Muchos dirán que es una coincidencia, otros dirán que es una relación de causa y efecto. En cualquier caso: cuán atractivo es vincular las 376 mil firmas que nos aseguran un futuro de vida sin miedo con la remontada del Partido Nacional al 34 por ciento de intención de voto, o, lo que es lo mismo, el traspié del Frente Amplio al 30 por ciento. Porque, dígase lo que se diga, la inseguridad proclamada, machacada, repetida, aumentada, invocada, hiperdimensionada es moneda de cambio electoral, y viene siéndolo desde hace tiempo. Es decir, la inseguridad, debidamente abonada y regada durante cuatro años, es una verdad que no necesita demostración, como lo prueba el 13 por ciento del electorado que estampó su voluntad convencido de que tiene miedo o, como dice el senador Jorge Larrañaga, que le pone el hombro a una “emergencia nacional”, sin que se haya detenido, esa porción del electorado, a sopesar los términos de un debate que no existió y que no existe sobre los fundamentos de la iniciativa de reforma constitucional.
De hecho, las 370 mil firmas confirmarían la “sensación de inseguridad” que alimenta las estrategias políticas en Uruguay. Aun siendo la seguridad ciudadana una de las campañas más redituables a nivel mundial de una derecha que se derechiza, la comparación de la situación en el país con lo que ocurre fuera no guarda ninguna relación, y de eso dan fe los extranjeros, mexicanos, brasileños, colombianos, guatemaltecos, que tienen la suerte de disfrutar de nuestra “inseguridad” durante su permanencia en el país. El barómetro para medir las comparaciones fracasa ante situaciones diversas: no hay comparación entre la nueva inmigración de latinoamericanos, venezolanos y cubanos particularmente, que se asientan en armonía, con las oleadas de inmigrantes en Europa que tensan las relaciones sociales y exacerban una fobia ultranacionalista y discriminatoria; no hay comparación con el nivel de violencia del narcotráfico en Brasil, el grado de corrupción en México o la industria del sicariato en Colombia. Y ni qué decir de un terrorismo fundamentalista que nos es completamente ajeno.
Pero hay que admitir: ese enfoque de compararse con el peor alumno de la clase es polémico. Cualquiera sea el nivel real de nuestra inseguridad (aquel nivel que no esté inflado por los operativos mediáticos), vale la pena ponderar cuáles son las propuestas para reducirla. La inseguridad es la consecuencia de un grado de violencia criminal que se mide en dinero: el que fluye a través del narcotráfico, el crimen organizado, la corrupción estatal y empresarial. O la falta de dinero: la pobreza, la exclusión social, la violación sistemática de derechos humanos elementales (vivienda, salud), las aberrantes inequidades en la distribución de la riqueza, todo lo que te lleva a arrebatar lo que el sistema no te da, algo que al final resulta más fácil que el sacrificio del trabajo indigno y explotador al que tenés acceso por tus limitaciones.
¿Cuál fue la respuesta de los últimos gobiernos? En materia de represión, una Policía mejor paga, mejor equipada, cuerpos represivos remodelados, armados a guerra, con licencia para reprimir en “zonas rojas”, y una inversión fabulosa en tecnología, capaz de seguirte en imágenes todo el día, desde que salís de tu casa hasta que regresás, de escucharte y de analizar tus comportamientos de consumo y de diversión, tu inocencia, tus impulsos y tus aberraciones (en sentido laxo, incluidas las que para algunos pueden ser aberraciones políticas). El resultado de la controversia es una aburrida esgrima de valoraciones contrapuestas, antagónicas, irreconciliables, divorciadas de cualquier objetividad, sobre los resultados de la gestión, que se zanja con el consabido sonsonete “que renuncie Bonomi”.
¿Y cuál es la propuesta de aquellos que pretenden desplazar al Frente Amplio del gobierno, y que en todo caso heredarán una Policía mucho más capacitada para la represión? Es una propuesta cualitativamente superior, con tufo a reincidencia en experiencias pasadas, de las que quienes la proponen no han aprendido nada, o, lo que es peor, no quieren aprender, porque están más cercanos del error pasado que de la enmienda con suerte variable. La propuesta del senador Jorge Larrañaga –de la que nadie daba tres vintenes por ella cuando la lanzó, en lo que se interpretó como un desesperado intento de rescatar protagonismo electoralmente capitalizable, y que hoy lo reposiciona como una alternativa precandidateable con grandes expectativas– se sostiene en un proyecto de reforma constitucional para incorporar cuatro nuevos instrumentos que darán combate exitoso al miedo, aunque no es tan evidente el éxito contra el delito. Ellos son: cadena perpetua (revisable); cumplimiento total de la pena para delitos graves; autorización para hacer allanamientos nocturnos; y creación de una guardia nacional militar.
No se necesita ser adivino para prever qué ocurrirá si esto se concreta: habrá prepotencia violatoria de los derechos individuales, como está ocurriendo con menores de edad en ciertos barrios periféricos; habrá más muertos, y por tanto más violencia; habrá más hacinamiento en las cárceles, y más miedo, no de que te roben la cartera de un tirón, sino el miedo de la impunidad, ese miedo que se construyó bajo el terrorismo de Estado y que sigue impregnando a la sociedad. El portal de la campaña Vivir sin Miedo dice: “¿Por qué crear una guardia nacional con militares? Porque es necesario tener una nueva fuerza de seguridad pública: una guardia nacional. Estará integrada por 2 mil efectivos militares. Es necesario acudir a militares porque están calificados, poseen disciplina, tienen una estructura jerarquizada, están instruidos en el manejo de armas, tienen equipamiento, están a disposición del Estado, podemos recurrir a ellos sin mayor demora”. No hay ninguna explicación de por qué la Policía y sus cuerpos militarizados no están en condiciones, hoy, de hacer lo que supuestamente harían los militares de la guardia nacional. No hay ninguna explicación de cuáles serán los métodos nuevos, inéditos, que aplicarían los militares para reducir el crimen, salvo que esa reducción se produzca por una reducción drástica de los criminales.
El origen de este presente que propone una guerra al delincuente se rastrea en aquella autorización legal para que los militares desataran la guerra contra la población civil. Una vez en marcha la maquinaria militar, ¿quién la para? ¿Realmente el senador Larrañaga pretende reeditar en Uruguay el Estado represivo mexicano, donde las batallas contra supuestos “narcos” ofrecen récords insólitos de eficiencia: bajas totales de los delincuentes, ninguna de las fuerzas del orden? ¿O simplemente es un delirio que pretende el truco de un triunfo electoral?
Tal como se presentan las cosas, no se dibuja en el horizonte la posibilidad de un debate serio y profundo sobre el proyecto de reforma, antes de que se ponga a votación en octubre de 2019.