MasterChef es el programa más visto de la televisión uruguaya, con una audiencia promedio en Montevideo que equivale a tres estadios Centenario repletos. Acá la tribuna también podría gritar “El Gorzy se la cooomeee”, pero en clara alusión a la comida preparada por los participantes. Sus 176 mil espectadores semanales representan más que la suma de todos los socios de Nacional y de Peñarol; son 42 Teatro de Verano hasta las manos; son dos veces y media la votación del Partido Independiente en las últimas elecciones, es una multitud.
Con esta medición, el programa superó el récord de una producción local, que lo tenía el debate en vivo de Rafael Michelini y Pedro Bordaberry en Zona urbana en 2006.
Once años atrás la gente elegía ver a dos políticos debatiendo y buscando lo mismo que hoy en MasterChef: conocer la verdad de la milanesa.
Se puede establecer cierto paralelismo entre la política uruguaya y la cocina, no en vano se dice que acá las elecciones las gana el que triunfa en Canelones. Y esto no es verdurita.
En política siempre se está cocinando algo y nunca faltan los ñoquis, los dirigentes tienen la sartén por el mango, son de meter la cuchara en todo y, cuando las papas queman, se dan vuelta como un panqueque.
Hoy la gente dejó de definirse ideológicamente como de izquierda o derecha, la cuestión está entre ser carnívoro o vegetariano. Y entre estos últimos te encontrás a los ovolactovegetarianos y a los veganos, que equivalen a moderados y radicales.
También están los crudívoros, que vienen a ser como la Unidad Popular dentro de los vegetarianos. Todo pasa por la alimentación, por eso el oficialismo consideró promover la candidatura de Mario Bergara, un dirigente bien puchereado, que vos lo ves y decís: “este se los come a todos… si es que todavía no se los comió”.
El dilema en este tenedor libre de la democracia es elegir entre la cocina clásica y la cocina de vanguardia.
Están los que dicen que sólo hay dos tipos de cocina: la buena y la mala, pero, por desinformación o publicidad engañosa, a veces terminamos eligiendo comida chatarra y, lo peor, ampliamos el combo por cinco años más.
Más allá de este paralelismo, los programas gastronómicos han desplazado a otros contenidos televisivos. Antes veíamos series policiales porque queríamos que triunfara la justicia. Elegíamos el género acción y aventuras porque queríamos combatir el mal y salvar al mundo.
Uno veía telenovelas porque quería en definitiva encontrar el amor de su vida y ser feliz.
Que lo más visto sea MasterChef es señal de que tiramos la toalla, nos resignamos a la injustica y a la infelicidad y nos conformamos con que la salsa blanca no tenga grumos.
Hoy el héroe no es el que desarticula una célula terrorista o desactiva una bomba, o rescata a la doncella o salva a la humanidad, el ídolo es aquel que consigue que no se le corte la mayonesa o que no se le abran los raviolones de calabaza.
MasterChef no es una excepción, los programas de cocina son la receta del éxito. Por eso nuestros hijos ya no quieren ser bomberos, ni policías, ni astronautas, quieren ser chefs.
No quieren ser un rock star, quieren ser Martín Schwedt, que le cocinó a Mick Jagger, a Paul Mc Cartney y a Madonna.
No quieren ser Luis Suárez, ni Edinson Cavani, quieren ser Aldo Cauteruccio.
No te piden la capa de Batman sino la pashmina de Puglia.
No empuñan la espada proclamando “¡Por el poder de Grayskull!”, sino que blanden el cucharón gritando: “¡Está cggudo!”
Y cuando ven a Peppa Pig se la imaginan asada con una manzana en la boca.
Estamos en el horno.