La noche del 25 de abril de 1982 soldados del Ejército de Guatemala en ropa de civil se presentaron en la aldea Chipiacul, en el departamento de Chimaltenango. “Agarraron a las personas en el salón comunal, les dispararon y les prendieron fuego. Los que pudimos, huimos esa noche por la montaña. Al día siguiente regresamos y el Ejército nos reunió a todos en el mismo salón donde estaban los muertos y nos dijeron ‘esto es lo que pasa por estar con la guerrilla’. Los que pudimos, huimos una vez más a la montaña”.
Los hechos que relata Celestina Patal (54 años) se repitieron sistemáticamente durante los años más sangrientos del conflicto armado guatemalteco, que dejó hasta un millón y medio de desplazados y 200 mil muertos, el 93 por ciento a manos del Ejército y los grupos paramilitares, según las estimaciones de la Comisión para el Esclarecimiento Histórico, auspiciada por las Naciones Unidas.
Casi la mitad de los hombres y mujeres de Guatemala están hechos de maíz, como evoca la tradición maya. La población indígena constituye más del 40 por ciento de un total de 16 millones de habitantes en un país eminentemente rural. Ser indígena y ser pobre van de la mano. El 59 por ciento de la población es pobre y el 79 por ciento de los pobres son indígenas que sobreviven con unos 3,5 euros al día, según la última encuesta oficial de condiciones de vida. Los niños de maíz se mueren de hambre. La desnutrición infantil crónica (que se prolonga y genera retrasos en el crecimiento) afecta al 48 por ciento de los menores de 5 años, la cifra más elevada en todos los países de Centroamérica.
“El modelo que ha regido históricamente la economía de Guatemala no atiende a las necesidades internas, sino que se adapta a la demanda del mercado internacional”, asegura el historiador Gustavo Palma. “Tanto la tierra como la población, especialmente la indígena, han sido consideradas como los pies sobre los que se ha venido construyendo un modelo extractivista y de beneficio para escasos grupos sociales.”
Durante el conflicto armado interno, 83 por ciento de las víctimas fueron indígenas mayas. Celestina Patal pertenece al grupo kaqchikel, fue maestra en diferentes lugares y durante los años más crueles no pudo evitar toparse constantemente con la violencia extrema. “Las comunidades comenzaron a despertar y querer tener agua potable, una escuela, caminos. Ahí fue cuando el Ejército dijo ‘son comunistas, son guerrilleros, acabemos con ellos’.”
En el contexto de la Guerra Fría, el miedo a la expansión del comunismo se convirtió en la excusa para reprimir las demandas sociales de los sectores más desfavorecidos. Varios grupos guerrilleros habían encontrado en la desigualdad el caldo de cultivo idóneo para lograr fuerza, alimento y cobijo.
Los sandinistas habían alcanzado el poder en Nicaragua en 1979 y otras guerrillas contagiaban los ideales de izquierda por Centroamérica. Los intereses estadounidenses ya habían servido para orquestar un golpe de Estado en Guatemala en 1954. El segundo presidente democráticamente electo del país, Jacobo Árbenz, trató de impulsar una ley de reforma agraria que levantó ampollas entre las elites económicas y puso en jaque los intereses comerciales de la United Fruit Company, el monopolio estadounidense de siembra y comercialización del banano en América Latina. La Cia tumbó su gobierno y se encargó de aupar en el poder a un régimen que deshizo los avances liberales de la década anterior.
Raquel Zelaya participó en las negociaciones y firmó los acuerdos de paz de 1996 en representación del gobierno: “¿Cuáles fueron las causas del enfrentamiento? Muchos creemos que fue un escenario de la Guerra Fría. Otros hablan de pobreza y exclusión, pero no se puede negar que fuimos escenario de la Guerra Fría con condiciones que se prestaban al enfrentamiento”.
Aunque la lucha se prolongó durante 36 años, los picos más elevados de violencia se concentraron entre 1980 y 1983, con los gobiernos militares de Lucas García y Ríos Montt. Durante este período se obligó a la población local a participar en las Patrullas de Autodefensa Civil encargadas de combatir a la insurgencia, convirtiendo a los vecinos en cómplices forzosos de la violencia. Este fue el caso de Chipiacul, la aldea de Celestina Patal, donde los propios civiles asesinados en el salón comunal eran quienes habían sido reclutados para patrullar aquella noche.
También se puso en marcha la estrategia de tierra arrasada, que pretendía eliminar cualquier recurso que pudiese aprovechar el enemigo, y que en la práctica supuso la aniquilación de comunidades enteras. Los métodos de represión empleados por el Ejército y los grupos paramilitares fueron atroces. “Según el testimonio de mi prima, en la comunidad de El Sitio atraparon a 15 hombres y una mujer. A los señores los amarraron de las manos y del cuello con alambres de púas detrás de un convoy y los arrastraron hasta matarlos. Veinte años después los encontraron en una fosa”, relata Celestina Patal.
