Desde el 7 de octubre, el gobierno de Joe Biden ha dado a Israel prácticamente todo lo que ha pedido, desde aviones de combate F-15 y bombas de fósforo blanco hasta cobertura diplomática en las Naciones Unidas. Biden y su secretario de Estado, Antony Blinken, le han puesto la firma a la destrucción de Gaza y a la «gacificación» de Cisjordania, donde militares y colonos israelíes han matado a más de 600 personas en el último año, entre ellas a la ciudadana estadounidense de 26 años Ayşenur Ezgi Eygi, asesinada a tiros durante una protesta pacífica cerca de Nablus. (Los padres de Eygi aún no han recibido ninguna llamada telefónica del gobierno de Biden, que afirma que está «recolectando la información» sobre el caso.) Con carta blanca de Washington, el gobierno de Benjamin Netanyahu también ha intensificado su larga guerra en las sombras contra Irán, llevando a cabo asesinatos de funcionarios iraníes en Damasco, así como el del líder político de Hamás Ismail Haniya en Teherán.
Pero los estadounidenses sí tenían una línea roja, que era una guerra israelí contra Líbano, para la cual, según se informó en su momento, el gobierno de Netanyahu buscó la aprobación de la Casa Blanca pocos días después del 7 de octubre. Netanyahu quería abrir un segundo frente con la esperanza de destruir a la organización chiita libanesa Hezbolá, aliada de Hamás, pero los estadounidenses se opusieron y los israelíes debieron archivar sus planes. La guerra fronteriza de baja intensidad con Hezbolá continuó, pero dentro de límites mayormente respetados por ambas partes. Hezbolá lanzó cohetes contra ciudades fronterizas en el norte de Israel, con los que mató a decenas de civiles y obligó a casi 100 mil a evacuar sus hogares. Israel mató a cientos de personas en el sur de Líbano, muchos de ellos civiles, y desplazó a más de 100 mil. Pero hasta esta semana tanto Hezbolá como Israel parecían calibrar sus respuestas a los ataques de cada uno para evitar una guerra a gran escala. A medida que se prolongaba el asalto de Israel a Gaza, su entusiasmo por un segundo frente parecía menguar: ¿cómo podría su ejército enfrentarse a Hezbolá si ni siquiera podía derrotar a Hamás?
El secretario general de Hezbolá, Hasán Nasralá, también ha tenido buenas razones para evitar una escalada. Nasralá no quiere saber nada con una repetición de la guerra de 2006, que provocó la devastación de partes de Beirut, el sur de Líbano y el valle de la Becá y la matanza de más de mil civiles libaneses; después de la guerra, en un gesto extraordinario, Nasralá se disculpó públicamente por haber provocado la ofensiva de Israel. También sabe que Irán, su principal patrocinador y aliado, no quiere que los misiles de Hezbolá, que se supone que deben ser un escudo contra un ataque israelí al programa nuclear de Irán, se desperdicien en Gaza: la solidaridad con Palestina tiene sus límites, incluso para el líder del «eje de la resistencia».
¿Por qué, entonces, Hezbolá ha intensificado sus ataques con cohetes contra el norte de Israel desde el 7 de octubre? Los comentaristas israelíes han argumentado que Hezbolá es responsable de este conflicto porque no ha logrado retirarse al río Litani y porque supuestamente Gaza no es su guerra. Pero Nasralá insiste en que está cumpliendo su parte de la alianza de Hezbolá con Hamás, Irán y los hutíes (la llamada estrategia de unidad de frentes) y ofreciendo el apoyo mínimo esperable al pueblo asediado de Gaza, que ha sido abandonado por otros regímenes árabes. También ha dejado claro que el lanzamiento de cohetes hacia Israel cesará tan pronto como se alcance un alto el fuego en Gaza. Como señaló Amos Harel, corresponsal militar de Haaretz, Nasralá ha mostrado una dosis considerable de moderación y autocontrol ante las repetidas provocaciones israelíes, en particular el asesinato en Beirut de Fuad Shukr, uno de los principales líderes de Hezbolá.
Es difícil ver cómo la prudencia de Nasralá sobrevivirá a los ataques a través de bíperes y radios de onda corta de esta semana, que han matado al menos a 37 personas, entre ellas cuatro niños, y han herido a miles. Con esta operación –que según The New York Times venía siendo planeada desde 2022, mucho antes del 7 de octubre– Israel ha logrado, como mínimo, llevar a cabo uno de los ataques simultáneos más espectaculares de la historia reciente. Atacó dos veces en días consecutivos, no perdió a ninguno de sus hombres y obligó a sus enemigos a entregar lo que nadie en el mundo moderno quiere entregar: sus dispositivos electrónicos (hubo escenas en Líbano de personas pisoteando sus teléfonos). El golpe psicológico a corto plazo es incalculable.
