El impulso derogatorio - Semanario Brecha

El impulso derogatorio

Una ley no solo se defiende destacando sus virtudes, sino también tratando de minimizar sus consecuencias. Según quienes la apoyan, la Ley de Urgente Consideración (LUC) no ha causado ninguno de los desastres que se han augurado. Pero, ya sea cuando el apoyo es enfático o cuando es más bien neutro («¿Para qué discutir con tanto ahínco cuando algo no es ni tan bueno ni tan malo?»), lo que se pierde de vista es cómo esta ley descarga su furia sobre las vidas más dañadas.

Ni buena ni útil: la LUC es una norma que profundiza las desigualdades sociales. Y esa es una razón suficiente para justificar un impulso derogatorio. En el terreno de la seguridad, el problema no es técnico (es decir, no tiene que ver con cuánto contribuye esta ley a solucionar el problema de la criminalidad), sino político, en el sentido de las poblaciones que se marcan y las dinámicas que se habilitan para el funcionamiento del sistema policial-penal. Entonces, la discusión no es prioritariamente normativa, sino sobre cómo las cosas efectivamente funcionan. Y las cosas funcionan de una manera muy diferente a como las postula la racionalidad jurídico-política.

En el plano de la seguridad, la LUC interpreta y absorbe tres aspectos decisivos que tienen un fuerte arraigo en el sentido común predominante. Y el impulso derogatorio en curso debe ser capaz de interpelar a fondo ese sentido común.

1. LA LEGÍTIMA DEFENSA

En nuestras sociedades, uno de los caminos para justificar el uso de la fuerza es la autodefensa en una agresión. Esta es una idea que solemos aceptar a priori, en abstracto, pero que requiere de límites muy estrictos, pues su ejecución puede entrañar muchos problemas. En nombre de la legítima defensa han ocurrido tragedias e infinidad de hechos que quedan en una zona de penumbras. Si participan funcionarios encargados de hacer cumplir la ley o personas poderosas, o, asimismo, si están involucradas víctimas con escasas credenciales, el manto de oscuridad y silencio puede ser mayor. Cuando se plantea una situación de desigualdad social flagrante entre quien mata y quien muere, la legítima defensa puede transformarse en una forma de encubrimiento. Como los límites son complejos, hay que mantenerlo bajo estricta custodia. Si el compromiso con la no violencia es compatible con la justificación de la violencia en casos excepcionales, la LUC amplía el radio de acción para estos últimos. El problema es que muchas veces esas justificaciones no son inocentes.

En este sentido, la LUC parte del supuesto de una sociedad armada, que reacciona vengativamente y legitima las acciones inspiradas en la agresión preventiva. La distinción moral entre ellos y nosotros ha servido de plataforma para expandir estos fenómenos y se ha instalado cómodamente en el espíritu de esta ley de urgencia. Se ha señalado, con razón, que en esta ley el derecho a la propiedad está por encima del derecho a la vida. Más bien debería decirse a ciertas vidas. Se asume, sin decirlo, que las personas que pueden verse envueltas en estos riesgos son las mismas que hay que cancelar, perseguir y encerrar, porque son vidas que ya no importan. Más que para impulsar la protección, la ampliación de la legítima defensa está pensada para neutralizar a quienes no merecen reconocimiento.

Cuando se analizan otras disposiciones de la ley (como la resistencia al arresto, el agravio a la autoridad, la autoevasión, el daño a las instalaciones policiales o carcelarias, la ocupación de espacios públicos, etcétera), la lógica es la misma: sus destinatarios son aquellas personas sin nombre, que pueden estar vinculadas o no al delito, pero que son arrastradas siempre por las corrientes de la segregación. La legítima defensa no es solamente un concepto jurídico-situacional, sino que muchas veces opera como una práctica orientada a castigar a amplios sectores de las clases populares. De aquí que el problema principal no es la defensa de la propiedad, sino la negación de ciertas vidas.

2. LA DISCRECIONALIDAD POLICIAL

La Policía ha ganado centralidad como actor para controlar y reducir el delito. Más autonomía con respecto a los fiscales y más facultades discrecionales para las tareas de control y vigilancia son interpretadas por los defensores de la LUC como medidas de respaldo. Aunque se discuta con calor que el patrullaje aleatorio y los controles generales tienen poca o nula incidencia en la tasa de criminalidad, no hay que soslayar la visibilidad de la Policía como una necesidad política, más simbólica que real. Tampoco pueden perderse de vista las funciones de dominación y sujeción que las Policías desempeñan en los espacios territoriales de alta vulnerabilidad socioeconómica. El campo político y el campo policial, más allá de algunas tensiones, se nutren de acuerdos tácitos: uno necesita mostrar resultados y promover la adhesión de la ciudadanía, y el otro, sostener una lógica institucional de funcionamiento que canalice las disputas internas y neutralice cualquier posibilidad de reformas estructurales.

