—En el cuento «Alaska», que aparece en Aquí hay icebergs, citás: «El eje temático de la obra de Agatha Christie no es siempre una forma de narrar el mismo misterio». Me pareció una buena forma de entrar en algunas zonas de tu narrativa.
—Creo que tiene que ver con la repetición inevitable de cierto recurso temático o de cierta técnica narrativa contra la que tenemos que ir. Lo que le pasaba a mi papá, que era un gran lector de Agatha Christie, es que en un momento siempre sabía quién era el asesino, incluso cuando los asesinos podían ser todos. Entonces, para mí, es un reto salirme de ese lugar de repetición.
—La voz narradora se parece en tus distintos cuentos. En Aquí hay icebergs y en Quiénes somos ahora está ese padre que se pega los dientes con pegamento y, como contraparte, la madre sin dientes.
—Es algo que también hacen Jamaica Kincaid y Annie Ernaux, que tienen las mismas escenas o los mismos chispazos de anécdotas en distintas situaciones. Es la construcción de un personaje a lo largo del tiempo, hasta que terminas de moldearlo. Te aparece un recuerdo y vuelves a él, porque se te ha hecho muy potente.
—En la novela Quiénes somos ahora aparece ese mismo fantasma de la muerte que se manifiesta en tus cuentos…
—En Geografía de la oscuridad y en Quiénes somos ahora vienen esos padres en sus distintos momentos de vida, de plenitud o de gran poder. En Quiénes somos ahora, sin embargo, vienen luego de la escena del duelo. Hay una distancia con respecto al duelo. Creo que en los libros anteriores el duelo iba a ocurrir o había un antes y un después, y ahora hay un después del duelo. Entonces, he sentido que tenía que hacer cambios focales y de espíritu para enfrentar el hecho desde otra distancia. Como si hubiera una profundidad de campo o un primerísimo primer plano. Tuve que ampliar el lente.
—También pensaba en que eso se ve mucho en la propia forma en que están escritos los textos: ciertas fórmulas se repiten. El uso de las frases cortas, con construcciones bastante particulares. Hay cierta incomodidad en todos los personajes; un fondo difuso desde el cual se narra que tiene que ver con el dolor, con cierta incomodidad.
—Quizás lo que pivoteaba en esos textos es un dolor más próximo y un dolor más lejano, pero que salía sedimentado. Como que había sedimentado el sentimentalismo respecto a esos hechos. La cosa traumática y la pérdida de los padres uno detrás del otro, ¿no? Tres años es muy poco tiempo: apenas te estás recuperando de uno y vuelve ocurrir de la misma manera. Creo que quizás, por la repetición en la forma de morir, volvieron a vivir y a repetirse en mi forma de escribir.
—El eje temático familiar se repite y la muerte del perro es hilo conductor en Quiénes somos ahora.
—Un perro que ha vivido 16 años y que has tenido de joven hasta tus cuarentas te ha acompañado en el amor, te ha acompañado en la pena, te ha acompañado en la risa… Era una compañía en medio de una soledad muy profunda. Tuve una perra que, cuando yo lloraba, me lamía las lágrimas y, cuando me enfermaba, se enfermaba de lo mismo. A veces iba a la veterinaria y yo iba al doctor por lo mismo… No sé, nos poníamos mal de la panza a la vez. Yo bostezaba y la perra bostezaba. Tenía una profunda empatía y yo le tenía muchísimo amor. Pero cuando murió, por el cariño de esta veterinaria que me dijo: «Dame un ratito, que la voy a poner en la posición en que nació», y me la devolvió realmente así, tan tierna, tan caliente, tan en posición fetal, se me metió para adentro el desconsuelo. Porque fue un acto de amor de un extraño.
—Que es también lo que sucede cuando la madre muere y la protagonista intenta colocarla en esa misma posición fetal, repitiendo ese gesto de cariño primigenio.
