En casi todos los rankings y mediciones internacionales que hacen referencia a la situación de los países de la región con respecto a valores clásicos de la democracia, Uruguay marca muy bien, y en los últimos años ha incluso acrecido su prestigio. Más allá de todas las múltiples referencias que han hecho de Uruguay un “país de moda” a nivel internacional, muy unidas a la concreción de leyes vinculadas a la llamada agenda de nuevos derechos, como al fenómeno del boom de popularidad global del presidente José Mujica, el país ha confirmado sus altas calificaciones en varios observatorios internacionales, que refieren precisamente a la valoración internacional de variables que hacen a la calidad de las democracias.
Con relación al primer punto, en los últimos años los uruguayos han tenido motivos para reforzar su tradicional inclinación a la autorreferencia y al “excepcionalismo”. A este respecto, valga recordar sólo en términos indicativos que en 2013 la revista británica The Economist calificó a Uruguay como el “país del año”, los elogios a José Mujica y la fuerza de su liderazgo se multiplicaron desde las procedencias más diversas, el diario británico Daily Mail caracterizó al país como “una pequeña joya oculta en América del Sur”, en medio de una miríada de elogios similares que podrían citarse. La ola de elogios fue tan extendida que un joven periodista estadounidense radicado en Uruguay, Will Carless, se sintió obligado a publicar una nota en el Global Post, un medio online de asuntos internacionales con base en Boston, bajo el título “8 Reason Uruguay’s not all that”, publicada el 8 de enero de 2014. En la misma, Carless argumentaba sobre distintos aspectos desfavorables que tornaban exagerada esa visión idílica sobre Uruguay. Su nota fue reproducida por medios uruguayos, provocando no pocos debates, lo que llevó a Carless a aclarar que su artículo sólo buscaba “agregar un poco de balance a la conversación”. (Véase El Observador on line, 9-I-14.)
Por su parte, en cuanto a altas calificaciones en rankings internacionales, se podrían citar también varios ejemplos: en diciembre de 2012 Uruguay fue calificado como el segundo país de América Latina que mejor cumple con las leyes y brinda mayores garantías procesales y fundamentales a sus ciudadanos en América Latina, detrás de Chile, según el informe de la organización estadounidense World Justice Project; en agosto de 2013, en la segunda edición del Índice de Inclusión Social realizado por la publicación Americas Quarterly, Uruguay subió al primer puesto del Índice (75,5 puntos) al desplazar a Chile (68,4 puntos), que ocupó el segundo puesto, mientras que en tercer lugar apareció Estados Unidos (64,4 puntos); en mayo de 2014 el Freedom House ubicó a Uruguay entre los países con “prensa libre” junto a Australia, Canadá, Costa Rica, Estados Unidos, la mayor parte de Europa, entre otros; también en mayo un Informe del Banco Mundial ubicó a Uruguay como el país con mejor ingreso real por habitante en América Latina; según un trabajo presentado en el Congreso Mundial de la Confederación Sindical Internacional (Csi), realizado en Berlín, con un Índice Global Rights que clasifica a 140 países del mundo utilizando 97 indicadores, Uruguay fue calificado como el mejor país de América y uno de los 18 mejor ubicados en el mundo para trabajar; según el Reporte Global de Competitividad 2013-14 realizado por el Foro Económico Mundial, Uruguay lidera el ranking de independencia judicial en América Latina y ocupa el 25º lugar entre los 140 países encuestados; entre otros.
Sin desmedro de la significación de estos registros, cabe advertir que en varios planos la ciudadanía uruguaya no se ha mantenido ajena al panorama de insatisfacción y malestar que mayoritariamente reina en torno a la calidad de la democracia en la mayoría de los países del continente. Por lo menos, la campaña en curso refleja un escenario de mayores contrastes, que objetivamente podría constituir un factor de bloqueo para muchas de las reformas estructurales que el país debe encarar para acceder a mejores niveles de desarrollo. Una de las principales referencias en este sentido se funda, por ejemplo, en la particularidad de combinar una de las mayores brechas de distanciamiento entre altos grados de adhesión a valores y prácticas democráticas, que sigue demostrando la población, y un cuadro más variopinto en algunos niveles clave de la participación política y en relación con la existencia de fuertes desconfianzas interpersonales en la vida cotidiana.
