Formada en Derecho, la carrera de María Esther Gilio en el periodismo comienza casi por casualidad: el crítico de cine José Carlos Álvarez, luego de una conversación sobre arte, le sugiere escribir sobre el pintor Alfredo de Simone. Pero, en lugar de escribir una crítica de arte, Gilio recurre a la entrevista; así, se dedica a encontrar a las personas que lo conocieron para que sean ellas las que hablen acerca de su obra. La crónica, publicada por primera vez en el diario La Mañana y recopilada luego en Protagonistas y sobrevivientes (editorial Arca, 1968), llamó la atención del mítico editor Carlos Quijano, quien la invitó a colaborar en Marcha.
Las entrevistas de Gilio se caracterizan por una fuerte impronta personal: ella valoriza los ritmos de la conversación, las pequeñas trampas del diálogo y lo emocional del encuentro, y se compromete con los entrevistados: «aquella larga confesión que se produjo al final […] no pasó a la entrevista escrita porque, era evidente, aunque el entrevistado no lo dijera, que esa confesión no debía ser publicada. Y que la perturbación mostrada por el entrevistado cuando se le preguntó sobre algo que debía conocer, pero desconocía, tampoco pasó a la entrevista escrita. Así como no pasó la arrogancia de aquel otro, vanamente escondida tras muchas palabras de fingida modestia, porque se trataba de alguien respetado y querido a quien intentamos defender de algunos resabios infantiles»1. Sin embargo, a diferencia de lo que sugiere el periodista Jorge Halperín2, Gilio no era necesariamente benevolente. En entrevistas a figuras políticas, se inviste de militante y ataca. Esto se deja ver tanto en su diálogo con Seregni3, al cuestionar su posición con respecto a la función del Ejército, como en la extensa conversación que mantiene con Wilson Ferreira Aldunate4, al hacer hincapié en la ley de seguridad del Estado que el líder blanco había votado en 1972. Sin embargo, su búsqueda en tanto entrevistadora no es colocar al entrevistado en un lugar incómodo. A diferencia de Oriana Fallaci (1929-2006), con quien fue comparada incontables veces, su estilo no es agresivo, sino que apela a la picardía y al humor. Se trata de retratar un momento y una figura, reivindicando al mismo tiempo el acto político de interrogar. La entrevista funciona con las reglas de un diálogo privado, es decir, a partir de la proximidad del intercambio, la exposición discursiva y las interrupciones, y se construye sobre la premisa de que la responsabilidad del periodista es con el público, no con el entrevistado.
TENSIÓN Y CALIDEZ
La faceta más reconocida de Gilio es la de entrevistadora cultural. Entre los reportajes que hizo a grandes escritores, hay dos figuras fundamentales que reaparecen constantemente: Onetti y Troilo. A Onetti lo conoció a finales de los años treinta. La anécdota del encuentro entre el escritor y la periodista varía: por un lado, ella recuerda haber querido establecer contacto luego de haber leído El pozo (1939), evento que es puesto en duda en el libro de Liliana Villanueva, en el que se sugiere que la adolescente cargada en brazos por Eladio Linacero está basada en una jovencísima Gilio.
De este vínculo surgirán una serie de entrevistas: la primera en 1965 y la última próxima a la muerte del autor. Además del vínculo de amistad, Gilio y Onetti establecieron una relación entrevistador-entrevistado que se centra en representar una tensión. De esta forma, Onetti encarna la figura de escritor frío, distante y sarcástico, mientras que Gilio interpreta a una periodista ingenua. Al ser ambos conscientes de la presencia del público y de lo que este espera de un escritor, el juego que entablan acentúa las excentricidades del autor, esas que lo separan del común de la gente. A lo largo de 27 años, esta aparente asimetría se mantiene, dejando entrever cada tanto una profunda complicidad.
Otra serie de entrevistas casi tan conocidas como las de Onetti son las que Gilio le hizo a Aníbal Troilo. En 1967, la periodista se armó de paciencia y lo esperó durante tres noches. Él se negaba a entablar conversación con la uruguaya; sin embargo, a fuerza de persistencia, ella logró entrevistarlo. «Che, bandoneón»5 narra el primer encuentro con el famoso bandoneonista, quien muestra cierta resistencia. Sin embargo, es en «Creo que soy un hombre bueno»6, de 1974, la entrevista en la que, acompañado por su mujer, Pichuco finalmente se suelta y cuenta sobre su infancia y sus inicios como bandoneonista, adentrándose en los temores que lo acechaban por la edad y la proximidad de la muerte. Este texto es un ejemplo claro de la forma de entrevista que Gilio cultivaba: la calidez y el respeto mutuo son lo que dan lugar a una conversación cándida y en profundidad, que transmite el alma del personaje.
Los reportajes culturales de Gilio son múltiples, y pasan de figuras de la talla de Borges, Bioy Casares, Roa Bastos y García Márquez –por boca de quien una Gilio exiliada se entera de los asesinatos de Michelini y Gutiérrez Ruiz– hasta personajes más mediáticos, como Isabel Coca Sarli y Moria Casán. Sin embargo, la periodista se para siempre en pie de igualdad, en una postura construida con base en una ética consciente, política.
