Jean-Marie Le Pen, el líder histórico de la extrema derecha francesa que murió este martes a los 96 años, había perdido todo peso político personal hacía casi diez años, en 2015, cuando su hija Marine, a quien él mismo había entronizado como su sucesora cuatro años antes, decidió apartarlo de la presidencia de honor de su partido, el Frente Nacional (FN). Octogenario avanzado, el Menhir, como lo habían bautizado sus seguidores, no chocheaba ni mucho menos, pero ya era incapaz de contenerse y se había vuelto demasiado disfuncional para los planes de su hija mayor de «desdemonizar» definitivamente al FN.
Las diatribas antisemitas, homofóbicas, supremacistas y racistas del Bulldog, otro de los apodos de Jean-Marie, su reivindicación sin disimulos del colaboracionismo con los nazis durante la Segunda Guerra Mundial, sus insultos a diestra y sobre todo a siniestra entorpecían ese proyecto, y Marine acabó entonces concretando el parricidio que muchos de sus allegados le venían recomendando desde tiempo atrás. En 2018 cerró el círculo y terminó cambiándole el nombre al partido, que pasó a llamarse Reagrupación Nacional. Sonó muy fuerte, pero fue un cambio más de estilo que de sustancia. El nuevo partido conservó incluso el símbolo del viejo (una llama tricolor azul, blanca y roja que Le Pen padre había adaptado en 1972 de la verde, blanca y roja que identificaba al fascista Movimiento Social Italiano, liderado por su amigo Giorgio Almirante). Los esbirros del Grupo Unión Defensa, una fuerza de choque de extrema derecha que estuvo entre las formaciones que contribuyeron al surgimiento del FN a comienzos de los setenta, fueron apartados de los primeros planos, pero siguieron apareciendo de tanto en tanto en los actos y las manifestaciones de RN, incluso bien recientemente.
«La forma fagocitó al fondo en la agrupación dirigida por Marine Le Pen. El fondo poco cambió respecto al FN de papá Jean-Marie. El gran aporte de Marine fue darse cuenta de que para que lo esencial de los viejos postulados del Frente pudieran concretarse, había que hacer un lavado de cara que fuera creíble», comenzando por desprenderse del olor a azufre que emanaba Jean-Marie, dijo en 2021, al cumplirse diez años de la pasada de mano del padre a la hija, el politólogo Alexandre Dézé, que desde comienzos de la década viene estudiando la evolución de FN-RN y anunciando su lento y constante ascenso. Entre muchos otros, Dézé destacaba entonces que Le Pen padre era un tribuno al que le interesaba más agitar, imponer consignas y hacer crecer a su fuerza política hasta que lograra un nivel decisivo de incidencia ideológica en la sociedad que propiamente llegar al gobierno, mientras su hija, menos carismática pero más constante y metódica, apuntaba a hacer de RN una máquina electoral de conquista del poder. Marine llevó a RN a convertirse en una de las principales fuerzas políticas de Francia, claramente la más importante de la derecha y clave para el mantenimiento en funciones del actual gobierno, pero fue su padre quien sentó las bases de esa fuerza y quien logró la proeza, en 2002, de que por primera vez un partido de extrema derecha llegara a disputar la presidencia de la república.
* * *
La complementariedad entre el padre y la hija, entre el antiguo paracaidista curtido en guerras coloniales y la abogada, entre el ogro y la santificada, entre la bella (digamos) y la bestia, salió claramente a la luz en las horas siguientes a la muerte de Jean-Marie. La importancia política que ha tomado RN para el conjunto de la derecha y la centroderecha francesas y la centralidad de Marine Le Pen hicieron que la memoria de su padre fuera evocada, en la prensa conservadora y entre los políticos de los partidos en el gobierno, casi que de manera condescendiente, aludiendo a lo sumo a los aspectos «polémicos» o «controvertidos» del personaje, sin dar más detalles, y destacando las más de las veces su «fuerza», sus «convicciones persistentes, en el acierto o en el error», su «condición de animal político y mediático» y hasta de «lanzador de alertas», como llegó a decir una comentarista del canal CNN. «Hoy Jean-Marie Le Pen aparece más como un lanzador de alertas que ha advertido de manera valiente sobre peligros como la inmigración, un tema que él logró imponer en el debate público, que como el autor de declaraciones escandalosas», dijo la mujer.
