El batllismo en el final de los tiempos - Semanario Brecha

El batllismo en el final de los tiempos

Yo soy una fuerza del pasado.
Pier Paolo Pasolini

Antonio Gramsci distinguía la «pequeña política» de la «gran política». La primera es la política del día a día: los entretelones parlamentarios, los corredores, las intrigas, el lobby. La segunda, los equilibrios políticos generales: la función del Estado, la lucha por la conservación de determinadas «estructuras orgánicas económico-sociales», en palabras del socialista italiano.

En Uruguay, la gran política, al menos desde inicios del siglo XX, es, esencialmente, la puja entre un bloque social afincado en la gran propiedad –sobre todo, la rural, de carácter primario-exportadora– y el bloque de lo que se desarrolla en el contorno y, en cierto modo, a expensas de ese segmento exportador: la polis, sede del aparato gubernamental y estatal, con algunos brotes industriales, la universidad, el espacio de la masa social acumulada, más o menos empobrecida según los ciclos de expansión y retracción económica. Originalmente, de un lado, la «nobleza» agraria (hoy ya algo más diversificada), el herrerismo; del otro, el batllismo: obreros (en gran medida inmigrantes), profesionales, empleados públicos, una parte del empresariado industrial incipiente. José Batlle y Ordóñez era, al decir de José Carlos Mariátegui, esencialmente un burgués, pero en el sentido etimológico de la palabra: un hijo y un padre del burgo, la casi ciudad-Estado, la polis montevideana.

Con el paso de las generaciones ese pulso se ha transfigurado, pero, en esencia, se mantiene. La persistencia del linaje herrerista como corazón del bloque propietario es clara; lo mismo su alianza con el riverismo fundado por Pedro Manini Ríos. En la repetición de los apellidos rara vez hay casualidades. El otro bloque ha cambiado de piel, lo que hace que se pierda de vista el hilo de continuidad. Pero la amalgama social que hoy se expresa en el Frente Amplio –aunque también existe como una capilaridad militante y política bajo diversas formas sociales– es, en trazos gruesos, el batllismo por otros medios. Lo es en un sentido sociológico (por quiénes son) y en un sentido programático (por lo que piensan y proponen). Un batllismo sin estirpe patricia. Sin empresariado industrial adepto y activo, soñando con un capitalismo propio. Quizá más asentado en los sectores populares, pero con un jacobinismo tibio, casi inexistente, lejos del «avancismo jacobino» del que acusaban a don Pepe Batlle sus críticos más conservadores.

Alberto Methol Ferré decía que el batllismo era el «partido de la prosperidad». Pero cuando se cierra el ciclo expansivo y viene la etapa de la carencia, lo que coagula es la contracara: la «coalición antibatllista» y el programa del ajuste. El batllismo es el momento expansivo y optimista; lo que viene después es el ajuste y «el fin del recreo». La fiesta y la resaca. El impulso y el freno. La agregación progresista y la desagregación neoliberal. Esta polaridad es el marco dominante de la gran política uruguaya. Sobre ese vaivén nos persiguen una crisis y un conflicto que tienen orígenes en cuando éramos una frontera y, sobre todo, un puerto y una pradera, y que cada tanto nos alcanzan, afloran, sacuden todo y luego se aplacan, pero no desaparecen, porque están en el ADN. En los años de las vacas gordas hay esperanza en la convivencia y funciona la coparticipación política y económica; en los de las vacas flacas afloran los rencores y la concordia real o impostada abre paso a un viejo conflicto que repolariza la sociedad. Dos polos que, como Dr. Jekyll y Mr. Hyde, son opuestos y, sin embargo, conviven en una unidad y se dan paso mutuamente.

