Cuatro reclusos fueron asesinados el lunes en el módulo 11 del complejo penitenciario de Santiago Vázquez (ex-Comcar) en un incendio intencional provocado por otros reclusos. Los agresores acercaron un trozo de colchón encendido a la celda de las víctimas, que, a su vez, encendió los colchones que estaban en el interior y las llamas se extendieron por todo el lugar.
Esta modalidad de asesinato no es nueva en las cárceles uruguayas.
El 25 de setiembre de 2024, una pelea por beneficios internos, o quizás por un asunto de drogas, esta vez en el módulo 4 de ese mismo complejo penitenciario, se cobró seis vidas en otro incendio intencional.
Tampoco esa fue la primera vez.
En la noche del 28 de diciembre de 2023, también en el módulo 4 de Santiago Vázquez, un problema relacionado con un celular y una solicitud de amistad que uno de los asesinados le envió a la novia de uno de los asesinos se saldó con seis víctimas, bajo la misma modalidad de ataque. «Este hecho marca una línea divisoria entre lo que era y es, y lo que debe ser y tendrá que ser, si queremos ser fieles a las tradiciones republicanas, democráticas y humanistas del Uruguay», declaró entonces, en un comunicado, la Institución Nacional de Derechos Humanos y Defensoría del Pueblo.
Pero ese tampoco había sido el primer hecho de estas características.
El 12 de enero de 2021 ya habían sido asesinados dos reclusos en el módulo 3 de Santiago Vázquez mediante el incendio de la celda que ocupaban. Los agresores rociaron con nafta a las víctimas desde fuera de la celda a través de boquetes en las paredes y de la ventanilla por la que se entrega la comida y los prendieron fuego.
Varios intentos similares de consumar otras tantas matanzas durante estos años terminaron con heridos, pero sin muertos.
Germán Gutiérrez, presidente del gremio de trabajadores penitenciarios, explicó esta semana al diario El País que la violencia ha evolucionado dentro de las cárceles y que los presos han optado por este mecanismo de asesinatos en grupo. «Esto significa que, si el objetivo es matar a una persona, es indistinto si para cumplirlo salen lastimadas otras que están al lado.» También sostuvo que se ha generado una cultura alrededor de la celda. Es decir: «Si un preso tiene un problema, lo tienen quienes conviven con él».
Todos estos hechos ocurrieron en el último de los círculos del infierno penitenciario uruguayo, los módulos 3, 4, 10 y 11 de Santiago Vázquez. El exministro Luis Alberto Heber dijo esta semana que si fuera por él volaría por los aires esos módulos. No es una mala idea, en absoluto. También dijo que el problema era puramente de gestión. «El sistema debe ser cambiado en su conjunto», declaró, en cambio, el comisionado parlamentario para el sistema penitenciario, Juan Miguel Petit, en consonancia con la que viene siendo su prédica hace años. El ministro Carlos Negro, alineado con esta última posición, prometió, a su vez, una reforma penitenciaria seria: «Hay que apostar a una inyección muy importante de dinero que el Estado uruguayo por sí solo no tiene». Negro sostuvo, además, que las situaciones que hoy estamos viendo son consecuencia del imperio de una matriz normativa que debe ser revisada.
A Petit y a Negro les asiste la razón: el problema no es puramente de gestión, mejor o peor en este gobierno, o en el anterior, o en el anterior al anterior. Para encarar la urgente tarea de cambiar la matriz normativa de la administración de justicia penal en Uruguay, sería bueno clarificar primero qué función cumple el sistema penal en su conjunto.
El castigo penal, se ha señalado, cumple la función simbólica –o expresiva– de reafirmar los valores fundamentales sobre los que se asienta una sociedad. El mérito del castigo penal, desde esta perspectiva, no es la disuasión, ni siquiera la mera incapacitación. La utilidad de la pena no está en hacer que las calles sean más seguras
ni en conseguir que haya menos crímenes. En todo caso, su utilidad es más bien indirecta y se expresa en el hecho de que la pena satisface cierta necesidad de los ciudadanos de vivir en una sociedad que honra ciertos valores y se conduce de manera acorde. Una sociedad que no castiga a sus criminales revela algo ominoso acerca de su propia naturaleza, como una persona que deja que su apariencia e higiene personales se descuiden. Castigar crímenes graves (no meramente aislar o reformar a los ofensores) es en sí mismo uno de los rituales –como las danzas o las celebraciones mortuorias– que contribuyen a constituir a una sociedad en una comunidad moral robusta que se respeta a sí misma, según observó hace años el filósofo estadounidense Andrew Oldenquist. Cuando el sistema de administración de justicia penal no actúa según estos altos ideales que lo animan, le proporcionan fundamento y lo justifican, o, peor, cuando lo hace directamente contra ellos, la sociedad también revela algo ominoso acerca de sí misma.
Cuando el sistema trata al ofensor como si fuera una fuerza ciega de la naturaleza, una plaga, un tornado, un terremoto, entonces el asunto sí es estrictamente técnico. Una plaga se aniquila; un tornado o un terremoto, fenómenos difíciles de anticipar, pueden ser minimizados hasta cierto punto en sus efectos. Todos esos son asuntos técnicos, ni morales ni políticos. El castigo solo tiene sentido, en cambio, allí donde la conducta no está plenamente determinada por factores externos, o internos pero inmutables.
No se castiga a un animal violento –un perro desbocado, pongamos por caso–, se lo sacrifica. El castigo solamente tiene sentido cuando se aplica a agentes que reconocemos como esencialmente similares a nosotros en nuestras motivaciones y en nuestra capacidad reflexiva. Se puede golpear o matar a un perro desbocado, incluso se lo puede disuadir para que no ataque sin llegar a golpearlo o a matarlo, pero no se le pueden exigir responsabilidades. Simplemente no reconocemos a un perro como algo similar a nosotros en nuestras motivaciones y en nuestra capacidad reflexiva.
Castigar no es simplemente contener o imponer una pena, excepto en un sistema penal moralmente alienado, que es el reflejo de una sociedad que ha llegado a considerar a una parte de sus integrantes como equivalentes a perros desbocados, plagas, tornados o terremotos. La administración de justicia penal cumple, al menos desde la perspectiva que ha sido considerada, una función ritual en una sociedad moralmente sana. La administración de justicia penal en el Uruguay actual es un ritual, sí, pero macabro; uno que revela algo lúgubre y ominoso acerca de nosotros mismos.
El ministro Negro apuntó a la urgente necesidad de hacer reformas normativas. Antes de terminar, me gustaría señalar una: cambiar el actual Código del Proceso Penal. El código vigente es parte del problema, no de la solución. Es urgente su reemplazo por uno que sea, este sí, verdaderamente garantista. El que está vigente fue promocionado como tal, pero no lo es.