Al inicio del nuevo gobierno de coalición, las iniciativas de patrullaje policial permitieron alentar alguna esperanza en ciertos barrios. Muchos pequeños comerciantes vieron disminuir los delitos más violentos durante las semanas de mayor confinamiento por la pandemia, aunque muchas de esas tendencias se han ido revirtiendo en los últimos meses. Los reclamos y las quejas han regresado, a pesar de que su difusión mediática esté contenida.

En los territorios más complejos, visualizados como lugares hostiles y a recuperar, en los que las interacciones más comunes (antes y ahora) son los retenes y los controles de identidad, el patrullaje tampoco muestra una gran eficacia. Se hace un trabajo selectivo, que acumula historias de violencia y silenciamiento, y se enfoca en los hombres jóvenes y pobres. Aunque políticamente se haga un esfuerzo para distinguir entre los buenos y los malos ciudadanos de un lugar, el estigma opera para todos, al punto de que para la Policía incluso los inocentes se comportan como culpables. En muchos barrios, el riesgo y el peligro han configurado momentos de excepcionalidad (megaoperativos, zonas ocupadas, etcétera). Y cuando se recupera la rutina, en realidad, se hace siempre una excepción de baja intensidad que marca el trabajo policial de una manera muy diferente a la que se despliega en otros barrios.

La violencia física y moral del Estado en los territorios vulnerables –más allá de la regulación política de sus intensidades– aparece como un dato consolidado. Se trata de una violencia invisible, sin cuerpo político, y decisiva para contribuir con la profundización de las desigualdades. La dinámicas que sustentan esas prácticas suelen permanecer ocultas, al mismo tiempo que se visibiliza el ejercicio de la autoridad a través de operativos y estrategias de alto impacto. Cuando ese equilibrio se rompe y el abuso policial se transforma en un problema político, las reacciones de negación suelen ser inmediatas: «Son unos pocos malos policías», «No hay personas imputadas», «Es una campaña de desprestigio contra la Policía».

3. LA CÁRCEL COMO DEPÓSITO

El giro represivo de las políticas de seguridad se traduce en un aumento de la cantidad de personas encarceladas o bajo la supervisión del sistema penal. Como complemento, hay una clara tendencia al agravamiento en el régimen de sanción. Aunque sabido y dicho, las cárceles están pobladas con personas que provienen de los estratos sociales más precarios y hostigados. Los cambios legales que refuerzan esa tendencia punitiva se disfrazan de mayor severidad para los delitos que producen más rechazo, pero, en rigor, esos cambios están pensados para incapacitar a quienes delinquen contra la propiedad o están insertos en los escalones más débiles de la distribución de drogas. De este modo, la vicepresidenta puede proclamar, demagógicamente, que bajo su gobierno los violadores cumplirán de forma completa su condena, aunque evite reconocer que las normas de la LUC no están pensadas prioritariamente para este tipo de delitos.

Para este gobierno (y para cualquiera) la cárcel es útil, porque neutraliza físicamente a muchas personas que cometen delitos. Pero también es políticamente necesaria para que el castigo selectivo y la imposición del sufrimiento envuelvan cierto tipo de infracciones y poblaciones. No se castigan los desvíos individualmente, sino que se castiga a determinados sectores sociales vinculados con delitos específicos. Con esa intención la LUC elimina las libertades anticipadas para algunos delitos, aumenta las penas para el narcomenudeo, eleva las penas mínimas y máximas para ciertas infracciones cometidas por adolescentes y restringe el sistema de redención de pena por trabajo y estudio. Es el golpe de gracia para una lógica de la progresividad y la rehabilitación –dañada hace ya mucho tiempo–, y es el momento pleno para hacer de la cárcel un mero depósito.

Las prisiones mutilan, promueven la crueldad y afectan dramáticamente los entornos familiares involucrados. La cárcel socava el maltrecho capital social de ciertas personas, y cuanto más severa es la ejecución de la pena, más se agravan las desigualdades sociales. A sabiendas de esta situación, cuanto más absurdo resulta el sistema, más se refuerza. El aumento de la cantidad de presos es interpretado como un éxito fulgurante de la gestión de gobierno, ya que demostraría la eficacia de la Policía y la intención de la defensa social. La cárcel es una institución clave para la regulación política de la seguridad, aunque el costo sea el sufrimiento, la tortura, la aniquilación del sujeto y la negación de esas vidas que no valen la pena. En tiempos de «antichorros», no hay espacio político para estos melindres del reconocimiento.

Lo que hemos señalado aquí no es especialmente novedoso. Podrá tener este u otros énfasis, pero, en cualquier caso, nos enfrenta con realidades consolidadas. El giro represivo de las políticas de seguridad –que no nació con la LUC– se asienta en poderosas fuerzas sociales y políticas. O se entra en su juego o se lo combate con otras concepciones y estrategias. El impulso derogatorio de estos artículos de la LUC es apenas un primer paso. Derogar parte de esta ley tendrá sentido si ese impulso se materializa en serio en otras tareas de desmontaje y construcción, tareas que tienen que estar orientadas a restituirles algo de dignidad a miles y miles de vidas dañadas.

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