A riesgo de que me endilguen el mote de antisemita (no sería la primera vez), sostengo que el genocidio en curso en Palestina es responsabilidad directa y única de Israel y sus cómplices, liderados por Benjamin Netanyahu, «un nazi sin prepucio», al decir del comunicador y humorista francés Guillaume Meurice. El 15 de mayo se recordó una vez más el día de la Catástrofe (la Nakba, en árabe) y la realidad incontrastable se manifiesta ante los ojos impávidos de la humanidad como la segunda y, para algunos, la definitiva.
El Estado sionista no deja ingresar ayuda humanitaria, ni medicinas ni alimentos. El Estado sionista asesinó a más de 200 periodistas, a más de 1.500 médicos y médicas, enfermeros y enfermeras, personal de la salud de todas las funciones y especialidades, asesinó a maestros y maestras, a docentes; asesinó a funcionarios de Naciones Unidas, asesinó a más de 60 mil civiles (probablemente muchos más), niños, niñas, bebés, mujeres, ancianos, todos aparentemente potenciales terroristas o combatientes de Hamás, de la Yihad Islámica, del Frente Popular de Liberación de Palestina o tal vez de algún otro grupo «extremista o antisemita». Israel destruyó más del 60 por ciento de Gaza: viviendas, hospitales, escuelas y universidades, infraestructura civil, iglesias y mezquitas; Israel es una máquina de destrucción planificada, sin freno moral ni político. Lejos, muy lejos, de los preceptos del judaísmo como religión; lejos, muy lejos, de la sabiduría de los textos sagrados que utiliza el sionismo para justificar la matanza, el genocidio y la barbarie, ayer y hoy. Porque esta expansión colonialista de tinte claramente racista no empezó el 7 de octubre de 2023, sino mucho antes.
Precisamente, algunos de sus defensores argumentan que la cuestión detrás de la «guerra» en Gaza es defender el bastión de la civilización judeocristiana en Oriente Medio frente a los bárbaros musulmanes, frente a un pueblo que ni siquiera existe como tal. Algunos sostienen a esta altura –a modo de excusa– que se trata de una respuesta en defensa propia; por esa razón invadieron el sur de Líbano, continúan la lógica destructiva en Cisjordania e invaden Siria. En fin, desconocen a las Naciones Unidas, a los organismos del derecho internacional, a las organizaciones no gubernamentales de derechos humanos; desoyen a todos y los catalogan como antisemitas. Pero, aun así, la OTAN apoya en forma silenciosa o explícitamente la barbarie del terrorismo del Estado de Israel; aun así, Estados Unidos financia y provee de armamento; aun así, acá y en gran parte de la civilización occidental, los gobiernos de turno apenas se distancian del horror en Palestina.
El sionismo que lidera Netanyahu, amparado por el capital de sus multinacionales, es ideológica y morfológicamente la expresión contemporánea del nacionalsocialismo, les guste o no; representa la reencarnación del nazismo en el siglo XXI. Ya no se trata de las antorchas desfilando en Berlín en los años cuarenta o de la ultraderecha haciendo el saludo nazi en alguna ciudad europea en las pasadas semanas –o tan solo un día atrás en Francia–. Ya no se trata solo de gestualidad y liturgia, de declamaciones altisonantes o amenazas encubiertas. Se trata de un plan de exterminio y de limpieza étnica a plena luz, sin ocultar nada ante nadie. Al contrario, se trata de exhibir la orgía de sangre y muerte con obsceno orgullo, para que no quede ninguna duda. El objetivo expuesto por los personeros del sionismo criminal ha sido claro para quien lo quiera entender: acabar con los seres vivos que aún arrastran sus cuerpos en busca del pan, expulsarlos como sea y al precio que sea, ocupar toda Gaza para que los colonos «pacíficamente» desplieguen su talento laborioso y su condición civilizatoria en reemplazo de los bárbaros subhumanos e inútiles.
Y nuestro gobierno no reacciona, a diferencia de los de Colombia, Brasil y Chile. Millones de ciudadanos y ciudadanas del mundo entero, en Estados Unidos, Francia, Inglaterra y en Yemen, sí han reaccionado. Musulmanes, cristianos, judíos y ateos alzan su voz ante semejante atrocidad, voz que alguna vez se hizo sentir en la Europa de los años cuarenta. Que no sea tarde y lamentemos no haber detenido la nueva versión del nazismo presentado en nuevos envases de una supuesta civilización superior.