En Rio de Janeiro, ciudad turística por excelencia, parece que la pobreza no es compatible con la imagen que quieren dar las autoridades. Por esto mismo el gobierno local decidió prohibir el ingreso de jóvenes de la periferia a las playas de la zona sur, con el argumento de detener los robos en estos lugares. La medida fue implementada a partir de agosto a causa de disturbios ocasionados por adolescentes en las emblemáticas playas de Copacabana e Ipanema. Desde entonces la policía militarizada de Rio de Janeiro se ha encargado de detener a jóvenes, aun sin tener pruebas de que hubiesen cometido alguna infracción. “Son adolescentes negros, pobres. Son ellos los que acaban siendo llevados. Hay selectividad de la policía a la hora del abordaje”, aseguró Eufrásia Souza das Virgens, coordinadora de Defensa de los Derechos del Niño y del Adolescente de la Defensoría Pública.
El gobernador Luiz Fernando Pezao, en cambio, justificó estas medidas al aseverar que el objetivo último es preservar la seguridad de quienes asisten a las playas locales. “No digo que sean todos los que estaban ahí, pero son muchos de ellos, que ya habían sido detenidos más de cinco, ocho, diez o quince veces”, argumentó el jerarca. Ante la arbitrariedad de esta decisión y la estigmatización social que subyace en ella, la Defensoría Pública decidió poner en marcha acciones de responsabilidad civil ante la justicia para que todos aquellos menores que hubieran sido abordados por la policía sin razón fehaciente, fuesen indemnizados por el Estado. Esta petición fue contemplada por la Sala de la Infancia del Tribunal de Justicia de Rio en agosto, pero el tema aún sigue en discusión y los magistrados no se han pronunciado al respecto.
Pensando en los viejos tiempos, el antropólogo Luiz Eduardo Soares, coordinador de seguridad y justicia en Rio en 1999 y secretario nacional de Seguridad Pública en 2003, recordó cómo se vivió en la década del 80 la democratización de las playas cariocas, lugares que hasta ese momento eran exclusivos para la elite social blanca y para los vecinos de las favelas del sur de Rio de Janeiro. Estos sectores, mayormente de clase media, no vieron con buenos ojos la apertura de estos espacios recreativos y castigaron políticamente al entonces gobernador Leonel Brizola, quien promoviera el acceso de los jóvenes de las zonas periféricas más distantes.
Hoy, más de 30 años después, no sería descabellado creer que la situación haya cambiado, dadas las leyes contra el racismo ahora vigentes. Pero los papeles no cambian cabezas y los jóvenes negros siguen siendo sospechosos, sin cuestionarse si ese rótulo tiene algún asidero.
La situación actual, este acto de segregación de la sociedad, resulta una decisión arcaica que segmenta espacios, en apariencia, públicos. La disposición del gobierno carioca acentúa las diferencias sociales y reproduce estigmas sobre los sectores más pobres; quizá algunos deberían revisar su concepción de la democracia.