Estamos como flotando dentro de un paréntesis, un limbo, en coma. Digamos que antes de todo esto estábamos despiertos, activos 24/7, compitiendo contra el tiempo, consumidos por el trabajo, sin tiempo para nada, llegando tarde a todos lados, volviendo muertos a casa a desplomarnos en el sillón y enchufarnos a una serie. Sí, lo sé, no es que todo haya cambiado. De hecho, la generalización del teletrabajo, resultado de la disponibilidad de medios virtuales, la adaptación forzada por el miedo a quedar desempleado, la internalización masiva de la autoexplotación y la dependencia capitalista del trabajo cognitivo, ha hecho que muchas dinámicas laborales hayan cambiado brutalmente su forma y funcionamiento, pero mantengan sus exigencias de rendimiento y productividad. Como dormidos, sí, pero trabajando y produciendo, y bajo la odiosa obligación de tener que hacerlo más intensamente conforme aumentan las chances de quedarse sin trabajo a medida que la crisis se agudiza.
Ahora bien, desde la experiencia inmediata, la sensación de encierro es más bien la de estar habitando un tiempo congelado. Nos frenaron, nos pusieron a hibernar hasta que el virus afloje. Recién ahí despertaremos, saldremos, volveremos a la normalidad. Estamos hace más de un mes como en una de esas noches repletas de sueños intensos que hacen que uno duerma pero no descanse y pase el día agotado. Cada día es una fotocopia del anterior y del siguiente. En la percepción del tiempo, la contracara del encierro espacial es la suspensión temporal. La vida sigue, pero el tiempo se detuvo.
Situados en el problema del tiempo, la pregunta es cómo interpretamos esta pausa, cuán profundamente nos animamos a pensar sus causas, sus consecuencias y los horizontes poscrisis. Si estamos dispuestos a asumirla y tratarla en toda su magnitud o si preferimos aferrarnos al consuelo tranquilizador de que más tarde o más temprano se cerrará el paréntesis y todo volverá a ser como era antes de que se abriera. Si estamos dispuestos a creer que puede significar un cambio histórico planetario o si descontamos que no va a pasar nada nuevo. Las posibilidades que se abran de aquí en más dependen de cuál sea el espíritu dominante en torno a este problema. Entender este tiempo como la rendija por la que puede verse un campo abierto de futuros posibles en disputa es hacer política. Verlo como una pausa mientras el mundo se reacomoda es hacer tiempo. Y, sobre todo, es tener una relación muy pobre con el tiempo y con la historia.
Pareciera que estamos configurados para dar por hecho que el curso de la historia continuará siempre en la misma dirección, que moriremos en un mundo que será más o menos igual al mundo en que nacimos. Un instinto de supervivencia que nos hace preferir lo conocido a lo desconocido, la estabilidad al caos, la rutina a la anomia. La inercia es una fuerza poderosa y difícil de alterar. Pero este apego a la continuidad no es solamente un reflejo psíquico para tender al orden y la estabilidad y reducir la incertidumbre. También es resultado de una construcción histórica y política que tiene muchos nombres. El más famoso: el fin de la historia. El más preciso: realismo capitalista. El que más me interesa ahora: la cancelación del futuro.
El capitalismo es una formación histórica. Es contingente y finita. Encima es minúscula en la larga historia de la humanidad. Da un poco de pudor tener que aclararlo, pero es que lo olvidamos a menudo, ya que se nos aparece como una lógica neutra de vida que estuvo ahí desde siempre y para siempre. Como un trasfondo ahistórico, que está más allá del tiempo y más allá de la historia. Si hay una conclusión que puede sacarse de esta crisis sistémica global, es que hay una negación y una resistencia generalizada a admitir que el mundo y la vida pueden cambiar radicalmente, a pesar de que lo han hecho tantas veces a lo largo de la historia. La razón por la que escribo esto es la perplejidad que me produce esa resistencia, y no sólo porque es despotencializante, sino porque está de espaldas a la realidad.
