El pasado 11 de abril, el fundador de Wikileaks, Julian Assange, fue expulsado de la embajada de Ecuador en Londres. El gobierno de ese país le había retirado minutos antes el estatuto de asilo, lo que desembocó en las dramáticas imágenes que dieron la vuelta al mundo con Assange arrastrado por agentes de la Scotland Yard a un furgón policial, para ser luego confinado en la prisión de Belmarsh, una cárcel de alta seguridad ubicada en el sudeste de la capital británica, lugar que se conoce popularmente con el apelativo de “el Guantánamo de Londres”.
Más allá de que la diplomacia ecuatoriana y su gobierno nacional hayan quedado en entredicho con tal acción violatoria del derecho interno e internacional, conviene hacer un repaso rápido de cómo llegó Julian Assange a la embajada ecuatoriana en Londres y sus seis años y diez meses de permanencia en ella.
Fue el martes 19 de junio de 2012 cuando Assange llegó a esas instalaciones diplomáticas. Chompa de cuero, casco de moto y una piedra en el zapato para cojear convincentemente fueron el camuflaje utilizado por quien nos desvelara, entre otras cosas, las atrocidades estadounidenses en la guerra de Irak y Afganistán, así como las injerencias del Departamento de Estado en la política nacional de prácticamente todos los países del planeta.
Negociada de antemano con las principales autoridades de la cancillería ecuatoriana, el gobierno del pequeño país andino dijo acceder a la petición de asilo político con base en criterios que se fundamentan en la defensa de los derechos humanos y el respeto a convenciones y tratados internacionales. En el fondo, desde el inicio hasta el final de dicha operación política se ocultaba la intención de reposicionar al entonces presidente de la República del Ecuador, Rafael Correa, como un adalid de la libertad de expresión, mientras en el interior del país el periodismo crítico era amenazado y perseguido por el régimen.
Assange, empujado por su necesidad de protección internacional, accedía así a ser herramienta y producto de la estrategia político-publicitaria de un gobierno menor en un país de escasa importancia geopolítica.
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Confinado en 19 metros cuadrados en una misión diplomática londinense que ni siquiera dispone de un patio interior donde recibir la luz del sol, la convivencia entre un Assange cada vez más desquiciado psicológicamente y unos funcionarios ecuatorianos de perfil ideológico más bien conservador y procedencia social elitista no fue fácil. El fundador de Wikileaks no se dejó domesticar tampoco por las presiones recibidas del gobierno ecuatoriano en diversos momentos. En octubre de 2016, se le cortó por primera vez el uso de Internet, por orden del entonces mandatario Rafael Correa. La decisión se tomó tras presiones del secretario de Estado estadounidense John Kerry, en el marco de las filtraciones de documentos de Wikileaks sobre la candidata presidencial Hillary Clinton. En un comunicado público del Ministerio de Relaciones Exteriores ecuatoriano, se reconoció entonces que al asilado australiano se le había “restringido temporalmente” su sistema de comunicaciones, dado que “el gobierno del Ecuador respeta el principio de no intervención en los asuntos de otros países y no se inmiscuye en procesos electorales en curso ni apoya a un candidato en especial”.
Esta circunstancia volvería a suceder en marzo de 2018, ya bajo el gobierno de Lenín Moreno, actual inquilino del palacio presidencial de Carondelet, de Quito. En la ruptura definitiva entre Moreno y Assange que se dio entonces, el mandatario ecuatoriano indicó que había heredado del gobierno anterior “una piedra en el zapato”, en referencia a la protección del fundador de Wikileaks. El rompimiento se dio tras una fracasada operación diplomática realizada por la hoy presidenta de la Asamblea General de Naciones Unidas. María Fernanda Espinosa, quien ejerció como titular de la cartera de Exteriores en el gobierno de Lenín Moreno hasta mediados de junio de 2018, había intentado sacarlo de territorio británico mediante la nacionalización ecuatoriana de Assange y su nombramiento como consejero diplomático con salario de funcionario público.
