Siempre consideré “Rodríguez”, de Paco Espínola, como una verdadera joya de la narrativa breve. Para quien no recuerde su argumento, se trata de un paisano (el que da nombre al cuento) que tiene un encuentro con otro personaje que sólo al final se nos revela como el diablo, pese a que nunca se lo menciona como tal. Las pistas a lo largo del relato son muchas. Entre ellas, el momento y el lugar, el hecho de que se encuentre a la medianoche en una barranca y se aproxime al protagonista como si fuera un encuentro casual, con la intención de atraer la atención del paisano. También lo evidencia la forma: su melosidad y su charlatanería. Incluso la voz narradora lo llama “el seductor”, en otras ocasiones, “el indiscreto”. La cuestión es que el diablo hace todo para ganarse el favor de Rodríguez. Le ofrece ostentosamente mujeres, riqueza y poder político. Pero ante el silencio terco del hombre, que no siente ningún interés, cambia la estrategia: fascinarlo, impactarlo, incluso infundirle miedo a través de cosas salidas de su mundo conocido y cotidiano. Así, transforma la rama espinosa de un tala en una víbora, saca fuego de sus dedos para encender un cigarro, y hace que su caballo se vuelva un toro salvaje y, por último, un bagre enorme. Ante el desprecio cada vez más evidente de Rodríguez (“¿Eso? Mágica, eso”), no le queda al diablo más que despedirlo –y despedirse– con una sonorísima puteada. Si nos centramos en los resultados de las internas, nos encontramos con un escenario sublimemente diabólico. Ya Kant advertía que lo sublime es excesivo: transgrede, rebasa nuestra capacidad de aprehensión, nos lleva a tantear otras miradas. Lo sublime hace acto de presencia cuando carecemos –explicaba Amir Hamed– “de un formato que nos permita domesticarlo, porque sólo podemos leerlo defectuosa, parcialmente”. En este caso, lo diabólico (una de las caras de lo sublime) nos hace trascender. “Y esa trascendencia es la del mundo que adviene, ese que está proyectando su sombra antes de haber llegado.” Veamos, entonces, qué sombra es esa que proyecta. No tuvimos entre nosotros quien se haya parado en una barranca, aunque sí casi llevó al desbarranque el sistema partidocrático. La aparición “casual” (de golpe y sin militancia previa en una candidatura presidencial) de alguno con aspiraciones mesiánicas en nombre de los problemas concretos, la no ideología y el pragmatismo –esas reconocidas señas identitarias de los nuevos movimientos fascistas– no tuvo mucho de casual y logró captar la atención mediática, aunque también una desconfianza glacial por parte de las dirigencias ya establecidas. Respecto a las formas, vemos que también hizo gala, a partir de los 100 mil empleos y los remedios gratis, de charlatanería, indiscreción y melosidad. Su seducción a base de una sonrisa perfecta y su pasada de lengua erótica en un sobre quizá lo deje a la altura de un Alain Delon pasado de Rivotril, pero no importa. Supo tentar con promotoras que parecían salidas de una agencia de Lourdes Rapalin, supo tentar con la ostentación de una riqueza dadivosa (es lo que tiene ser miembro fundador de la Union Group y dueño del portal de noticias Ecos, aparte de haberse apuntalado como yerno de Dmitri Rybolovlev, uno de los magnates más ricos de Rusia) y supo tentar con poder político (sumó más de 90 mil votos a un partido, aunque varios analistas coinciden en catalogarlos como “volátiles”).
Si bien cierto número de actores políticos decidió invertir su alma por algunas de esas prebendas, la respuesta no fue la esperada. El silencio terco de casi todos los sectores lo llevó a cambiar de estrategia: movidas de desarticulación, la proliferación de fake news e, incluso, una campaña del miedo al colocarse casi en desacato contra la propia estructura partidaria que lo cobijó.
Aun así, y pese a todo su despliegue de prodigios, esa suerte de diablo fallido y lambisquero que tan prodigiosamente recreó Espínola no sólo no logró un primer lugar, sino que fue objeto de un ninguneo generalizado. Más aun: su discurso final fue una puteada contenida a un Uruguay “que se resiste al cambio, a lo disruptivo”. Lo que sí no queda claro es quiénes van a ser los hábiles candidatos a identificarse con el espíritu arisco y casi anarquista del paisano Rodríguez y no caer en la tentación de negociar esos 90 mil votos.