UNA URUGUAYA QUE SE FUE
«Por la calle y a las redacciones empecé a ir disfrazada. Me ponía una peluca, anteojos de sol, una gabardina con el cuello en alto para cubrir la cara, una capelina, un pañuelo que ataba al cuello, adelante, como usaban las actrices de los setenta. Una mañana llego a la redacción de La Opinión pensando que nadie me iba a reconocer. Ahí estaba el Nene Bonardo, que cuando me ve así disfrazada, me dice: “María Esther, ¿de qué te disfrazaste?, ¿de vos misma?”.»
Para entender el trabajo de la autora, es imposible omitir el exilio. Durante 13 años –desde 1972, cuando una bomba fue colocada en su casa por la Policía, hasta el retorno de la democracia–, Gilio vivió en distintos lugares, reinventándose constantemente en el esfuerzo por sobrevivir. El primer exilio es en París, donde se siente «en el aire, sin raíces», para después volver al Río de la Plata, a Buenos Aires, donde escribe para la revista Crisis. Esta etapa está signada por la profesionalización de Gilio como entrevistadora. Al no poder ejercer su profesión, comienza a trabajar como periodista para sustentarse, lo que resulta en varias de sus más conocidas entrevistas a escritores, que establecerán la importancia de su voz. Cuando en Argentina la represión empieza a volverse cada vez más violenta, debe emigrar a Brasil, país en el que sobrevivirá por un tiempo como revendedora de ropa, entre otros oficios.
NO ME GUSTA HABLAR
No siempre el diálogo se da de manera fluida. En el caso de la entrevista a la Coca Sarli, porque el director Armando Bó la interrumpe y habla por ella; otras veces, porque el encuentro es azaroso, como sucede con la entrevista a Yevtushenko, que nace de la curiosidad que siente Gilio por un revuelo en el fondo de un avión; y finalmente, por la necesidad de insistir, como sucede con Margarita Xirgú, a quien se le presentó en la puerta de la casa luego de que la actriz y directora rechazara el encuentro.
Pero hay casos que vale la pena destacar: las entrevistas a Carlos Monzón (1974), Clarice Lispector (1975) y María Elena Walsh (1989). Las tres tienen en común una característica fundamental: los personajes accedieron a darlas, pero de todos modos resulta notorio que rechazan la idea del encuentro. Es en estas situaciones que el talento de la entrevistadora es puesto en cuestión.
El encuentro con Lispector comienza con un viaje en taxi. Un recorrido por un Rio de Janeiro veraniego, lleno de ruido y color. La ciudad está cargada de felicidad, contrastando con el gigantesco edificio gris en el que vive la escritora. Un apartamento lleno de corredores melancólicos que llevan a un gran living sin color, poblado de retratos y naturalezas muertas. Y Clarice Lispector, con toda su belleza y elegancia, corre detrás de un perro viejo que no deja de ladrar, poco dispuesta a comenzar la conversación. La realidad es que nunca lo hace del todo: parte del largo relato que abre la entrevista escenifica una instancia de tensión en la que, por una vez, las preguntas de Gilio son más largas que las respuestas de la escritora. Esta contesta con monosílabos y le indica que lea el libro que escribió Carneiro sobre ella, que allí encontrará las respuestas. Gilio resuelve la entrevista de manera inteligente: se da cuenta de que la brasileña no le dará información, por lo que recurre a su propia voz. El texto termina volviéndose una crónica de aquella vez en la que María Esther conoció a Clarice Lispector, y logra transmitir la esencia de la autora y la frialdad con la que repite que vive para el amor.
El trabajo con María Elena Walsh es distinto. La cantautora y escritora argentina sí contesta, aunque de manera escueta. El ejercicio de la periodista tiene que ver con tratar de incomodarla: de manera leve, sin violencia, pero buscando respuestas más viscerales. A partir de esta primera tensión, surge la complicidad. Lo que no significa que Walsh devenga más conversadora, sino que María Esther logra imprimir al diálogo cierta agilidad, en un ritmo semejante al de un interrogatorio. Esto es puesto en palabras al final de la entrevista, cuando Walsh le confiesa que le recuerda a la Policía.
El caso de Carlos Monzón cuenta con dos partes. Por un lado, el encuentro de la periodista con el boxeador en 1974, en el que el desagrado que la uruguaya despierta en Monzón es dejado en evidencia, al igual que su gran soberbia. Al transcribir la entrevista, Gilio llena esos espacios sin respuesta con un conteo de sus sonrisas y diálogos en la televisión, insistiendo en lo intimidante de la figura del atleta, quien contesta más de una vez con resoplidos. En 1988, con motivo del femicidio perpetrado por Monzón, Gilio hizo resurgir la entrevista con una fuerte introducción: «La entrevista que se transcribe a continuación tiene una finalidad, mostrar a Monzón en un tipo especial de relación en la que el otro, por cosas del azar, es una mujer. […] En esta entrevista, no hay una sola actitud de Monzón que permita pensar en una relación entre dos personas. La periodista, resulta evidente, no es para Monzón más que una mujer»7. Esta nueva lectura resignifica el encuentro, y lo que anteriormente era entendido como la hostilidad de un hombre soberbio deviene anticipo de un terrible acontecimiento.
