El nuevo gobierno ha definido algunos cargos de conducción para la seguridad y, desde el arranque, da señales importantes. Por lo pronto, hay un cierto freno a la restauración de lo que el Frente Amplio construyó entre 2010 y 2019. Actores que labraron su trayectoria sobre las promesas de «autoridad» y la espectacularización de los operativos policiales en territorios vulnerables han quedado relegados de la primera fila. ¿Eso significa también que el «realismo de derecha» en seguridad quedará relegado para los próximos cinco años? Por lo pronto, el foco se coloca ahora en personas que tuvieron gran relevancia en el proceso de transformación del sistema procesal penal, portadores de un discurso más bien ambiguo, y con una visible voluntad de construir y redistribuir poder. En esa línea, hay que mirar el proceso que viene con razonable expectativa.
Más allá de las exigencias de la transición, y de los tiempos que se necesitan para reconocer el terreno, los próximos meses serán cruciales para calibrar el alcance de los cambios discursivos y la proyección de nuevas narrativas. Pero será muy importante poder analizar el grado de apertura y permeabilidad a los discursos de otros campos y actores (organizaciones sociales, técnicos de la primera línea, referentes territoriales, académicos, etcétera). Como paso siguiente, se visualiza un doble desafío: en primer lugar, la posibilidad de articular visiones diferentes que trasciendan y complejicen la clásica centralidad policialista; en segundo término, las políticas de seguridad exigen un diseño interinstitucional con prioridad funcional hacia el componente de la integración social y la prevención de la violencia y el delito. Muy tibiamente, algunas de estas cuestiones se han esbozado como escenario futuro, pero sin explicitaciones que ayuden a dimensionar la idea.
Desde nuestro punto de vista, hay al menos ocho ejes que deben evaluarse con especial atención.
En primer lugar, las políticas públicas en seguridad tienen que encarnar una visión acabadamente sistémica, y para ello tiene que existir un diagnóstico completo y permanente que no solo evalúe las fortalezas y las debilidades, sino que, además, sea capaz de reportar las particularidades y los rasgos de larga duración de instituciones y formas de funcionamiento. La construcción de un espacio plural de conocimiento sectorial es una vieja demanda, que tuvo su primer impulso entre 2005 y 2009 y que luego quedó en fragmentos y esbozos unilaterales.
El segundo eje se vincula con la posibilidad de sostener una concepción amplia y rigurosa de las violencias, que se encuadre, además, en la identificación de sus elementos determinantes específicos. Hay muchos tipos de violencia que responden a distintas causas, y eso exige diseños flexibles y equilibrados de política. Solo como ejemplo, la violencia de género sigue ocupando un papel secundario en los discursos y las prioridades. Más aún, las perspectivas de género, como enfoques transversales para comprender todas las violencias, no son asumidas por ninguna racionalidad política. El margen aquí para construir nuevos discursos que sostengan iniciativas y dispositivos es muy amplio.
Las violencias y los delitos han modelado sus formas más graves en espacios territoriales concretos. Las dinámicas más lesivas y complejas se han enquistado en los espacios sociales con los mayores niveles de vulnerabilidad y segregación. Acá tenemos un tercer eje para asumir los desafíos de las gobernabilidades territoriales. Pacificar barrios enteros es una prioridad absoluta. Reducir los impactos de la violencia letal es el punto central de cualquier esfuerzo de gestión. Sin embargo, hay que tomar nota de todo lo que se ha intentado en los últimos años para no reproducir errores. En general, las políticas de control, vigilancia, represión y encierro han agravado los problemas. Inversión social y urbana, gobiernos locales fortalecidos, trama social y asociativa activada, agencias de seguridad que prioricen la inteligencia criminal y minimicen las violencias arbitrarias son algunas líneas básicas que deben tener una conjugación efectiva. Lejos estamos todavía de imaginar y pensar nuevos escenarios participativos para el gobierno de la seguridad.