—Pero no se puede. Está dura. El rigor mortis en humanos es veloz. Y, además, el perro está desnudo, las personas siempre están vestidas, no hay desnudez, y eso vuelve a comprimir. Es difícil. Pero a mí me hubiese parecido hermoso hacerlo. Además, está prohibido lanzar cadáveres directamente a la tierra… Sería considerado una locura en lugar de un acto natural. Tenemos que hacer toda la ceremonia de la caja, y meter a la persona adentro. Sería interesante ver qué pasaría si volviéramos a la tierra como se enterraba antes. Como fue el primer entierro, que cambió la historia, que se preservó la carne y se mantuvo al abrigo de la intemperie. Ese día, que cambia así, cambia la historia de la humanidad.
—Tiene que ver con eso de lo que habla Philippe Ariès sobre cómo va cambiando el lugar de la muerte en Occidente. La muerte en el hospital, en la casa, eso va afectando el vínculo que tenemos con la enfermedad y el dejar ir al ser querido.
—Tuve la suerte de que, en ambos casos de mis padres, me dijeron «llévalos a casa». Que estén en casa, así no hay autopsia. Porque, además del duelo, tendrías que soportar el corte y la costura. Entonces, sí, en esta cadena de desolación que es ver morir a un ser amado, la bondad de los extraños siempre la vas a recordar. Porque te rescata de ese lugar triste.
—Esa bondad de los extraños me hace pensar en el cuento «Agapornis», en el que esta mujer, desesperada por agradarle a la vecina, encuentra un gesto de amor en regalarle un pájaro. Sin embargo, es rechazada. Lo vi en muchos de tus personajes, la distancia que hay entre ellos.
—Yo vengo de un país sísmico. De una ciudad muy sísmica. De hecho, ayer estaba en la cafetería La Farmacia y alguien movió una mesa, de esas de tapa de mármol, y yo estaba con una amiga, y las dos nos paramos aterradas. Hay algo del cuerpo acostumbrado al temblor. Ahora vivo en Buenos Aires, y cerca del estadio de Boca Juniors, y cuando tiembla tengo que acordarme de que hay partido, porque tiembla justo antes del gol. Entonces, algo de esa inestabilidad trato de transmitirle a mis personajes. Un estado de alerta en el momento en el que van a perder su reino. Pero ahora algo de mi escritura ha cambiado, yo creo que por los duelos ya naturalizados y asentados, y he bajado un poco la solemnidad. Me río más, me río como me río yo en la vida.
—Sí, eso fue algo que noté, la solemnidad: algo recatado al momento de narrar, una distancia con las cosas.
—Había algunas fugas de risa, pero eran… Ahora me doy cuenta, como profe en la universidad, de que los chicos que más se ríen en clase después traen una escritura muy seria. Y yo me veía diciéndoles: «Haz que tu texto se parezca a ti». Porque la solemnidad mata todo. No hay que confundir la elegancia con la solemnidad. Me di cuenta de que estaba pidiendo algo que yo no estaba haciendo. Y ahí comencé a cambiar el registro, pero tiene que ver con crecer, con haber pasado por ciertas cosas, tramitarlas… Vas dándote cuenta. «Esto estuvo muy críptico», «esto estuvo muy elíptico», ¿no? Pienso en cómo hacer para dejar entrar la gracia, la piedad, la ternura, el humor. Esos me parecen gestos más inteligentes que contribuir con más oscuridad a la oscuridad del mundo.
—Estaba pensando en Nunca sabré lo que entiendo, que es una novela del desamor. Es un poco menos solemne. En el encuentro con el hombre en el tren, en ese amor que no aparece en el resto de tu narrativa, se suelta un poco la tensión.
—Esa novela la escribí muy rápido porque me habían operado del cuello y estaba recontra mal. Se equivocaron y me dieron como un mes de tramadol, cuando debían ser solo 15 días. Entonces, claro, tenía que dormir. Solo estaba despierta y escribí eso al tiro. Pero me quedó rara. Reconozco mi cosa episódica y fragmentaria, que luego iba a volver mejor trabajada en Quiénes somos ahora. Veo gestos de la escritora que soy ahora, pero esa novela ya me queda un poco antigua. Es de 2014. Es como algo que se me ha escapado. Ya no escribo así, ya no soy esa. Porque cumplí más años. Aprendí, trabajé más, viví más. Entonces, sí, había gestos muy experimentales que luego se volvieron estilo.