Muchas de estas masacres están meticulosamente documentadas en el informe de la Comisión para el Esclarecimiento Histórico y por instituciones como la Fundación de Antropólogos Forenses de Guatemala (Fafg), que ha recuperado más de 5.500 cadáveres en fosas comunes y ha identificado a más de 2 mil víctimas.
En 1996 culminaron las negociaciones de paz entre representantes del gobierno y la Unión Revolucionaria Nacional Guatemalteca (Urng), que aglutinaba a las cuatro principales facciones de la guerrilla. Según Gustavo Palma, los acuerdos fueron posibles por la presión internacional. En particular “porque Estados Unidos ya no quería tener problemas en su patio trasero”. Raquel Zelaya comparte esa opinión: “Los estadounidenses entrenaron al Ejército guatemalteco para cometer las peores atrocidades y, de repente, aparecieron un día con el rollo de los derechos humanos”.
Además de decretar el cese de la violencia, que ambos bandos respetaron, los 12 pactos suscritos sentaban las bases para abordar problemas estructurales del país, como el reparto de la tierra y el racismo. Sin embargo, los buenos propósitos chocaron con un modelo económico extractivista y agroexportador que los convirtió en papel mojado. Después de 20 años los problemas sociales que avivaron el conflicto persisten y los índices de pobreza y hambre no han mejorado.
Tampoco lo han hecho las cifras de violencia, que han alcanzado un nivel de pandemia de la mano de las maras y el narcotráfico. En 2015 hubo 5.718 asesinatos, casi 500 al mes, según Amnistía Internacional. Junto a Honduras y El Salvador, Guatemala conforma el “triángulo norte”, una de las regiones más violentas del mundo. “Los sectores que viven en los márgenes están preocupados por sobrevivir. Eso les mantiene ocupados y les impide involucrarse en otra cosa. La gente sale a la calle y lo primero que hace es santiguarse esperando regresar en la noche. La supervivencia y el miedo operan en términos de contención social”, subraya Palma.
Para cerrar las heridas del conflicto también hay que hacer justicia. “Los testimonios de las víctimas han sido silenciados, desmentidos o negados por algunos sectores de la sociedad. Cuando hallamos fosas y constatamos las condiciones en las que quedaron los cadáveres los testimonios adquieren una nueva relevancia porque hay una verdad social que se vuelve innegable”, asegura el subdirector ejecutivo de la Fafg, José Suasnavar. La institución contribuye desde el ámbito científico a cimentar los principios de la justicia transicional: verdad, justicia y reparación.
La verdad avanza caso a caso en Guatemala. Este mismo año un tribunal condenó a cientos de años de prisión a dos militares por crímenes contra la humanidad. Abusaron sexualmente y forzaron a la esclavitud a 25 mujeres maya q’eqchi en el destacamento militar de Sepur Zarco. Catorce de las supervivientes decidieron romper el silencio iniciando un proceso en el que por primera vez en Latinoamérica los delitos sexuales se juzgaron como crímenes de lesa humanidad.
En 2013 el Estado guatemalteco se sentó en el banquillo junto al general Ríos Montt, presidente entre marzo de 1982 y agosto de 1983. El mandatario fue acusado y condenado por genocidio por la masacre de Dos Erres, pero la Corte de Constitucionalidad anuló la sentencia porque la jueza decidió seguir adelante sin atender el recurso presentado por la institución.
Sin embargo, no todos aceptan que en Guatemala hubiera genocidio: “Lo que pasó no se puede negar, está documentado. Pero lo que hubo fue una guerra ideológica. Querer meter la cuña étnica omite la responsabilidad de Estados Unidos”, defiende Zelaya. Pese a que la ley de reconciliación establece que el genocidio y los crímenes contra la humanidad son imprescriptibles, ella dio por hecho que nada se iba a juzgar. “Nadie firma la paz para irse preso. No estaba firmado, no estaba hablado, pero era un sobreentendido”.
La signataria también cuestiona que la idea de juzgar a Ríos Montt naciera dentro del país, y considera que fue “un experimento de la comunidad internacional”. No obstante, el caso evidencia que la fractura interna existe y perpetúa la injusticia social en Guatemala.
El racismo sostiene las condiciones de pobreza, y viceversa. Los hombres y mujeres que cuidan el maíz, alimento sagrado maya, siguen poblando los márgenes de la sociedad. Después de relatar la barbarie cometida contra su pueblo, Celestina concluye: “La paz se ha firmado, pero la violencia no ha parado, es distinta. La gente no tiene servicios básicos, las mujeres mueren, los niños mueren de hambre, la gente no tiene tierra, las familias no tienen trabajo. El ciclo de la pobreza no termina”.
(Tomado de Público.es, por convenio.)