El cuarto eje se relaciona con una innumerable cantidad de factores de riesgo que hay que atacar de manera coordinada y eficaz. El primero de ellos es la emergencia social que atrapa a miles y miles de niños, adolescentes y jóvenes uruguayos. La pobreza infantil presenta rasgos estructurales inadmisibles, y las precariedades múltiples que golpean a nuestros jóvenes tienen que asumirse desde las perspectivas integradas de los cuidados, el bienestar, la inserción laboral y educativa, y la seguridad. También este asunto ha ganado centralidad en la conversación pública, lo que abre un espacio de expectativa. El segundo factor de riesgo es la alarmante prevalencia de las armas de fuego en manos de la población. Este asunto es viejo y repetido, y ha mostrado su rostro más grave en el aumento de la violencia homicida en la última década. El ministro del Interior designado ha dejado entrever que este será un tema prioritario.
Como consecuencia lógica de todo lo anterior, pero también con otros alcances y derivaciones, el quinto eje tiene que hacer escala en la criminalidad organizada. Aquí el desafío de construir una respuesta institucional es mayor, en materia de vigilancia, controles, regulaciones, inteligencia, persecución penal y ejecución de sanciones. La severidad punitiva para los eslabones más débiles de las cadenas y las amplias zonas de impunidad para los sectores con más poder no solo hablan de desbalances y fallas, sino además de perforaciones y connivencias cuyo estado de situación tal vez sea más preocupante de lo que solemos admitir desde nuestro clásico talante autocomplaciente. Este eje no solo tiene una dimensión interna, pues la articulación internacional y la defensa de nuevas agendas regionales desafían también la política exterior.
Aun con su centralidad discursiva y práctica, la Policía uruguaya exige miradas diagnósticas y cursos de transformaciones institucionales. Mucho se habla de aumentar la cantidad de efectivos, pero casi nada se dice sobre la consistencia de los modelos de gestión policial y sobre la naturaleza de sus prácticas. La Policía es un actor decisivo y, como sexto eje, hay que evaluar y resignificar sus lógicas de trabajo y sus consecuencias más evidentes en materia de salud mental y tasas de suicidio. Además, garantizar la protección, el bienestar y los ingresos dignos de los funcionarios son objetivos tan relevantes como revertir los altos niveles de desigualdades internas y las formas largamente legitimadas de violencias en los procesos de formación, de acción cotidiana y de relacionamiento con la ciudadanía.
El séptimo eje nos habla de la política criminal y del sistema carcelario. Al menos las autoridades designadas tienen plena conciencia de las implicancias de este punto y de la inviabilidad de sostener un sistema de privación de libertad como el que hoy tiene el país. La posibilidad de comenzar a transitar por una vía de penas alternativas es de las cosas más auspiciosas que se han podido escuchar en las últimas horas. Torcer el rumbo de esa tendencia no será nada sencillo, y para tener éxito, al menos en forma relativa, no queda más opción que revisar a fondo la política criminal regresiva de la última década y evitar caer en la tentación de seguir usando la cárcel solo como espacio de contención e incapacitación frente a las presiones del delito.
Por último, el partido también se juega en la consistencia y la amplitud de los registros discursivos que alimenten las nociones de la convivencia, la defensa de lo público, la pacificación, el reconocimiento, la integración social, la sanción restaurativa y la garantía en materia de derechos humanos. Nos hemos dejado absorber por las narrativas de la vigilancia, del ejercicio de la autoridad, de las venganzas simbólicas, de los megaoperativos y de las metáforas propias de las formas de gobierno a través del delito. Ese desplazamiento discursivo solo será posible si arraiga en una política bien diseñada y que sea capaz de defenderse a partir de resultados reales. Si esas referencias discursivas se utilizan –una vez más– para encubrir un proyecto represivo y mantener la adhesión de sus bases electorales, las consecuencias serán más gravosas.
Estos ejes marcan una agenda exigente, con acciones a desplegar en niveles muy distintos. Cada iniciativa en una dirección diferente tendrá resistencias políticas muy fuertes. La experiencia ya nos ha demostrado que responder a las presiones político-mediáticas con claudicaciones, con ambigüedades calculadas o con inacción no garantiza nada. Más bien, al contrario: no son creíbles, habilitan el retroceso y se exponen a los peores resultados. Regresar mejores es no volver a cometer los mismos errores. Alimentemos en este punto una esperanza razonable.