Imaginemos que una organización armada, como Hezbolá, hubiera llevado a cabo un ataque similar en Israel, detonando explosivos en los teléfonos de soldados y reservistas y asesinando a niños israelíes. Los estadounidenses no habrían esperado a «recolectar la información» antes de denunciar el ataque. La respuesta de gran parte de la prensa occidental también ha sido llamativa: llena de fascinación por el taimado ingenio del Mosad. Lo que el público no verá en estos relatos es la palabra terrorismo, que, cuando el perpetrador es Israel, es tan tabú como la palabra genocidio.
El terrorismo, el uso de la violencia contra no combatientes para lograr objetivos políticos, es una forma de propaganda, un mensaje tanto para el enemigo como para la propia base. ¿Cuál es, entonces, el mensaje de los ataques a los buscapersonas? Para el público judío israelí, todavía traumatizado por el 7 de octubre, y en particular para los israelíes que han huido de sus hogares en el norte, el mensaje es que Israel está restaurando la «disuasión», el tercer pilar de la ideología gobernante (los otros dos son el uso instrumental de la memoria del Holocausto y la consolidación de las colonias ilegales). Para Hezbolá y el pueblo de Líbano, el mensaje es que Israel puede atacarte en cualquier lugar y en cualquier momento y que le importan muy poco las bajas civiles (ese mensaje es redundante, dado que Israel ya es famoso en Líbano por su indiferencia hacia las vidas libanesas).
Algunos ciudadanos libaneses hostiles a Hezbolá al principio disfrutaron los ataques: la organización controla de facto gran parte de Líbano, en particular el aeropuerto de Beirut, y su influencia a menudo genera resentimientos. Pero una vez que quedó claro que se trataba de un ataque a Líbano y que podía ser el preludio de una invasión israelí (como la destrucción de la fuerza aérea egipcia el 5 de junio de 1967, que precedió a la Guerra de los Seis Días), los opositores dejaron de reírse a expensas de Hezbolá. Todavía recuperándose de su colapso financiero y de la explosión portuaria de 2020, Líbano tiene menos probabilidades de sobrevivir a una invasión israelí que las que tiene Hezbolá.
Nasralá está en un aprieto. El sistema de comunicaciones de Hezbolá ha resultado gravemente dañado y puede haber filtraciones dentro de la organización. Reconstruir ese sistema y erradicar a los espías serán sus prioridades. Pero no puede responder con la paciencia de los iraníes, cuyo estilo es prometer represalias y luego esperar años para ejecutarlas, porque Hezbolá está en la primera línea de batalla con Israel. Si Nasralá no responde, su moderación parecerá cobardía, y ese no es el mensaje que quiere enviar a sus seguidores. Pero si calcula mal o responde de una manera que ofrezca a los israelíes un pretexto para la invasión, podría tener entre manos una guerra que eclipse con creces la catástrofe de 2006 y ponga en peligro la posición de Hezbolá en Líbano.
Israel no ha asumido oficialmente la responsabilidad por los ataques, pero se regodea con sus resultados. Difícilmente se puede negar el éxito a corto plazo. Los ataques con bíperes han puesto a Hezbolá e Irán a la defensiva. Han distraído la atención de los horrores que Israel sigue causando en Gaza y Cisjordania, de la obscenidad de Sde Teiman, un centro de tortura y violación en el Néguev en el que han sido asesinados decenas de prisioneros de Gaza, y de la terrible suerte de los rehenes israelíes, la mayor amenaza para el mandato de Netanyahu. Pero ¿qué sigue? ¿Netanyahu apuesta a una reacción exagerada de Hezbolá? ¿Está intentando abrir un segundo frente y arrastrar a los iraníes –y a los estadounidenses– a la guerra? ¿Son estos ataques parte de su esfuerzo por hacer volver a Donald Trump a la Casa Blanca o simplemente está tratando de mantenerse en el poder con una demostración de fuerza militar? En Israel y de acuerdo con las encuestas, la guerra en Gaza lo ha hecho más popular que nunca, a pesar de las protestas masivas a favor de un alto el fuego.
Cualesquiera que sean sus motivaciones, Netanyahu ha hecho que una nueva guerra sea mucho más probable, y sería una guerra mucho más dura que la de Gaza para las ya exhaustas y desmoralizadas tropas de Israel. Hezbolá, que surgió tras la invasión israelí de Líbano en 1982, es un antagonista formidable, probablemente la fuerza árabe de combate más eficaz a la que se ha enfrentado el Estado judío desde su fundación. Su fuerza de combate de aproximadamente 45 mil hombres puede ser superada en número y armamento, pero, a diferencia de los israelíes, tendrá la ventaja de luchar en su propia tierra. Los soldados israelíes pasaron dos décadas bajo fuego en el sur de Líbano antes de que Hezbolá los obligara a retirarse unilateralmente en el año 2000. El ataque de los bíperes, un éxito táctico desde cualquier punto de vista, parece a primera vista una escalada imprudente, sin horizonte estratégico.