OTRA PASIÓN
Como explica en el prólogo del libro Cuando los que escuchan hablan. Conversaciones con psicoanalistas (Libros del Zorzal, 2010), uno de sus mayores intereses fue el psicoanálisis. Si Gilio no fue psicoanalista fue tan solo por motivos materiales: la carrera no existía en Uruguay e irse a Buenos Aires a los 18 años no era una opción. El libro, reeditado este año por Estuario, recoge varias de las entrevistas que la periodista hizo a múltiples psicoanalistas. Se trata de figuras de gran importancia nacional y regional, entre las que se incluyen nombres como el de Jean-Jacques Miller, yerno de Lacan y editor de sus seminarios. Es a través de estas entrevistas que Gilio parece reencontrarse con una de sus lecturas fundacionales: se trata de Sigmund Freud, al que había leído de adolescente.
LA CUESTIÓN POLÍTICA
Cuando se le preguntaba cuál era su entrevistado ideal, María Esther Gilio contestaba que era «el inocente». Este rótulo es aplicable, dentro de su producción, a diversas etapas: va desde una serie de entrevistas a prostitutas publicadas en Marcha en los sesenta a conversaciones con campesinos brasileños. En la última etapa, ya viviendo en Uruguay y escribiendo para Brecha, un ejercicio que repite es el de preguntar por la calle, a personas de distintos estratos sociales, su opinión acerca de diversos hechos de actualidad. Entre estas encuestas, que tratan desde las elecciones de 1990 hasta el ajuste de salarios propuesto por el gobierno herrerista, pasando por la educación sexual y la violencia de género, tiene un valor especial la realizada en 1989, poco antes del referéndum sobre la ley de caducidad.
A partir de la idea de entrevistar al inocente se puede leer la primera parte de La guerrilla tupamara (1970), libro ganador del Premio Testimonio de Casa de las Américas. El libro comienza con una serie de crónicas y entrevistas a gente común, mostrando la miseria del Uruguay de finales de los sesenta. El pasaje por las entrevistas a internos de la Colonia Etchepare, presos y emigrantes, termina con varios encuentros con niños de escuelas periféricas, quienes hablan de los trabajos que hacen para ayudar a sus familias. Son ellos los que abordaron por primera vez la figura del tupamaro. Esta sección concluye con un reportaje que muestra la creciente visibilización pública de la organización, dejando entrever la función apologética del libro, que presenta al Movimiento de Liberación Nacional (MLN) como una posible solución al deterioro nacional.
En la segunda parte, aparece cierta maestría literaria: cuando la palabra es cedida al tupamaro, el lugar de la periodista y de quien realiza el testimonio parece fundirse. Ese nosotros, más adelante, se mostrará como la voz de dos guerrilleros. En este relato hay una apuesta a la épica del movimiento y, a su vez, se entremezclan la Gilio periodista con la Gilio abogada: es su trabajo como defensora de los presos políticos lo que la llevará a tener un contacto directo con ellos y a enterarse y documentar de primera mano las torturas que sufrían bastante antes del golpe de Estado.
Es aquí donde se cruzan la periodista de los años sesenta con la de los dos mil: los intereses de la entrevistadora primeriza son los mismos que los de la ya jubilada. En 2004 publica El Cholo González. Un cañero de Bella Unión, en una colección llamada Vidas Rebeldes, que dirige en la editorial Trilce. Es una extensa entrevista al cañero, militante primero de la Unión de Trabajadores Azucareros de Artigas y luego del MLN, entrando en los pormenores de su vida y sus actividades clandestinas hasta llegar al largo período en la cárcel y el retorno a Bella Unión. En este libro, al igual que en Aurelio. El fotógrafo (2006), de la misma colección, se pone de manifiesto la maestría de Gilio como entrevistadora, su paciencia y oído atento, y el enorme mérito de haberles dado lugar a voces fundamentales para entender esta etapa de nuestra historia nacional.
1 Conversaciones de María Esther Gilio. Buenos Aires: IMFC, 1993
2 La entrevista periodística de Jorge Halperín. Buenos Aires: Aguilar, 2008
3 “Concentración, una hermosa palabra” en Emergentes de María Esther Gilio. Buenos Aires: Ediciones de la Flor, 1986.
4 Wilson Ferreira Aldunate de María Esther Gilio. Montevideo: Ediciones Trilce, 1986
5“Che, bandoneón”, en Protagonistas y sobrevivientes.
6 “Yo soy un hombre bueno”, en Emergentes.
7 “Un cambio de golpes con Monzón” en Semanario Brecha. Montevideo, 25 de mayo de 1988.