El Estado mexicano a juicio en Nueva York - Semanario Brecha
La condena de Genaro García Luna

El Estado mexicano a juicio en Nueva York

Pasó en Nueva York, la capital del mundo. El martes 21 de febrero, un jurado compuesto por 12 ciudadanos de Brooklyn escribió una nueva página en la historia política del México contemporáneo. Una página que da miedo leer.

El jurado declaró culpable de cinco cargos criminales, incluyendo tráfico de cocaína, a un hombre de 54 años que aparenta haber vivido mucho más: Genaro García Luna. Sin embargo, al declarar culpable a quien fuera titular de la Policía Federal de México, el jurado –quizás inadvertidamente– cuestionó, frente a toda la prensa nacional e internacional, la naturaleza del Estado mexicano.

Es difícil, en estas pocas líneas, hacer énfasis en lo relevante que fue García Luna en el ensamblaje de la política de seguridad de México. Durante 12 años (2000-2012) fue el arquitecto, el ingeniero y el constructor de la guerra contra las drogas. Las tres cosas a la vez. Las tres cosas por muchos años. ¿Cómo calibrar que el personaje encargado de combatir el crimen haya sido realmente su catalizador? ¿Cómo asumir, sin más, que en lugar de trabajar para el bien común haya dedicado sus horas, habilidades y relaciones al servicio del Cartel de Sinaloa? En México, todavía no terminamos de asimilar las consecuencias del juicio, el nivel de erosión de la legitimidad del Estado.

Antes de García Luna hubo otros. Desde que México ingresó al mercado de cocaína como un actor relevante en los años ochenta, han sido muchos los altos mandos acusados de contubernio con el crimen organizado. Los nombres los conocemos todos los mexicanos. Guillermo González Calderoni, el famoso comandante de la Policía Judicial de México, murió en 2003 cuando una bala asesina traspasó la ventana de su Mercedes Benz. Vivía en Texas, donde disfrutaba de una fortuna valuada en 400 millones de dólares, presumiblemente construida a partir de una estrategia que haría escuela: proteger a algunos capos, amparar a otros, traicionarlos a todos.

Héctor Gutiérrez Rebollo, general de división del Ejército mexicano y director del Instituto Nacional de Combate a las Drogas (1996-1997), murió en 2013 mientras cumplía una condena de 40 años de cárcel. ¿Su acusación? Soborno, obstrucción de la justicia y tráfico de cocaína. ¿Su aliado? Amado Carrillo Fuentes, el Señor de los Cielos, el epítome del traficante-emprendedor mexicano. El heredero de Gutiérrez Rebollo fue Mariano Herrán Salvatti. Antes de morir de una trombosis, en 2017, Herrán Salvatti pasó varios años en la cárcel por corrupción. Al salir de prisión todavía tuvo tiempo de litigar en defensa de personajes vinculados al narcotráfico. Es decir, primero policía y después abogado de narcos. Así, como suena.

En 2020, hace apenas tres años, el otrora secretario de la Defensa Nacional –el jefe del Ejército en México– Salvador Cienfuegos Zepeda fue detenido en un aeropuerto de Estados Unidos. La DEA (siglas en inglés para Administración de Control de Drogas) lo acusaba directamente de conspirar para traficar cocaína, el mismo delito por el que fue sentenciado García Luna. Una carambola diplomática lo salvó de un juicio similar en Nueva York.

Y así podría seguir varias líneas, varios párrafos, varias décadas. No es mi intención aburrir. Pero la pregunta es inevitable: ¿qué demuestran estos casos y los cientos más que no caben en un artículo de opinión, pero que sí caen como plomo sobre la vida pública en México? La respuesta: la capacidad corruptora –tremendamente corruptora– del narcotráfico en todas las áreas del Estado en México.

En pocas décadas, México transitó de ser un país en el que subsistían algunos circuitos institucionales capturados por intereses delictivos, siempre regionales, nunca nacionales, a uno en el que las organizaciones criminales han logrado reconfigurar la propia esencia del Estado. El proceso de cooptación institucional pasó del aprovechamiento de fallas administrativas o de la subordinación de algunas burocracias estatales en favor de algunos intereses privados a la validación política de esos intereses. Estamos ante un estadio de ilegalidad superior. Muy superior. Las consecuencias estructurales sobre el ordenamiento social en México son incalculables y solo el tiempo nos permitirá ponderarlas.

La declaración de culpabilidad a García Luna por 12 hombres y mujeres con poco o nulo conocimiento de la realidad mexicana obliga, insisto, a una reescritura de la historia reciente de México. Ante todo, las preguntas: ¿en manos de quién estábamos?, ¿quiénes nos gobernaban?

Todo lo escrito en la última década deberá releerse a la luz de lo sucedido en Nueva York. Además, debería obligar a la clase política –y acaso aquí me gana el optimismo natural de quien cree que no todo está perdido– a repensar, de una vez por todas, la mejor relación posible (o la menos dañina) entre el Estado mexicano y el mercado de las drogas. Palabra clave: regulación. No hacerlo, o hacerlo solamente como un ejercicio retórico, nos llevará a repetir la historia una y otra vez. Los García Luna, Herrán Salvatti, Gutiérrez Rebollo, González Calderoni y Cienfuegos Zepeda serán ocupados por otros nombres, otros apellidos. A la ropa de preso habrá que bordarles nuevas etiquetas y a los fajos de billetes, nuevos destinatarios. Eso cambiará, sí, pero los muertos, los miles de muertos, las decenas de miles de muertos seguirán ahí.

Carlos A. Pérez Ricart es un profesor e investigador mexicano, autor de Cien años de espías y drogas: la historia de los agentes antinarcóticos de Estados Unidos en México.

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