Pero la separación entre táctica y estrategia puede no ser tan útil en el caso de Israel, un Estado que se ha mantenido en guerra desde su creación. La identidad de los enemigos cambia –los ejércitos árabes, Nasser, la Organización para la Liberación de Palestina, Irak, Irán, Hezbolá, Hamás–, pero la guerra nunca termina, porque toda la existencia de Israel, su búsqueda de lo que ahora llama descaradamente espacio vital, se basa en una guerra eterna contra los palestinos y contra quienquiera que apoye la resistencia palestina. La escalada puede ser precisamente lo que Israel busca, o lo que está dispuesto a arriesgar, ya que considera la guerra su destino, si no su raison d’être. El ensayista estadounidense de principios del siglo XX Randolph Bourne comentó una vez que «la guerra es la salud del Estado»; esa es, ciertamente, la opinión de los líderes de Israel. Son los civiles, árabes y judíos, quienes terminan pagando el precio de la adicción que ese Estado tiene por la fuerza. La región seguirá envuelta en llamas mientras la inteligencia y la creatividad de Israel se dediquen a procurar la guerra en lugar de la paz.
(Publicado originalmente en la revista London Review of Books. Traducción de Brecha).
Elias Khoury (1948-2024)
Elias Khoury, novelista libanés, murió el domingo 15 de setiembre, a los 76 años. Cuando su primer libro, La pequeña montaña (1977), fue traducido al inglés, en 1988, el intelectual palestino Edward Said describió a Khoury –en contraste con el premio nobel egipcio Naguib Mahfuz– como una «figura políticamente comprometida y, en su propio estilo de gran movilidad, brillante». Periodista, editor y «crítico sumamente perceptivo», además de novelista, Khoury «forjó (en el sentido joyceano) una carrera literaria nacional, novedosa, poco convencional y posmoderna». También había sido «un militante político desde sus primeros días, habiendo crecido como un colegial de los años sesenta en el turbulento mundo de la política callejera libanesa y palestina».
La cueva del sol (1998), ambientada en el campo de refugiados de Shatila durante el medio siglo transcurrido desde la Nakba, fue traducida al inglés en 2006 (y al español en 2009). «Aunque Palestina ha sido su principal preocupación como periodista y activista político», escribió en la London Review of Books el crítico británico Jeremy Harding, «La cueva del sol es la primera de las novelas de Khoury que aborda el tema de frente». Para escribir su artículo, Harding pasó tiempo con Khoury en Beirut y viajaron juntos al sur de Líbano, que unos meses antes había sido devastado por una invasión israelí, la quinta desde 1978, en respuesta a una incursión transfronteriza de Hezbolá que mató a cinco soldados israelíes: «Pasamos por delante de pequeñas tiendas (“Salon Elégance”), pozos de escombros junto a balcones hundidos y apartamentos derrumbados que colgaban a ras de suelo, como enormes persianas hechas de varillas de refuerzo retorcidas. Algunas partes de Bint Jbeil, donde las FDI fueron emboscadas en julio, parecen ahora canteras dinamitadas. Toda la zona está sembrada de componentes de bombas de racimo sin explotar. En varios pueblos, hombres con palas y excavadoras estaban limpiando escombros. Allá donde íbamos, Khoury nos proporcionaba un inventario aproximado de los daños, una cifra de muertos y una estimación de la población, con un desglose por confesión».
Khoury escribió sobre la invasión en julio de 2006: «Los israelíes dicen que no quieren ocupar Líbano. Esto es también lo que dicen los estadounidenses sobre Irak. La cuestión, sin embargo, no es lo que quieren sino lo que están haciendo… Ante mí veo las mismas imágenes de muerte que presencié hace 24 años. Las imágenes en sí, el ruido de los aviones invasores en los cielos de Beirut y de todo Líbano, son las mismas. ¿Veo o recuerdo? Cuando uno no es capaz de distinguir entre lo que tiene delante y lo que recuerda, queda claro que la historia no enseña nada».
«Me vas a describir como una persona política», le dijo Khoury a Harding. «Le vas a dar demasiada importancia a eso. Soy periodista, claro, y escribo lo que pienso. Me interesa el Movimiento de Izquierda Democrática porque es un deber para la gente como yo tratar de convertir este lugar en una cultura democrática secular. Es irresponsable no hacerlo. Especialmente ahora. Pero la verdad es que soy un escritor. Esto es realmente lo que hago y soy demasiado viejo para dejar de hacerlo.»
(Publicado originalmente en la revista London Review of Books. Traducción de Brecha.)