—Una cosa que me preguntaba mientras leía es ¿dónde está el territorio?
—Creo que escribo en el agua. Era muy nadadora. No trato de abarcar el Perú en lo que escribo porque me queda grande, pero soy costeña, soy de un desierto, y en Lima tenemos un río que se está secando que se llama Rímac y es el río hablador, ese es su nombre. Y el río está silencioso. En mis textos está esa precariedad de los años ochenta, de los años del terrorismo en Perú, que había que ir con tu balde al parque y bañarte con balde, hervir tu agua. Ahora está pasando eso en Perú: somos uno de los países con más agua del mundo y hay 8 millones de peruanos sin agua. Mi preocupación es por tanto mar y tan poca agua dulce en las casas más precarizadas, en las casas que ni siquiera son casas. ¿Cómo puedes llamar casa a un lugar en el que ni siquiera hay agua? Esa preocupación por el agua siempre aparece en mis textos. Sé muy bien que vivo en un mundo que se va a quemar o se va a ahogar en algún momento. Es lo que creo como persona. Pero no trato de filtrar esa visión mía en mis textos. Aun así, se filtra.
—Es algo que insiste.
—Por ejemplo, en España me pasó una cosa muy loca con este cuento del chico que va a buscar a su tío y que le acontece el tsunami. Allá lo leyeron como si tratara de los muertos del Mediterráneo cruzando las aguas. Como que el tsunami acarreaba esas muertes también, de las políticas migratorias hostiles. Y yo pensaba ¡qué lectura! Dependiendo de dónde esté cada lector, cada texto se va a leer diferente. Y por supuesto toda visión, toda interpretación es válida. Una escribe y se entrega a lo que el otro siente al respecto de su cultura.
—Mientras te leía intentaba hacer el ejercicio de ver dónde es que aparecía tu Perú, en qué gestos, en las distancias, en el desierto, en el mar.
—Provengo de una familia de clase media muy trabajadora. Padres que apenas terminaron el colegio y que trabajaron de lo que pudieron. Mi papá era profesor de inglés, mi mamá, secretaria, taquígrafa. Vine de padres hijos de inmigrantes muy esforzados, superesforzados, que quisieron darles la mejor educación posible a sus hijas. Y, sin embargo, en su casa no había casi libros, no llenaban ni un estante, pero era un montón. Mi mamá solo leía la Biblia y mi papá solo leía Agatha Christie. Muy buenos textos, llenos de misterios, desolación, gente que se convierte en sal, crímenes horrendos, sexuales. Vine de una familia que, a su manera, era también muy misteriosa. Padres muy fumadores, muy adictos al café, repletos de esos vicios. Es increíble porque es un olor que puedo detectar a 3 quilómetros, soy como un perro entrenado. Gente apegada a su vicio.
—Volviendo a la idea de la vida potable, están las formas de supervivencia.
—El tema del agua siempre me interesó, siempre me pareció muy inquietante. Y creo que tiene que ver con venir de un mar tan denso, tan hondo. El mar de Lima es muy impenetrable. Es tan peligroso que ha habido casos de buzos a los que los han arponeado porque han creído que son lobos marinos. No se puede bucear en Lima.
—Está la imagen de cuando llevan las urnas al mar y una se hunde porque es de mármol, y la otra flota porque es de madera.
—Hay una zona de Lima que se llama La Punta que es un cementerio de urnas. Hay un Caronte que te lleva, y las lanzas desde ahí. Depende del material si la caja flotará o no. Y es muy angustiante que la caja flote a la deriva entre veleros que están entrenando. En medio de una disciplina muy competitiva y olímpica, hay una urna flotando a la deriva con las cenizas de un padre que se va. Perú tiene un vínculo muy profundo con el mar.
Algunos títulos
- Un accidente llamado familia. Matalamanga, Lima, 2007.
- Algo se nos ha escapado. Criatura Editora, Montevideo, 2013.
- Nunca sabré lo que entiendo. Planeta, Lima, 2014.
- Aquí hay icebergs. Penguin Random House, Lima, 2017.
- Geografía de la oscuridad. Páginas de Espuma, Madrid, 2021.
- Quiénes somos ahora. Random House, Madrid, 2022.