Assange debía empezar a ejercer su cargo el 19 de enero de 2018 y el plan fracasó ante la negativa de Reino Unido, que evidentemente nunca reconoció el estatuto de asilado de un Julian Assange ya inclinado, en su evolución personal, a desarrollar actividades afines a los intereses estratégicos geopolíticos rusos. Espinosa anularía inmediatamente después aquel nombramiento, dejando al descubierto las pueriles limitaciones estratégicas del gobierno ecuatoriano.
Con José Valencia ya como titular del Ministerio de Relaciones Exteriores, la situación del australiano se complicó notablemente. Valencia, un diplomático de carrera, ya había dado muestras de sus posiciones pro estadounidenses durante la crisis de Angostura de 2008 –violación de la soberanía territorial de Ecuador por Colombia por medio del bombardeo de un campamento clandestino de las Farc–. La llegada de Valencia al frente de la cartera ocurrió en el marco del fin del ciclo progresista, momento de realineación de las políticas exteriores de Sudamérica con los intereses de la Casa Blanca. De aquellos barros, estos lodos… Es así como, apoyado por sus colaboradores más directos, el presidente Moreno se sacó la “piedra en el zapato”.
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Sin embargo, y más allá de vergüenzas políticas internacionales, todo el procedimiento implementado por el Ministerio de Relaciones Exteriores es de dudosa legalidad. Quito le retiró indebidamente la nacionalidad ecuatoriana a Julian Assange –una necesidad legal para entregarle a Scotland Yard su nuevo prisionero–, violando la Constitución y la ley de Ecuador. Con el argumento de que dicha nacionalidad había sido otorgada irregularmente por la canciller anterior, el gobierno actual ignoró –urgido por los tiempos impuestos por intereses extranjeros– la obligación de garantizar a Assange el debido proceso. Este acto de desnaturalización debería haber sido validado por un juez en materia administrativa, y eso no sucedió.
En paralelo, y según la relatora especial de Naciones Unidas sobre ejecuciones extrajudiciales, sumarias o arbitrarias, Agnes Callamard, Ecuador ha expuesto a “graves violaciones a sus derechos humanos” a Julian Assange por retirarle la protección diplomática. Incluso la propia defensora del pueblo ecuatoriana, a contracorriente del gobierno y la posición generalizada en los medios de comunicación convencionales del país, expresó sus críticas al respecto e indicó que la decisión gubernamental “ha limitado los derechos a la nacionalidad, asilo, el principio de no devolución y las garantías del debido proceso previstos en la Constitución de la República, la ley de movilidad humana y en los instrumentos internacionales de derechos humanos”.
Acorralado ante semejantes argumentos, el gobierno de Ecuador se ha visto obligado a mantener un “show mediático” ante su ciudadanía, con la articulación de una narrativa que hace referencia a una trama de ciberespionaje internacional. Conscientes de que la lucha por el poder implica el control del mensaje, se desarrolló un disparatado discurso oficial en el que se implica a supuestos hackers rusos en territorio nacional –a los que nunca se encontró–, a un desarrollador sueco de software libre amigo de Assange y especialista en protección de datos, e incluso a la mascota que acompañó a Assange en su tiempo de confinamiento en la embajada. Según el embajador ecuatoriano en Londres, se sospecha que el gato –hoy desaparecido– adoptado por el fundador de Wikileaks en sus tiempos de reclusión diplomática estuviese entrenado por el huésped indeseado para portar sofisticados dispositivos de espionaje en su collarín.
En resumen y más allá del riesgo que hoy pende sobre la libertad e incluso la vida de Julian Assange, no cabe duda de que la acción ecuatoriana sobre este caso le daría la razón a Goethe, cuando dijo: “Contra la estupidez, hasta los dioses luchan en vano”.