Este pulso se concentra en un punto fundamental: la disputa por el uso de las plusvalías que emanan del agro para alimentar y diversificar el conjunto de la estructura productiva. Aunque hoy la estructura primario-exportadora se encuentra más diversificada y la provisión de dólares del país ha incorporado otras fuentes –como el turismo, la exportación de servicios profesionales y la venta de Software–, la cuestión de la apropiación y el uso de la renta agraria continúa siendo el corazón del problema económico y político de Uruguay. No es casualidad que el último período frenteamplista (2015-2019) sea sustancialmente menos expansivo que los anteriores, lo que coincide con el frenazo del boom de las commodities en 2014. Tampoco lo es que haya sido la movilización del empresariado rural en enero de 2018, por medio de Un Solo Uruguay, lo que dio inicio y potencia a la ofensiva «antibatllista» que terminaría con el herrerismo en el gobierno.

En Uruguay se cerró un ciclo de expansión económica y agregación de demandas. Lo que puede sobrevenir y asentarse aún no lo sabemos, pero si miramos América Latina, los augurios no son buenos: es una etapa de carencia, precariedad y desagregación. Fin de un ciclo, fin de un tiempo. Aún no es clara la intensidad del terremoto subjetivo y material que esto puede provocar. El problema del fin del mundo no es cómo lo evitamos, sino desde qué narrativa lo vamos a atravesar. ¿Hay un batllismo posible para los años de la carencia? ¿A qué dios, príncipe, programa o partido nos vamos a encomendar? Si hoy los sectores de izquierda y progresistas requieren de la mayor amplitud posible (alianzas transversales) para enfrentar el desarme del Estado social batllista del que habla el exrector Rodrigo Arocena, también precisan una mayor profundidad programática para ser una alternativa viable de gobierno en un escenario crítico. Y se sabe que la amplitud política y la profundidad programática suelen ser difíciles de compaginar.

En un país por el que no han pasado más de ocho generaciones desde su historia independiente, todo es historia reciente. En eso de confrontarnos con nuestro pasado y nuestra crisis hay que volver sobre algo: Batlle y el batllismo. Por dos motivos fundamentales. El primero, porque la política, sobre todo la gran política, es también una confrontación de mitos. En tiempos convulsos los sujetos buscan proyectarse en un pasado épico que les dé fuerza para enfrentar la tempestad. Sin mito, la lucha es débil, no se sostiene. Quizá una de las cuestiones a revisar del último ciclo progresista es que nunca propuso un mito. No basta con «la triste elocuencia de las cifras y los porcentajes», diría Carlos Real de Azúa. Si en la memoria nacional duerme un viejo patriarca bueno, igualitarista radical, jacobino, anticlerical, que soñó con una república como pacto de iguales –no como pacto de propietarios, como quiere la derecha– y, además, al menos por algún momento triunfó (ser solamente los depositarios de la memoria de los derrotados es un problema), aceptémoslo y hagámoslo nuestro. No es un asunto de precisión historiográfica, sino de quién se apropia de los universales (a escala uruguaya), de tener fuerza telúrica para que haya alguna chance en la disputa.

El segundo y más importante, para ajustar cuentas con nuestras potencias e impotencias. La autocrítica y el balance de los años progresistas –una tarea que debe recorrer todo el entramado militante del bloque popular, no únicamente las estructuras políticas– no se reducen a si se comunicó mal o se desatendió el interior, sino que son también un balance sobre los límites del batllismo como experiencia y programa. Aunque este tercer batllismo haya tenido que lidiar con un Uruguay en declive en relación con el que tuvo como base don Pepe –o, incluso, su sobrino Luis Batlle Berres–, el nudo histórico es, en esencia, el mismo. La derrota de 2019 es la victoria del herrero-ruralismo en 1958, el golpe de Gabriel Terra de 1933, el alto de Viera de 1916.

Estamos otra vez ante una curva peligrosa de nuestra historia. ¿Cómo sostener un país integrado en un capitalismo que se desfonda? Las reglas de la gran política de la que hablaba el pensador sardo nos obligan a resolver la cuadratura del círculo: cómo combinar amplitud y profundidad. Lo primero, para desnudar el carácter antipopular, antibatllista y antinacional de esta coalición y resistir su programa. Lo segundo, para tomar conciencia del límite histórico y social que se nos viene encima y, a partir de allí, desarrollar una estrategia nacional para superarlo, no sólo para ganar en 2024.

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