocida pero temáticamente consistente: el duelo tiñe y mezcla todo, forzando la reconstrucción a partir de los fragmentos.
Es cierto que la referencia como recurso puede estar un poco demodé, y que la mirada que se vuelve todo el tiempo hacia Estados Unidos cansa, pero el poeta es dueño de su estética y elige a sus propios abuelos. El duelo es un tema más viejo que el tiempo y es en esa intertextualidad que el poeta construye su mundo, su red genealógica. Aunque de entrada a uno puedan aburrirlo títulos como «El puente de Brooklyn», «Viejo Walt» (en referencia a Walt Whitman) o «Fue una mañana de domingo en Idaho», esa sensación de cosa vieja y de torre de marfil se vuelve autocrítica del paradigma vetusto que puebla todo el libro, desde el arte de cubierta hasta la última palabra. Lo velado también es, en ese sentido particular, la poesía, o ese mito de lo poético, al menos. Mito que está construido –como todos los mitos de nuestra época– sobre los cimientos del romanticismo liberal.
El juicio nos corresponde a los críticos, a los jurados y a los lectores en general, por lo que no hay que darle nunca demasiada cabida. Quizás la poesía de Juan Andrés Felártigas no me llame, mucho menos me cambie la vida. En última instancia, lo que importa es su potencialidad. Sus temas no me encuentran, su estética me es ajena, pero todo esto es más una cuestión de sincronía que de valor literario, cosa por completo real y cuantificable.
Elijo rescatar que el poeta de Ya no seremos tapa de disco no se entrega al cinismo posirónico que reina en estos días, sino que parece creer sinceramente en la fuerza primal de la poesía, en su vitalidad humana. Hay un reconocimiento subyacente de que, en último término, eso que se vela está ya fuera de lugar. Tampoco hay conservadurismo en esa melancolía. Es un lamento, nomás, un ubi sunt. No debería extrañar, los poetas siempre miran atrás con nostalgia.