Ministros del gobierno dirigido por el supuestamente centrista François Bayrou callaron sobre el filofascismo de Le Pen, lo mismo que la presidencia de la república, que emitió un comunicado más bien neutro y en cierta manera respetuoso sobre el líder muerto. «Estas primeras reacciones en caliente muestran el grado de extrema derechización del paisaje político francés y de un sector de su ecosistema mediático», editorializó el mismo martes el portal de izquierda Mediapart, y destacó entre los «éxitos» del exmilitar que se vanagloriaba de haber practicado la tortura en sus tiempos de paracaidista en Argelia, en los años cincuenta, que una parte no despreciable de la intelectualidad francesa sea hoy sensible a su prédica. O por lo menos no rechace de plano sus posturas, por ejemplo, sobre la «penetración del islamismo» y la necesidad de defender a toda costa la «identidad nacional».
Padre e hija consiguieron en las últimas décadas «lepenizar» a la sociedad francesa más allá de los espacios ocupados por sus partidos, señaló Mediapart. Y destacó otro fenómeno tan preocupante como la normalización de la extrema derecha: la fuerza que ha cobrado, entre algunos progresistas, la colocación en un mismo nivel del lepenismo y la principal formación política de la izquierda, Francia Insumisa (LFI), mayoritaria en el Nuevo Frente Popular, ganador de las últimas elecciones legislativas. «Le Pen ha muerto, pero tiene un heredero: Jean-Luc Mélenchon», reiteró por estos días, entre muchísimos otros, el filósofo Bernard-Henri Lévy, y aludió al supuesto antisemitismo del líder de LFI por sus denuncias de las masacres de Israel en tierras palestinas. En la misma línea se manifestó con un dibujo el ilustrador más célebre del diario Le Monde, Plantu. «Nada ha unido ni unirá a Le Pen con Mélenchon. Universos ideológicos los separan, también sus prácticas políticas, pero hay un empeño cada vez mayor de un sector, muy minoritario pero también muy constante, del progresismo de presentar a LFI como el mayor peligro que debe enfrentar Francia hoy simplemente porque el Nuevo Frente Popular se ha convertido en opción de gobierno. Siempre ha sucedido así con esos sectores: por sobre todas las cosas, abominan a los rojos», comentó el martes uno de los dirigentes de LFI, Manuel Bompard. Y refiriéndose a Jean-Marie Le Pen, Mélenchon comentó: «El combate contra el hombre terminó, pero seguirá el combate contra el odio, el racismo, la islamofobia y el antisemitismo que sembró».
Militantes de LFI, comunistas, socialistas, verdes, anticapitalistas de diversas tendencias, anarquistas, inmigrantes e integrantes de asociaciones de defensa de los inmigrantes estuvieron entre quienes el martes salieron a las calles de París y otras ciudades a festejar la muerte del Menhir. Lanzaron bengalas, cohetes, agitaron banderas.
* * *
Cuando surgió el FN, en 1972, la extrema derecha francesa estaba dividida en una multitud de grupúsculos de muy diversas tendencias, a menudo peleados entre sí, que sumados no llegaban a representar siquiera el 1 por ciento del electorado. Jean-Marie Le Pen fue elegido para conducir un proceso que llevara a su unificación. El hombre tenía carisma, un ya largo historial anticomunista y suficientes experiencia de combate en guerras coloniales y don de mando como para seducir a los más fachos entre los fachos, así como la flexibilidad necesaria como para poder congeniar con muchachitos y muchachotes (las mujeres brillaban por su ausencia en esos tiempos iniciales) curtidos en peleas y discusiones. Tenía también carpeta política: había sido diputado (el más joven de la historia política francesa en el siglo XX) por un partido encabezado por Pierre Poujade, un pequeño comerciante con pasado fascista que asoció su nombre a expresiones corporativistas conservadoras. «No había otro como Jean-Marie para conciliar a todo un espectro de pequeñas organizaciones y personalidades más acostumbradas a dividirse que a unirse», comentó en 1972 el filósofo Alain de Benoist, uno de los referentes intelectuales de la llamada nueva derecha e inspirador de la creación del FN.
