La propaganda masiva que difunde el eslogan “Haití abierta a los negocios” es la máxima expresión del descaro en un país donde el salario promedio es de un dólar y medio por día para trabajadores que no tienen luz ni agua corriente ni servicios sanitarios y sin embargo son privilegiados porque conservan una vivienda precaria. Los haitianos que viven en la extrema pobreza –el 55 por ciento de la población– ganan lo mismo, cinco veces menos que el hipotético “salario de vida”, pero viven en campamentos o simplemente al aire libre. En todo caso, ni unos ni otros creen que el “gran cambio” hacia un “desarrollo sostenible” se materialice en el proyecto estrella del flamante presidente Martelly, el Parque Industrial Caracol, donde se asentarán fábricas de ensamblaje a partir de la inversión de 124 millones de dólares de fondos de los contribuyentes estadounidenses y de otros 55 millones aportados por el BID. Los hoteles de Puerto Príncipe están abarrotados de hombres de negocio extranjeros que esperan reeditar el clima de ganancias mediante explotación semiesclava similar a la de dos décadas atrás.
Junto con la sobreexplotación del trabajo persisten hoy la corrupción, el narcotráfico y la prostitución, agravados por las consecuencias sociales del terremoto de 2010 que devastó la isla. Pero no todo es un remake: el clima de violencia política tras el derrocamiento de Jean Bertrand Aristide en 2004 ha dado paso a una ficción democrática y a una cierta estabilidad, si se ignoran las cada vez más frecuentes y multitudinarias manifestaciones callejeras, como las registradas el lunes 17. La diferencia radica en la ocupación del territorio por las fuerzas militares de la ONU.
En 2004 la Minustah se proponía consagrar “el desarme, la desmovilización y la reinserción”; y en 2006 “el mantenimiento del Estado de derecho, la seguridad pública y el orden público”. En 2009 fue comandada por el Consejo de Seguridad a “apoyar el proceso político en el país, promover un diálogo político inclusivo y la reconciliación nacional y prestar asistencia logística y de seguridad para la celebración de las elecciones previstas para 2010”. Tras el terremoto de enero de ese año se le asignaron nuevos objetivos que parecen exceder las capacidades de un contingente militar: nada menos que la “recuperación, reconstrucción y estabilidad” del país.
Demasiada responsabilidad para 7.308 soldados y 2.778 agentes de policía.
Es posible admitir estabilidad, si se entiende por ello ausencia de golpes de Estado; pero es dudoso que se pueda hablar de recuperación y reconstrucción cuando el 80 por ciento de la población pasa hambre, no tiene las necesidades básicas satisfechas, y se confronta con el 10 por ciento más rico de la población, que se apropia del 54 por ciento de la riqueza generada. Esa mayoría empobrecida y explotada todavía está expuesta al agravio de unas fuerzas de ocupación que gastan anualmente unos 600 millones de dólares y que ocasionalmente, como ocurrió con las tropas uruguayas, aprovechan el drama para regentear la prostitución.
Si en 2005, cuando el Parlamento uruguayo votó la participación en las fuerzas de la ONU, podía existir una duda razonable que diera crédito a una “misión de paz” impulsada por un “mando latinoamericano” que supuestamente desplazaba a Estados Unidos, hoy no quedan dudas de que esas “fuerzas de paz” son funcionales a los intereses de ese 10 por ciento de haitianos privilegiados y, particularmente, a los intereses de las trasnacionales que lucran con la miseria de todo un pueblo.
¿Qué hacen en Haití, entonces, las tropas de un ejército que no ha cambiado demasiado desde que abandonó el poder pero que responde a un gobierno progresista? Esa pregunta está planteada para los legisladores que deberán resolver si amplían el contrato con la ONU y autorizan una prórroga de la participación de las tropas uruguayas en la Minustah.
Como insumo para ese debate, la Sociedad Latinoamericana de Economía Política (SEPLA) distribuyó entre diputados y senadores el texto de la “Declaración de Haití”. La junta directiva de SEPLA, invocando los conceptos humanistas que rigen al Parlamento uruguayo, “espera que en este caso actúen con igual sabiduría en defensa de la autodeterminación, la soberanía y los derechos humanos del pueblo haitiano”.
En noviembre pasado la SEPLA reunió en Puerto Príncipe, en ocasión del VIII Coloquio Internacional anual, a más de un centenar de economistas y representantes de movimientos populares de Argentina, Brasil, España, Haití, Perú y Uruguay, que debatieron los elementos clave de la coyuntura mundial y regional, denunciando nuevas ofensivas del capital, la privatización y reprimarización de las economías dependientes y el papel que siguen jugando las entidades financieras y grupos de poder que son parte responsable de la crisis internacional.
“El largo silencio y cuarentena que ha venido sufriendo históricamente y sufre hoy el pueblo haitiano” motivó el análisis específico bajo el lema “Haití y América Latina: un encuentro urgente y necesario”. El documento final, denominado Declaración de Haití, señala los aspectos centrales de la situación detectados por los economistas: “la aplicación de planes de ajuste estructural para la economía haitiana desde la década del 80 hasta hoy, que destruyeron una gran parte del potencial productivo de su economía campesina y reforzaron la dependencia del sistema político llevándolo hasta una tutela de facto; la instalación de un capitalismo raquítico dotado de un fuerte potencial destructivo; la imposición de una violencia permanente sobre las clases populares, sobreexplotadas, excluidas y marginalizadas”.
La pauperización que afecta al 80 por ciento de la población se explica, según la SEPLA, por “las transferencias masivas de ingresos hacia las clases dominantes”; y se agudizó por “el terrible terremoto del 12 de enero de 2010 que empeoró la crisis estructural destruyendo 120 por ciento del PIB”. Los economistas latinoamericanos señalan en el documento que la coyuntura “ofreció un espacio favorable a nuevas ofensivas del capital trasnacional acelerando la corrupción y las tendencias a una gangsterización de la economía gangrenada por el tráfico de drogas y los mecanismos del lavado de dinero”.
El documento refiere explícitamente “la denuncia, el rechazo y la condena a la ocupación por las tropas de la Minustah” y pide a los pueblos y a los gobiernos latinoamericanos cambiar radicalmente sus políticas hacia Haití retirando sus tropas incluidas en las fuerzas de la ONU e instaurando de forma urgente una nueva política con Haití que “priorice la cooperación económica, social, cultural, tecnológica y científica en una lógica de integración alternativa y complementaria”. El manifiesto pone de relieve “el tratamiento inhumano dado a la epidemia de cólera introducida en Haití, según todos los informes de expertos, por las tropas de la ONU, que no movilizaron fondos significativos para salvar más vidas y erradicar la epidemia”.
Es posible que el contenido de la declaración, que resume una situación por demás denunciada, no altere la predisposición dominante en el Parlamento a la ampliación de la participación de las tropas uruguayas; pero será interesante ver qué argumentos se contraponen a ese diagnóstico y denuncia, y cómo se ensaya la fundamentación de una política cuyas verdaderas razones se mantienen ocultas.
La SEPLA exige “justicia y reparaciones para las familias de las víctimas” y una modificación inmediata de la política de la ONU que asegure “un acceso adecuado al agua potable y a los servicios de saneamiento para el conjunto de la población haitiana”.