Qué acto de soberbia y ombliguismo pensar que vivimos en la etapa definitiva de la historia. Y al mismo tiempo: qué baja es la autoestima, qué triste es la imagen de sí misma que tiene una sociedad que se cree gobernada por entelequias inmutables que están más allá de ella. El capitalismo no está más allá de nada. Está tan acá que en dos meses un virus que impide que la gente vaya a trabajar frenó la economía global y la llevó a un estado de depresión que muchos analistas han comparado con la crisis del 29 o la segunda posguerra.
No sabemos si la crisis ocasionada por la pandemia dará paso a una reestructuración capitalista comandada por Silicon Valley y las elites del capital tecnológico-financiero, a un cambio en la hegemonía global en favor de China y su modelo de capitalismo estatal autoritario, a una relegitimación de la intervención del Estado en la economía, a una revolución comunista global o a una progresiva recuperación del neoliberalismo nuestro de cada día. Pero esta resistencia a concebir cambios de grandes magnitudes es sintomática de la profundidad con la que nos creímos aquello de que la historia se terminó. Nos decimos que en este momento de incertidumbre y anomia “todo puede pasar”, pero en el fondo creemos que no va a pasar nada. Otra enseñanza de la crisis: el capitalismo como modo de organizar la producción y las relaciones es mucho más frágil y mucho menos eficaz que su incrustación en la psiquis y la imaginación colectiva.
La aceptación colectiva del fin de la historia es el éxito más profundo del capitalismo. Es la certeza ciega de que todo seguirá siempre más o menos igual. Es más grave que el hecho de que no haya una organización alternativa al capitalismo; es que no hay ni siquiera una historia, un campo de contingencias, posibilidades y disputas en el que esta organización pueda ser pensada. No estoy hablando del clásico problema marxista de la prefiguración de la utopía: la necesidad de imaginar una sociedad socialista y pensar concretamente cómo funcionaría y qué es necesario hacer para que funcione. Estoy un paso antes. Me refiero a la incapacidad de soltarse a imaginar que puede venirse algo nuevo.
Ya sabíamos esto, pero tuvo que darse un acontecimiento planetario para que termináramos de entenderlo. Ahora podemos reconocer que realmente creemos que el capitalismo y la humanidad están más allá de la historia, en un tiempo flotante que continúa indefinidamente hacia adelante. Tuvo que apagarse el funcionamiento, tuvo que llegar un momento en el que el fin del capitalismo asomara como una posibilidad, para que nos reconociéramos totalmente incapaces de enfrentarla. No obstante, esto es una buena noticia. La libertad, según Hegel, asoma en el momento en que se toma conciencia de la necesidad. Quizá estamos en ese momento: identificando la ideología del fin de la historia que nos atraviesa. Ojalá, cuando nos podamos mover, nos la saquemos definitivamente de arriba. Vuelvo a la cuestión del tiempo. La ideología del fin de la historia nos enclaustra en un presente expandido y diluido, en el que el pasado se museifica y el futuro es un escenario de prospectivas, una prolongación adaptada y mejorada del presente, como las actualizaciones de una app. Por su parte, las vanguardias intelectuales del capital, que saben que el futuro no está escrito, ya están proyectando escenarios poscrisis, que incluyen la expansión de los sistemas de vigilancia digital, la big data y la inteligencia artificial como técnicas reguladoras de la conducta humana y las decisiones políticas, y la concentración del poder en manos de las plataformas digitales. Es decir, ni más ni menos que una prolongación aumentada de lo que venía sucediendo antes de la pandemia. Mientras creemos que el futuro está escrito, otros lo están escribiendo. Así que más vale que nos enteremos de que estamos inscriptos en la historia, de que esta no es lineal, sino arborescente, y de que podemos hacer que esta suspensión del tiempo se convierta en una interrupción del futuro prefabricado que nos van a ofrecer pronto.