Le costó a Le Pen que todo ese mundillo se agrupara y más aún que el nuevo partido adquiriera peso político. El FN tuvo que esperar diez años para cosechar sus primeros éxitos electorales, que fueron sobre todo a nivel municipal, en 1982, y regional, en 1984, en unas elecciones europeas en las que arañó el 11 por ciento de los votos, un nivel que sería de ahí en adelante su piso. Su crecimiento más franco se iniciaría en los años siguientes, luego de que los socialistas, que habían llegado al gobierno en 1981 en alianza con los comunistas, rompieran ese pacto y comenzaran a aplicar una política económica netamente liberal que dejaría por el camino un tendal de «nuevos pobres», sobre todo en zonas del país que se iban vaciando de sus industrias tradicionales y de sus obreros. Hasta mediados de los ochenta el muy menguado electorado del FN se concentró en los sectores urbanos más ricos. Desde entonces pasó a abarcar un número creciente de desempleados recientes, de obreros industriales, de pobres rurales. Las periferias de las grandes ciudades fueron progresivamente virando del rojo al negro y el partido de Le Pen fue adaptando su prédica y su línea, pasando a presentarse como «antisistema», opuesto a las «élites transnacionales» y como «el único protector real de los intereses de los obreros y el pueblo de Francia». Su neoliberalismo de los orígenes fue dando lugar a una defensa de algunos mecanismos del Estado de bienestar, reservados a los ciudadanos franceses. Mantuvo su xenofobia y su racismo, pero de a poco fue concentrando sus dardos fundamentalmente en la inmigración proveniente de los países africanos, en particular en los árabes, y con los años la islamofobia pasó a ocupar en el discurso del FN la centralidad que desde siempre había ocupado el antisemitismo.
Mucho antes de que su hija hablara de «desdemonizar» a su fuerza política, Le Pen padre ya había iniciado ese proceso. De todas maneras, le costaba controlarse. De tanto en tanto emergía su bestialidad natural y caía en alguna (disfuncional) diatriba antisemita o aparecía rodeado de neonazis que no se ocultaban. Tampoco logró nunca ser recibido en los salones burgueses, aunque los contactos «discretos» entre dirigentes del Frente y grandes empresarios se hicieron cada vez más frecuentes. Desde 2011 Marine tomó a su cargo la tarea de acelerar esa evolución. Fue ella quien asumió, por ejemplo, la defensa de Israel como «último garante de la civilización occidental» en Oriente Medio y en los últimos meses RN participó en manifestaciones públicas de apoyo al gobierno de Benjamin Netanyahu. Y nadie se sorprende ya de las cada vez mejores relaciones con integrantes de las élites de un partido que se dice representante de la Francia plebeya. Pero mucho debe esa cosecha de hoy a la siembra de papá Jean‑Marie. «Aquellos que lo odiaron y aquellos que lo adularon pueden hoy coincidir en un tiempo: que incluso con instituciones tan centralizadas como las de la Quinta República, el país puede ser cambiado sin llegar al gobierno. […] Y que Le Pen ha sido un increíble revelador de la sociedad francesa y un singular despertador de las pasiones de la extrema derecha», hoy normalizadas, escribió Nicolas Lebourg, un historiador especializado en el estudio de los movimientos de ultraderecha. Bajo su impronta, casi todo el espectro político francés, desde los partidos de la derecha tradicional hasta la centroizquierda, se fue corriendo hacia la punta diestra.
Y el viejo Le Pen habrá seguramente contribuido a que la extrema derecha sea hoy, tomada globalmente, una de las principales sensibilidades políticas en la Unión Europea (UE). El mismo día en que moría el francés, en Austria el líder del Partido de la Libertad, Herbert Kickl, era el encargado de formar gobierno, y más al norte se conocía un nuevo sondeo de cara a las elecciones legislativas de fines de febrero que sitúa a Alternativa por Alemania como la segunda fuerza política en el mayor país de la UE.