Para citar sólo uno de los ejemplos más escandalosos, si nos concentramos en los registros que aluden al peso específico de las mujeres en la política uruguaya, con seguridad nos encontraremos con una de las contradicciones más flagrante –si no la máxima– que afecta la calidad de la democracia uruguaya. En la publicación El Mapa 2014 de las mujeres en política, lanzado en marzo pasado por la Unión Interparlamentaria (Uip) y Onu Mujeres, Uruguay se ubica en el ranking de clasificación por debajo del promedio mundial y como uno de los peor ubicados en la región. Como se señala en el comunicado de prensa de ambas organizaciones al presentar el referido Mapa: “En cuanto al porcentaje de mujeres en puestos ministeriales, Uruguay se ubica en el número 60 del ranking, incluso por debajo de países como Emiratos Árabes (número 55). El promedio de 14,3 por ciento se encuentra por debajo del promedio mundial de 17,2 por ciento y del promedio de América de 22,9 por ciento. En cuanto a la región de América del Sur, Uruguay ocupa el peor lugar. Con respecto al porcentaje de mujeres en el parlamento, Uruguay se ubica en el número 103 con un promedio de 13,1 por ciento, por debajo de la media mundial (21,8 por ciento) e incluso de la media de los países del mundo árabe (16 por ciento). En América del Sur, Uruguay sólo está mejor que Colombia y Brasil”. (Véase Onu Mujeres. Comunicado de prensa. “Presentación Mapa 2014 de las mujeres en política.”)
De todos modos, a sabiendas de que hay elementos no medibles directamente sino evaluables desde perspectivas analíticas cualitativas, parecería que es posible decir que sigue predominando entre los uruguayos una visión autocomplaciente sobre el estado general de su democracia, fortalecido además en la comparación inmediata con las situaciones vividas por los restantes países de la región y del continente. El predominio de este relato autocomplaciente, que tiene viejas razones y raíces, no hace más que opacar la visión de algunos problemas reales y efectivos en varias dimensiones. Cierta atonía y hasta desaliento exhibidos por franjas importantes de la ciudadanía respecto del nivel de las propuestas y debates del ciclo electoral en curso, ¿no están también reflejando esos problemas e inconsistencias más profundas de la democracia uruguaya que a menudo invisibilizamos? Más allá de los análisis de la coyuntura y del seguimiento atento del itinerario sobre las intenciones de voto de candidatos y partidos, ¿estamos entendiendo realmente lo que pasa?
Una hipótesis pertinente podría emerger de una mirada más rigurosa y menos autocomplaciente, desde una perspectiva más larga y centrada en las exigencias concretas del reclamo de los ciudadanos descontentos y “no creyentes”, tal vez todavía una minoría pero que crece, y que en cualquier hipótesis será decisiva en octubre y en noviembre. Con seguridad de allí podrían salir pistas sobre asuntos que por debajo de la superficie registran contrastes fuertes en nuestra vida democrática, la mayoría de los cuales, de persistir, constituirá un bloqueo cierto para la consolidación de perfiles de progreso. Esas contradicciones que se advierten parecen confrontar una situación razonablemente buena en términos de la “sintaxis” de la política –reglas de juego, seguridad jurídica, garantías, estabilidad política, previsibilidad–, con una muy asimétrica en relación con ciertos elementos de la “semántica” –ejercicio efectivo de los derechos adquiridos, igualdad práctica, efectividad de ciertas políticas públicas en áreas sensibles, capacidades anticipatorias, propuestas estratégicas– de una democracia de calidad y a la altura de las exigencias de estos tiempos de cambio vertiginoso. Quizás un buen ejemplo de esto sea esta campaña electoral en la que, a menudo, la imagen y el “talante” de los candidatos parecen ser más importantes que la pertinencia de sus propuestas para mejorar en serio al Uruguay de nuestros hijos.
1 Algunas de las reflexiones que siguen son desarrolladas en profundidad en: La provocación del futuro. Retos del desarrollo en el Uruguay de hoy, de Gerardo Caetano, Gustavo de Armas, Sebastián Torres, libro recientemente editado por Planeta y que será presentado este próximo domingo 5 a las 19 horas en la Feria del Libro.