La exposición «Del discurrir inmóvil», de Analía Sandleris (Montevideo, 1958), dispone de una de las salas más espaciosas del Museo Blanes, la María Freire, para los últimos grandes lienzos y collages de la artista. En la antesala de la galería ofrece, con dos largas paredes y sendas vitrinas, parte de lo que fuera su evolución creativa desde los años ochenta del siglo pasado. Ese introito invita al visitante a adentrarse luego sin mayores rispideces ni vuelcos sorpresivos al universo plástico de Sandleris.
Siempre tuvo algo de visceral y de animal su pintura: la paleta baja, de tonos marrones y cetrinos, mucho negro, manchas como sangrados, salpicaduras y escurrimientos moviéndose en un terreno de abstracción y de siluetas figurativas grotescas, en su mayoría, animales. Nos deslumbran los collages de 2000, con las transparencias y las máculas expresivas, la introducción de fotografías y el trabajo melancólico sobre el paso del tiempo.
Pero, al cabo, lo que más sorprende es el contraste entre el vértigo de unas pinturas que a primer golpe de vista parecen impulsivas y detonadas y luego, en los pequeños detalles, revelan un moroso detenerse en la composición para estructurarla, remirar, componer. Se puede pensar, entonces, en cuánto se medita la pintura, en lo que esconde el proceso previo a tomar el pincel o la espátula y en cómo cala ese pensamiento subterráneo, apenas consciente, en el resultado. Como si detrás de todo aparente descuido hubiera un dandy invisible que ejerciera, parafraseando a Thomas de Quincey, «el asesinato considerado como una de las bellas artes».
Cambian los formatos, las técnicas, las dimensiones, pero el registro de Sandleris es de una oscura intensidad que se mantiene. En los últimos años va cobrando mayor importancia la espacialidad en su pintura, tal vez como consecuencia de su incursión profesional en el paisajismo y el trabajo directo en los jardines. La pintura se ahonda. Muros y paredes sugeridas en sus cuadros se jalonan con barras o barrotes de grises y blancos, imponiendo ritmo a la perspectiva unifocal. Y su intensidad tenebrosa siempre está al fondo, como al acecho. Dice María Yuguero en un texto de sala: «Sentirse extranjero en un mundo que ya no se reconoce como propio: realidad externa y amparo en un sí mismo recluido tras estructuras imaginarias que impiden el acceso y el escape; los códigos se resignifican tácitamente como salvaguarda».
Observando la presencia de estas barras verticales se puede pensar en formas de confinamiento o de defensa respecto al exterior, como sugiere Yuguero. Pero, también, sorprende la frecuencia de los moteados y los pelajes, pieles de animales salvajes junto al blanco que deslumbra con su tímbrica casi estridente por contraste con el resto de los campos cromáticos apagados. La escritura caligráfica, muy frecuente en sus obras a principios de siglo, desaparece casi totalmente, como un borrón en la historia: lo que queda es el espacio de lo innombrable.