En un principio, el plan era escribir sobre cómo la industria del entretenimiento determina nuestros gustos o cómo no hace falta intentar intelectualizar el consumo basura que todos tenemos, sino ser capaces de determinarlo como tal y saber que, de la misma forma que eso no nos determina en tanto seres pensantes, sí forma parte del imaginario que habitamos y construimos para nosotros. Ahí fue cuando surgió la idea de conceptualizar un poco lo que era la industria cultural, ese conjunto de empresas, corporaciones y productoras que toman todo lo que tiene un atisbo de posible éxito y lo estrujan hasta hacerse de aquello que tiene de genial. Pero eso me llevó a cuestionarme qué es la obra, qué es lo que constituye verdaderamente una obra, y esa es una discusión en la que no tengo el más mínimo interés de participar.
Walter Benjamin plantea en La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica que la obra de arte, que era un hecho singular y único, fue en un principio un elemento ritual y, en el momento en que comenzó a reproducírsela –o al menos cuando empezó a haber una demanda de acercamiento de las obras a la población, en lugar de que fueran elementos recluidos en monasterios–, el valor de esta en tanto tal cambió, y ese valor, que antes surgía de su singularidad, la de objeto sagrado, se convirtió en un valor político. Esta masificación de la obra y la reacción masiva del público frente a ella ayudaron también a que se pudiera, de alguna forma –sobre todo, acercándonos a nuestra época–, controlar el consumo.
A fin de cuentas, la obra es política o, al menos, ideologizada. L’art pour l’art y el intento de despolitizar el arte también es un movimiento ideológico. Y, más allá de que el arte no tiene que ser un medio para la ideología, sino que está atravesado por ella, es una realidad: la obra tiene valor político.
La representatividad en el cine, en las series o en la cultura en general se vuelve, entonces, una pelea no sólo válida, sino también necesaria, dada, sobre todo, por distintos grupos étnicos y movimientos Lgbt que buscan asegurarse el derecho a existir en una sociedad que siempre les ha sido hostil. Sin embargo, y es esta mi pregunta fundamental, ¿hay que dejar que sea esa industria, esa mencionada al comienzo, la que se apropie de las luchas? Que las tome como lo toma todo, como se hace de todo lo que tiene un atisbo artístico y cultural, y las vuelva producto de consumo; que se prenda a las batallas reales de los movimientos sociales y los haga suyos. O, si no, ¿por qué demandarle eso a la industria del entretenimiento? Es admitir que son ellos quienes llevan las riendas del discurso general y que la pelea sólo se valida cuando tiene el logo de Disney estampado abajo. Porque sería pasar la discusión real y las peleas sociales por la picadora de carne que vuelve las distintas disidencias y las luchas sociales otro objeto a la venta, otro objeto de consumo; sería cederle a la misma maquinaria que determina cómo tenemos que pensar y comportarnos aquello que atañe a lo más profundo de uno, como si eso asegurara que existimos, que somos, que tenemos derecho a existir. Entramos, así, en el catálogo de las experiencias de vida posibles que nos presenta Hollywood, que se embandera con las luchas para vender más entradas, para seguir produciendo más basura, que seguirá determinando la forma en que tenemos que vernos y sentirnos, qué tenemos que comer y comprar para vernos y sentirnos bien con nosotros mismos.
Entonces, deja de ser sólo una discusión sobre los gustos‑basura. La cuestión no está tanto en el consumo de esos gustos, generados por esa misma industria, sino en pensar que son más importantes que lo que verdaderamente son. Es necesario cuestionarse sobre la aparente necesidad de darle lo propio, lo que es tan fundamental en la significación de sí, a una multinacional, como si ganar el derecho a ser también un producto de consumo fuera ganar la pelea. Cuestionarse si es ahí donde hay que darla. Claramente, no voy a ser yo quien les diga a los demás cómo tienen que seguir su lucha. El argumento suele ser que para un niño gay o una niña afro verse también en esas películas que determinan nuestra infancia es fundamental, y estoy de acuerdo con eso. Creo que habría, más bien, que cambiar el lugar del que tomamos esas representaciones, intentar luchar contra la bestia irrefrenable que es una industria de la identidad, esa bestia que puede controlarnos y a la que no le importa nuestra experiencia de vida, sino si esa experiencia puede ser lucrativa o no.