Como en las ficciones anteriores de Manuel Soriano, en los relatos de Nueve formas de caer, el mundo interior se proyecta sobre el exterior en un juego de relaciones que revela una voz narradora clara pero no un protagonista único. La voz es la del personaje de apellido extranjero de Variaciones de Koch, libro de cuentos del autor que mereciera en 2010 el Premio Narradores de la Banda Oriental. En Nueve formas de caer es convocado nuevamente, si bien el apellido no se menciona en todos los casos.
Intuimos que sin ser siempre igual, se trata del mismo personaje, o acaso de otros con parecida sensibilidad. Su edad se mueve entre los treinta y pico y los cuarenta y poco, aunque en un cuento figura como niño; mutan las señas de la esposa y de los hijos, los trabajos y medicamentos cotidianos, el deporte que ejercita o describe, las fantasías con mujeres conocidas por azar, la pasión por el cine y los actores de Hollywood, los juegos de asociación, las marcas de moda, las búsquedas en Internet. El personaje narra lo que vive y lo que piensa y el lector entrevé un impulso literario moldeado por situaciones biográficas y generacionales. Del mismo modo que en una fotografía advertimos la presencia y la ausencia del fotógrafo, en estos cuentos, probablemente más oscuros que los de Variaciones de Koch –aunque en algunos las caídas no son irremediables e incluso admiten chispas de humor–, presentimos las luces y las sombras de un juego ambiguo entre la vida y la literatura.
Huérfanos de título –pese a que un par de ellos lo tuvieron en antologías– los nueve cuentos que reúne el libro sólo se distinguen por estar numerados, opción que refuerza la tesis de nuevas variaciones de Koch. De argumentos mínimos, a veces la trivialidad es materia narrativa y permite una rara sensación de ligereza, como si la historia principal se preservara en otro lugar. Es que si bien los sucesos narrados no son extraordinarios, alimentan una extrañeza indefinible, capaz de abonar un campo de conjeturas donde lo más intrascendente puede correrse de foco e inquietar al lector.
De este modo, como lo que importa suele estar no en lo que ocurre sino en la manera de narrarlo, en la reticencia y en los espejismos de la ficción, un Koch inseguro frente a la sensualidad de su mujer puede entrar al mar con su bebé, perder pie, patalear, sostener al recién nacido con los dos brazos y arremeter contra una ola: “Cruzaron la pared de agua de manera limpia; salieron del otro lado, Koch y el bebé, los dos peinados hacia atrás, y se echaron a reír casi, casi al mismo tiempo se echaron a reír”. En otro relato sorprende la repentina violación de su propia esposa en medio de unas vacaciones que acarrearon encuentros indeseados; en otro, deja a su niño al cuidado de dos prostitutas que miran televisión, mientras él, preocupado por ciertas anomalías que detectó en su edificio, se entrega a una sesión de masajes eróticos.
Los acontecimientos se suceden sin dramatismo –salvo un par de cuentos turbadores donde la tragedia se impone de la mano de adolescentes violentos y niños vulnerables– y ante ellos el lector termina reaccionando como el propio narrador, sin sorprenderse demasiado. Aun cuando los asuntos lleguen a ser trascendentes, están planteados con cierta distancia, a veces desde el entresueño del personaje, a veces mediante flashbacks. Sus pensamientos no se limitan al proceso mental que sustituye a la acción narrativa tradicional, reformulan la realidad en un itinerario textual y psicológico que hace vacilar las certidumbres del lector.
Enfocado en la paternidad y en la vida sexual, la identidad del varón de Nueve formas de caer se halla por lo general al borde de un abismo. El recorrido espacial –playas uruguayas y brasileñas, Montevideo, Puerto Madryn, Buenos Aires– está marcado por la dinámica de cada cuento, aunque el escenario central es siempre la mente escrupulosa de un protagonista que a veces parece ingenuo o inmaduro, y es capaz de autoironía. Sus vínculos con el resto de los personajes se establecen entre miradas y silencios, en encuentros que sobrevuelan su intensidad, frágiles y duraderos a la vez.
La enfermedad es tema recurrente, puede aparecer en los problemas detectados en el feto del hijo por nacer o en el bulto que condena la oreja de otro niño. Pero hay también un homenaje a Fogwill, inspirado en su última visita a Montevideo: el narrador quiere entregarle su primera novela, sin embargo se obsesiona con el gorro astroso que el autor de Los pichiciegos no se saca y esa cuestión absurda atrapa la atención del lector. Otro cuento registra las alternativas del asesinato de una joven argentina en Valizas, tema de conversación y pasatiempo de los veraneantes, que relega con naturalidad el horror del hecho real. Así progresan estos cuentos, desde rituales cotidianos a ciertas formas del miedo, la suspicacia o la indiferencia. En cualquier caso, el tropezón es caída.