El ataque contra centros de estudio en países musulmanes tiene parte de la explicación, pero incompleta, en el oscurantismo que rechaza que los jóvenes de los países islámicos se eduquen, en especial las mujeres.
En un análisis sobre el atentado del miércoles 20, que mató a 21 personas en una ciudad de provincia de Pakistán, casi todas estudiantes y profesores universitarios, Robert Fisk dice que se trata de una combinación de ambas baterías de razones.
Por una parte se apunta, sobre la universidad atacada, Bacha Khan: “recibió ese nombre en honor de Abdul Ghaffar Khan, el Gandhi de la frontera, y su islamismo inspirado en el sufismo, así como sus métodos no violentos, dignos de Gandhi”. Todo eso –sostiene Fisk– la hace un blanco obvio para el talibán.
Por otro lado, Pakistán está en permanente equilibrio entre sus coqueteos con los islamistas de inspiración talib, que tienen en la frontera con Afganistán su denominación de origen, y su alianza con Washington, tan llena de dobleces, piedras en el camino y momentos difíciles.
Por ambas razones, un atentado como el del miércoles busca dañar “el carruaje y los caballos”, al decir de un analista paquistaní citado por Fisk.
El artículo –publicado originalmente en el diario británico The Independent y traducido para La Jornada por Gabriela Fonseca– sugiere que Turquía debería tomar en cuenta aquello de poner las barbas en remojo cuando se ven arder las del vecino.
“Turquía experimenta ahora ataques contra su pueblo casi tan violentos como los que ocurren en Pakistán. El gobierno de Erdogan pone cada vez más énfasis en sus acreditaciones islámicas, al igual que lo hacía el presidente Mohammad Zia ul Haq en Pakistán en los años setenta. Y Turquía ahora se da cuenta de que el califato del Estado Islámico (EI), con el que preparó un tratado para controlar parte de la frontera siria colindante con Turquía, para facilitar el acceso a los musulmanes occidentales que desearan cruzar en la dirección opuesta, y permitir a los contrabandistas de petróleo llevar su cargamento hacia los territorios tomados por el EI, está atacando Ankara y Estambul.”
Este último párrafo, escrito en un periódico británico por uno de los más respetados periodistas occidentales, ha de haber agradado a Moscú, ya que sostiene una de las tesis favoritas de Vladimir Putin: la doble cara de Erdogan respecto al Daesh (como no le gusta que lo llamen al EI). Eso si es que la revista de prensa del Kremlin llegó a incluir algo más que los ríos de tinta desbordados esta semana en Gran Bretaña sobre el resultado de la investigación de la muerte del ex espía Alexander Litvinenko, envenenado con material radioactivo. La justicia indica que probablemente el asesinato lo ordenó Putin. Ahora está por verse qué hace Londres con esa conclusión, ya que Litvinenko antes de morir había adquirido –en vez de los santos sacramentos– la ciudadanía británica.