El 15 de setiembre del año pasado falleció Harry Dean Stanton; tenía 91 años. Es la edad del personaje que interpreta en esta película1 que no llegó a ver, la primera dirigida por el actor John Carroll Lynch, y que constituye un homenaje, una despedida y un monumento, todo a la vez. Hay que recordar que este actor fue –y se ha repetido hasta el cansancio– uno de esos secundarios imprescindibles que podían salvar cualquier situación, rol que cumplió en las cerca de doscientas películas donde trabajó, desde Pat Garrett y Billy the Kid hasta El padrino II, desde Alien, el octavo pasajero hasta La última tentación de Cristo, desde Escape de Nueva York hasta Corazón salvaje, y hay que agregar series televisivas, como Big Love o Twin Peaks. Fue protagónico apenas en un par, Paris Texas, de Wim Wenders (1984), y esta que estamos reseñando, aunque tuvo especial relieve en Una historia sencilla (1999), la realización más luminosa de David Lynch.
Lynch y algún otro camarada, la amistad, la vejez, la misma vida de Stanton, se mezclan en Lucky en un conglomerado particular. Lucky vive solo en las afueras de un poblado en una de esas regiones áridas del oeste estadounidense cercanas a la frontera mexicana, donde en el campo medran los cactus y las lagartijas, y en el pueblo sillas siempre vacías frente a algún pequeño negocio parecen esperar a personas que no volverán. Todas las mañanas Lucky se levanta, hace sus ejercicios exponiendo sus flacas piernas curvadas y su pecho escueto a la mirada de la cámara, se peina, se viste y sale para el pueblo, encendiendo su cigarrillo. Va a la cafetería, conversa parcamente con su dueño y la mesera, ambos negros, mira con extrañeza las confianzas de un trío de jóvenes, profiere el mismo insulto (“Putas”) hacia algún lugar que no se muestra. Hace palabras cruzadas y mira programas de concurso en la televisión. En las noches va al bar a tomar su bloody mary con otros parroquianos, uno de los cuales es el mismo David Lynch, amargadísimo porque su tortuga llamada Presidente Roosevelt se escapó. Se habla mucho de las tortugas, bichos de esas tierras secas como el mismo Lucky; se habla de su longevidad, de su caparazón que será su ataúd, y de su sabiduría, en la que Lynch insiste.
Las coincidencias se suman. Lucky, al igual que quien lo encarna, estuvo en Okinawa en la Segunda Guerra Mundial, evocaciones que saltan cuando se encuentra con otro veterano interpretado por Tom Skerrit, con el que Stanton actuara en Alien. Lucky, al igual que Stanton, tiene una relación estrecha con la música. Si el actor mantuvo durante toda su vida la banda que lleva su nombre –en la que interpretaba jazz, pop y country–, Lucky escucha rancheras por las mañanas y es capaz, con una voz sorprendentemente firme para su edad, de paralizar a los asistentes a un cumpleaños soltándose a cantar sin previo aviso y en un castellano bastante pasable “Volver volver”.
Probablemente a quienes no hayan navegado antes por esas aguas –las de ese mundo de un cine que habitó Stanton largamente– les cueste aceptar esta película como una ficción. Porque es una historia sin argumento preciso, con un crecimiento que casi no es tal. Se trata, más bien, de pantallazos de la vida de un hombre anciano y de la comunidad a la que se arrima. Un detalle que diseña el estilo de la película: Lucky nunca sonríe. Los escasos momentos en que su estolidez parece aflojarse se expresan exclusivamente en un cambio casi imperceptible en sus ojos o en cómo acomoda su cuerpo. La “historia” casi no es tal. Sus picos emocionales, si se los puede llamar así, son el desamparo de un viejo acostado en posición fetal, la breve interrupción de la soledad por una conversación o una música, la atención a un cactus que se encuentra todos los días pero por primera vez parece ser visto (¿como un igual?). Pequeña y rara película que deja la imagen final y recogida de alguien que a su manera discreta nos acompañó, en la pantalla, tantas veces.